Nena, todo lo que empiezo lo consumo hasta el sustrato (Babasónicos + Jonh Cale en ciudad Godínez)

EL CORRIDO DEL ETERNO RETORNO

Babasónicos + Jonh Cale en ciudad Godínez Foto: Cortesía del autor

Me encontraba en la cantina Salón París, en el corazón de la Santa María la Ribera, cuando recibí un mensaje de las oficinas de este suplemento. Che, hay dos cortesías a tu nombre para el show de Babasónicos de esta noche.

Pocas sensaciones se comparan a la adrenalina que te punza cuando corres al metro para asistir a un toquín. Podré arribar tarde a todas partes, menos a un concierto. Lo cual no impide que llegué barriéndome casi siempre. Odio perderme el arranque, así como odio entrar al cine cuando ya ha empezado la película.

A veces la vida se parece demasiado al Mario Bros. Para alcanzar la bandera del castillo tienes que sortear algunas dificultades. Y la que me tenía deparada la ocasión era más extrema que enfrentarme al dragón Bowser. Me andaba meando.

Existen un par de cosas que me impiden pensar con claridad. Morirme de hambre y aguantarme las ganas de vaciar el boli. Estaba tan concentrado en no orinarme encima que me equivoqué de dirección y el metro en lugar de acercarme a mi destino me alejaba. Lo que menos me sobraba era tiempo. La banda saldría en cualquier momento. Perderse en una situación así es tan doloroso como que te quiera explotar la vejiga.

Varias estaciones después tuve que rectificar el rumbo. Soy especialista en desaguar en público. Pero hasta para un profesional como yo hay límites. Y nunca, nunca he regado el jardín en el metro. Y aquella no sería la excepción. Hacerlo significaba que me llevaran a la cárcel, lo cual no me espanta, pero me perdería el concierto. Y eso sí me aterraba.

Las gotas comenzaban a escaparse de mi uretra y a besar mi pantalón. Las malditas cervezas que me había tomado no habían hecho su aparición durante las horas que duré en la cantina, hasta ahora reclamaban por salir. No tuve más remedio que hacer magia. Me tomé de hidalgo el electrolict de maracuyá que llevaba y contorsionándome como una serpiente que muda de piel, vacié la vejiga en el envase vacío y sin derramar una gota y sin que la gente que me rodeara se diera cuenta.

Orinar en un vagón del metro: nuevo logro desbloqueado. Merezco un premio.

Lo más cabrón, la guitarra de Dustin Boyer. La cual suena, quizá a propósito, demasiado a Lou Reed

La gran noticia de la noche fue que ya te dejan meter el chupe al salón del Auditorio. Comida no, pero quién va a un concierto a otra cosa que no sea beber o drogarse. Después de apañarme una cheve doble ingresé y dos minutos después salió el grupo al escenario. Qué manera tan chingona de salvar a la princesa.

En cuanto sonó “Fizz” quise mearme de la felicidad. Pero me había quedado sin líquido, así que me vacié la chela encima. Sigan dejando meter el chupe, cabrones. Bailé tanto en “Microdancing” que cuando salí del Auditorio mi pantalón estaba seco. Pero no duró mucho, porque la lluvia se encargó de volvérmelo a mojar.

A la noche siguiente también asistí. Pero en esta ocasión el principal obstáculo fue una gomita gringa que me pegó con tubo. Ni siquiera un payuyuqi me pudo desaplatanar. Está bien dura, me advirtió la persona que me la regaló, pero no le hice caso. Al día siguiente todavía me sentía bien “Microdancing”.

Dos soldouts consecutivos, ya que paguen predial los Babas, ¿no? No falta mucho para que hagan tres auditorios al hilo. Y ahí estaré las tres noches.

Una dieta balanceada incluye altas dosis de conciertos. Y justo una semana después, John Cale, la otra mitad legendaria de The Velvet Underground, se presentaba en el Teatro de la Ciudad.

La historia más o menos se repitió. Salí corriendo de la cantina hacia el metro y llegué a tiempo. Fila F, el Esperanza Iris a tres cuartas partes de su capacidad. Dónde están todos, me pregunté. Cale había pisado Ciudad Godín en el 98. Esta era su segunda incursión y quizá sería la última. Aunque lucía entero, contabiliza 82 primaveras. Y no es Mick Jagger o Bob Dylan, cuya fecha de retiro se ve todavía muy lejana. Hay que armar una quiniela a ver quién tira la toalla primero, estos dos o Paul McCartney.

El boleto amenazaba que el show iniciaría a las ocho en punto. Eran más que capaces de cumplirlo, pero cuando pasaron varios minutos eso se volvió una señal de que no todo marchaba bien. Los músicos salieron al escenario y don Cale se arranó frente a un piano Nord Stage 4 y ora sí, vámonos richie. Y el taxímetro comenzó a correr.

La novedad es que no había novedad. Sin embargo, vaya tumulto que armaba el power trío de chavos que lo acompañaban. Lo más cabrón, la guitarra de Dustin Boyer. La cual suena, quizá a propósito, demasiado a Lou Reed. Pero no al de la Velvet, sino al de Blue Mask. Lo que haría más exacto decir que suena a Bob Quine. Desde las primeras notas de “Paris 1919” aquello pintaba para una noche memorable, de hecho, lo fue, pero tuvo un final abrupto.

Cale sacó los clásicos de su discografía, en versiones que te hacían desear que no parara de tocar en toda la noche. Esperábamos más carnita de sus colaboraciones con Lou Reed. Tanto con la Velvet como de Songs for Drella. Pero se portó tacañón. A la rola que no le pudo sacar la vuelta fue a “I’m Wating For The Man”. Una versión a caballo con “Smalltown” del Songs for Drella, pero fue el único guiño. Y hacia el final deconstruyeron la canción de tal manera hasta volverla irreconocible. Pocos, pero macizos, los ahí congregados estábamos sumergidos en una alberca sonora que nos hacía chiflar, vitorear y aplaudir sin descanso. Una pantalla al fondo pasaba imágenes psicodélicas y pequeños clips. En uno se ve al propio Cale, a sus 82, en una party con un saco blanco rodeado de doncellas. Y en otro a un sujeto disfrazado de Michael Myers con un cuchillo de utilería.

Todo transcurría de manera apacible, o eso parecía, cuando la banda atacó un versión críptica y oscura de “Heartbreak Hotel” de Elvis Presley. El show se precipitaba hacia su parte más densa. Ahí donde el río gana profundidad. Y debajo acucian los remolinos. Pero entonces se produjo la desbandada. Durante casi todo el show Cale había estado sentado. Al ponerse de pie para colgarse la guitarra, se fue de lado. Un técnico y el guitarrista tuvieron que sostenerlo. Lo cual significaba una cosa: la altura lo traía jodido.

Y ese fue el motivo por el que abandonó el escenario antes de las dos horas de concierto que prometía el boleto. Entre el sacón de onda y las ganas de más, el público abandonó el recinto. El show fue corto pero significativo. Y para muchos de nosotros representó una manda que teníamos pendiente desde hacía décadas. Y sí, ahora estamos marcados por un mismo sino. Aquel que nos hará repetir a quien quiera oírnos: yo estuve esa noche en que John Cale nos dejó picados por el mal de alturas.