Sobre la atención

COMISIÓN DE SOMBRAS

Hugo Ball con un disfraz cubista.
Hugo Ball con un disfraz cubista. Foto: Walterlenz

“Toda atención verdadera”, consideraba Simone Weil, “es un estado tan difícil para el hombre, un estado tan violento que cualquier perturbación personal de la sensibilidad es suficiente para impedirlo”. Sostener la mente despejada, la mirada clara, el despojamiento voluntario de prejuicios sociales e ideologías, es tan poco probable que la filósofa francesa ensayó en diferentes textos una definición más persuasiva: “La atención en su grado más alto se identifica con la plegaria”, puesto que “no hay atención extrema que no sea religiosa”. Unos textos más tarde, insistió: “La atención absolutamente sin mezcla es la plegaria” y finalmente, “la plegaria no es más que la atención en su forma más plena”.

El concepto no era nuevo, Malebranche había sugerido que la atención era “la plegaria natural del alma”. Sin embargo, si bien la diferencia con respecto a la aseveración de Simone Weil parece increíblemente sutil, en realidad es absoluta: la idea de Weil comienza con distintas gradaciones sobre la atención y termina siendo la plegaria el sujeto central: finalidad y método, al unísono.

Es fama que grandes hombres y mujeres, habiendo llevado una vida de acción, así sea en el ámbito de las ideas, el arte o la ideología, terminan, al final de sus días, refugiándose en la plegaria, en la oración. Los ejemplos menudean.

DESPUÉS DE TRANSFORMAR LA MÚSICA de su época de convertirse en el primer artista por cuyos pañuelos de seda, guantes e incluso mechones de pelo, peleaban sus admiradoras, Franz Liszt se convirtió en hermano terciario de la orden franciscana. Sus composiciones siguieron siendo veloces e imposibles, pero profundizaban temas e intenciones menos profanas: sus Consolaciones, sus Leyendas —“San Francisco de Asís predicando a los pájaros” y “San Francisco de Paula caminando sobre las olas”—, bien podrían considerarse plegarias u oraciones.

Otro hermano terciario que, en su juventud vio pasar la Revolución, quiso cambiar un país con libros y pintura mural, fracasó en política y, trágicamente, se sintió fascinado por el nazismo, escribió, en sus Letanías al atardecer: “Presuroso, de todo salí a buscar. Mucho gané que era noble y excelso. Uno a uno, después todo lo perdí. Todo menos algo que ya tenía y era la promesa de tu bienandanza y paz. Deseando hacer el bien cuántas veces me vi envuelto en redes de malhechor. ¡Del fracaso que ahora soy, líbrame, Señor!” El personaje en cuestión, ya lo habrán adivinado, es José Vasconcelos.

Es fama que grandes hombres y mujeres, habiendo llevado una vida de acción, así sea en el ámbito de las ideas, el arte o la ideología, terminan, al final de sus días, refugiándose en la plegaria

“TODOS HEMOS SALIDO DE ‘EL CAPOTE’ de Gógol”, dicen que Dostoievski señaló alguna vez, pero no todos han padecido sus tormentos religiosos. El autor que desplegó un sentido del humor compasivo como el de un dios que observara las travesuras de sus hijos, y digno del Quijote, el escritor que acaso se adelantó a Kafka y al surrealismo en relatos como “La nariz”, escribió una oración dedicada a la “Santísima Madre de Dios” que no se halla en sus obras completas. Los críticos se dividen entre aquellos que amasan misterios y sugieren que se perdió y aquellos otros, más escépticos, que aseguran, perentorios, que nunca se escribió y se trata sólo de un mito. Sin embargo, cuando Pavel Florenski, presbítero y matemático ruso fusilado en el campo de trabajo de las Islas Solovkí, peregrinó al skit (monasterio de leyes muy estrictas) de Getsemaní para formarse con el staretz Isidor —tal como hacen los personajes de Dostoievski y de Tolstói— escuchó dicha oración en voz del monje, ¡un monje recitando a Gógol! La transcribió en uno de sus libros, reproduzco un fragmento: “Que sea yo a mi propia voluntad un extraño, / dispuesto a soportar todo por Dios. / Sé mi manto protector en el amargo valle, / no permitas que muera en el dolor. / ¡Tú refugio de todos los desgraciados / por todos nosotros oras sin cesar!”

Este desembarazarse de la voluntad propia, también lo intentó Stevenson al retirarse a Samoa. De manera póstuma se publicaron sus Oraciones de Vailima, donde Tusitala, el contador de historias, da gracias por la mañana, por la lluvia, por los amigos, por la alegría, pero también sabe pedir “el olvido de nosotros mismos”:

Enjuga nuestras lágrimas vanas, borra nuestros resentimientos, socorre nuestros aún más vanos esfuerzos. Si hubiere aquí alguien enfurruñado como un niño, ocúpate de él e ilumínalo. Vierte sobre él la claridad del día, para que se vea a sí mismo y se avergüence. Guíalo hasta el cielo, Señor, por el único camino celestial: el olvido de sí mismo.

EN FRANNY Y ZOOEY, SALINGER hace de la oración continua uno de los temas de ambos cuentos. Los hermanos conocen Los relatos de un peregrino ruso y Franny está obsesionada con la oración hesicasta que explica de este modo: si repites esta plegaria una y otra vez

“lo que ocurre eventualmente es que la plegaria adquiere actividad propia. Algo ocurre al cabo de un tiempo. No sé qué, pero ocurre algo […] lo haces para purificar todos tus puntos de vista y conseguir un concepto absolutamente nuevo de todas las cosas y su significado”. (El subrayado es mío).

Finalmente, hay que recordar a Hugo Ball el creador del movimiento vanguardista más radical del siglo xx, el dadaísmo, quien pasó sus últimos días en San Abbondio, un cantón suizo, donde vivió una vida pobre y retirada. Tradujo textos anarquistas y escribió las biografías de Juan Clímaco, Dionisio Areopagita y Simeón el Estilita, reunidos en el libro Cristianismo Bizantino. Allí reflexiona sobre la escritura como “una praxis con Dios”, condena al yo como “un engaño demoníaco” y, como Stevenson y Gógol, sugirió que lo que ocurre “por voluntad propia, no alcanza a Dios. Sólo la renuncia al egoísmo abre un espacio para las cosas divinas”.

DESDE LUEGO, EXISTEN DOCENAS de autores que escribieron y escriben oraciones; sin embargo, la mayoría de ellos fueron y son hombres y mujeres de fe inapelable; pero, temo mucho que maravilla menos la asunción de los santos que aquella de los condenados. En cualquier caso, los primeros son excepción, y el resto somos todo lo que hay.

Volvamos. No existe hiato ente la vida secular de aquellos autores y su existencia postrera. Giorgio Agamben ha demostrado, con respecto a Hugo Ball, que “hay un estricto vínculo entre las prácticas de vanguardia artística y la liturgia”. Tampoco se trata de un simple acto de contrición. Menos aún sugiero que estos hombres, al final de sus días se convirtieran a una religión, o tan súbitamente como San Pablo, hayan accedido a su fe. Imposible saber algo tan íntimo. Más bien, de manera mucho más modesta, postulo que lo único que estos artistas buscaban con estas formas de la deprecación, ya liberados de las pasiones enérgicas que brotan como urticaria del roce con la vida secular, era esa íntima iluminación profana que preconizaba Simone Weil y llamaba con pudor, atención.

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