Llegué tarde a todo

”Envejecer como el hijo más joven de la familia se resume en esto: cuando algunas cosas comienzan a importarte, ya no hay nadie que pueda hablarte de ellas”, escribe Bernardo Esquinca en este relato en el que cuenta el primer momento de su vida. El ensayo personal, el relato autobiográfico pero, sobre todo, la reconstrucción de una figura central en la vida del escritor que lo acompaña como una sombra y a la que ha dedicado el esfuerzo de la investigación y como en toda memoria, la luz de la ficción

Carnaval una obra de Carlos Mérida Arte digital a partir de Carnaval una obra de Carlos Mérida > Belén García > La Razón

Para Pía, que llegó a tiempo

Cuando nací, casi muero en el proceso, y casi, también, provoco la muerte de mi madre. El doctor que atendió el parto se llamaba Sergio Azcárate Sánchez Santos; era el hermano mayor de Consuelo, mi mamá, y en algún punto de ese complicado alumbramiento buscó a Jorge Esquinca Aguilar para hacerle la siguiente pregunta: “¿El niño o la madre?” Mi padre, que en ese entonces tenía 45 años y seis hijos —cuatro mujeres y dos hombres— respondió lo que era sensato: su esposa debía salvarse. El tío Sergio regresó a la sala de partos del Hospital de la Raza y realizó lo que sin duda debe haber sido una de las cesáreas más difíciles de su carrera, porque había familiares involucrados.

Pero no morí esa mañana del 4 de enero de 1972, y mi madre tampoco (falleció 22 años después, a los 62, por un cáncer de páncreas). Y aquí estoy, a mis 52 años, contando una historia cuyo personaje principal es el doctor que me trajo a la vida —y quien también vio morir a su hermana, en un quirófano de Médica Sur. Durante una cena de Navidad, el tío Sergio me confesó la disyuntiva a la que se había enfrentado mi padre. Yo era un adolescente; la revelación me conmovió y a la vez me causó un shock: desde antes de nacer había sido elegido para ser desechado. Y aunque comprendo la decisión de mi papá, aquella verdad me ha inquietado desde entonces: nací contra todos los pronósticos para convertirme en el séptimo hijo de la familia Esquinca Azcárate. “Me pasé toda la noche escuchándote el corazón”, me dijo el tío Sergio aquella velada en casa de la abuela Chelo, con un trago de whisky en la mano, “a ver a qué hora se detenía”. Tiempo después, cuando me dedicó uno de los tres libros de relatos que publicó con anécdotas de su vida médica, calificó mi nacimiento de “milagro”. Y agregó una cita de Tagore: “Cada recién nacido viene a decirnos que Dios todavía no se decepciona del hombre”. Por supuesto, me he decepcionado a mí mismo en incontables ocasiones. Siempre he llegado tarde a todo: fui el último de mi familia en nacer, en casarse, en tener hijos. Comencé a leer libros a los 15 años y perdí la virginidad a los 21. Puedo dormir tres noches con una mujer a la que cortejo sin tocarle un cabello. Detalles que ilustran mi proverbial lentitud. Pero esta historia no trata de mí. Es sobre Sergio Azcárate Sánchez Santos quien, a diferencia de mí, tuvo una vida interesante. Y sobre sus historias clínicas, muchas de ellas escalofriantes relatos de la vida real, que merecerían ser contadas de nuevo.

Como mi madre y mi padre se guardaron los detalles de mi difícil nacimiento, ni yo me preocupé de ahondar en el tema con el tío Sergio cuando aún vivía

Durante el embarazo, mi madre desarrolló una afección cardiaca que puso en riesgo su salud. Las cosas empeoraron cuando una enfermera equivocó la dosis de un medicamento inyectado. Para entonces, Consuelo se había trasladado de Guadalajara, donde vivía la familia, al Distrito Federal, para atenderse con su hermano. Ni mi madre ni mi padre me hablaron nunca de aquellos difíciles días; existía una especie de tabú que les impedía comentar con franqueza sobre temas espinosos. Los secretos que toda familia que se precie de serlo posee. Un ejemplo fue el accidente de automóvil en el que estuvo involucrado mi padre, y en el que murió una persona. Durante años, tuvo que pagarle al abogado que lo libró de la cárcel, pues la culpa había sido suya. Si los hermanos nos enteramos años después fue por la infidencia de algún familiar. Todo secreto, ya se sabe, tarde o temprano es revelado por una fuerza superior y al parecer ingobernable para los mexicanos: el chisme. Como mi madre y mi padre se guardaron los detalles de mi difícil nacimiento, ni yo me preocupé de ahondar en el tema con el tío Sergio cuando aún vivía, nadie en la familia recuerda exactamente qué sucedió. Jorge, el más grande de mis hermanos, tenía entonces 15 años y Luz Elena, la más pequeña, dos. Cada una de mis hermanas y hermanos estaba sumergido en su propio mundo como para comprender qué estaba ocurriendo. Sin embargo, conservo una carta fechada el 7 de noviembre de 1971 —dos meses antes del alumbramiento— que mi papá le mandó a mi mamá desde Guadalajara, donde él se hacía cargo de sus seis hijos. La carta tiene un tono cariñoso y optimista, y está impregnada de la enorme fe que mi padre tenía en Dios, y que mantuvo hasta el día en que murió, un 8 de diciembre de 2001. A pesar de ello, el texto deja ver la preocupación por la situación que se vivía, y la añoranza por la separación a la que se veían obligados. “En lo personal”, escribía mi padre con la cuidada caligrafía que siempre lo distinguió, “le he ofrecido al señor, aceptar esta contingencia en nuestras vidas con resignación, con tal de que todo lo que se refiere a tu salud y a la del bebé termine con felicidad”. Más adelante, instaba a mi madre a no estar nerviosa, y agregaba: “Por favor, no pienses más que en el momento en que los NUEVE estemos juntos y felices”. Me conmueve particularmente la mención que mi padre —que en ese momento trabajaba como vendedor en colchones Selther— hacía sobre la posibilidad de ganarse un Volkswagen 72 mediante una promoción para el personal: “Cada vez me parece más posible lograrlo, sobre todo cuando pienso que será por ti y para ti”. Ese coche finalmente llegó a la familia, como constatan varias fotografías. Por último, mi padre añade un detalle interesante en su carta: le informa a mi madre que se han instalado unos postes negros en toda la calle, y que cree que son para el teléfono. La familia había llegado apenas unos años antes a Guadalajara procedente de León, y tras varios domicilios, se habían instalado en el número 2910 de la calle Buenos Aires —donde yo viví hasta los 25 años, edad en la que me casé por primera vez—, en una colonia Providencia rodeada de lotes baldíos. “Espero que la primera llamada te la hagamos a ti”, agrega mi padre. Imaginarlo asomado a la ventana de su cuarto —por la cual yo también me asomaría incontables veces a mirar hacia la calle—, asombrado ante el misterio de la colocación de los postes negros, me abisma de un modo difícil de explicar. Era otro mundo, por supuesto, en el que mi padre tenía que comunicarse por carta con su esposa, cuyo embarazo se complicaba. ¿Cuánto habrá tardado esa carta en llegar a manos de mi madre? Hoy en día bastaría con coger el celular. Quizá lo que me acongoja es la certeza de todo lo que hemos perdido desde ese lejano noviembre de 1971. Imaginar la alegría de mi padre al saber que pronto podrá comunicarse por teléfono para escuchar la voz de la mujer que ama y extraña, no hace más que confirmarme que somos una especie que ha dejado de lado el asombro, porque la tecnología ha vuelto las cosas demasiado fáciles y vulgares. Entre la conmovedora carta de mi padre y los mensajes de WhatsApp cargados de stickers que suelo mandar se resume buena parte de mi vida.

Pienso en ese momento y me parece enigmático, casi iniciático: mi padre asomado a la ventana, contemplando el milagro de los postes de teléfono y, mientras tanto, mi madre y yo a kilómetros de distancia, luchando por nuestro propio milagro.

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María de la Luz, a quien le decíamos Chatamamá, fue mi bisabuela. No era la madre biológica de mi abuela Chelo, pero la crió desde pequeña. Su historia en sí misma daría para un libro: fue una auténtica Adelita que en los días de la Revolución andaba a caballo, con pistola al cinto, siguiendo a su primer marido, que era miembro del ejército. Llegó a comer víboras en el monte y a beber sangre de zopilote para sobrevivir, y cuidó a su esposo en su agonía, que murió de tifo. Era una mujer robusta, de carácter fuerte, que vivió hasta los 95 años. No tuvo hijos propios, y por eso, durante los inciertos días que precedieron al 4 de enero de 1972, en los que se llegó a pensar que mi madre no sobreviviría al parto, mi bisabuela decidió que me adoptaría. Siempre me tuvo un cariño especial. Le daba dinero a mi mamá para mis estudios: le obsesionaba que yo tuviera una buena universidad. La recuerdo sentada en su sillón; tejía ropa guiándose únicamente con los dedos, mientras escuchaba la tele, pues casi ya no veía. Conservo algunos mensajes que me envió, con una caligrafía temblorosa. En uno de ellos menciona brevemente ese tabú familiar que rodeaba a mi nacimiento, una pista más en ese misterioso rompecabezas imposible de reconstruir: “Mi niño lindo, yo quisiera platicarte de tu nacimiento pero mis ojos no me ayudan. Que mamá te diga el susto que nos dio, y desde entonces dije ‘este niño es mío’, y te metiste en mi corazón por siempre”. No sé por qué no le hice caso a Chatamamá y nunca le pregunté nada a mi mamá al respecto. Supongo que era demasiado joven, y que no me daba curiosidad indagar sobre ello. Ahora todas las personas que vivieron de cerca las circunstancias en las que vine al mundo están muertas. Envejecer como el hijo más joven de la familia se resume en esto: cuando algunas cosas comienzan a importarte, ya no hay nadie que pueda hablarte de ellas.

Carlos Mérida, sin título, 1975.

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Como la mayoría de los médicos que he conocido, el tío Sergio fumaba mucho y era un apasionado del ajedrez. Jugaba de manera notable, y hasta ofrecía partidas simultáneas en casa de la abuela, en las que se enfrentaba a más de una decena de sus sobrinos. Siempre nos derrotaba a todos, mientras sostenía un cigarro encendido en la mano, haciendo equilibrio con la ceniza, pues ni siquiera se distraía para tirarla en el cenicero. Cuando me fui a vivir a la Ciudad de México, lo visité algunas veces en su casa del Pedregal, y me arrepiento enormemente de no haberlo hecho en más ocasiones, porque era un gran conversador. Entre otras cosas me contó los detalles de su experiencia con enfermos de lepra, que luego utilicé para escribir un cuento titulado “Pabellón 27”.

Su largo desempeño como ginecólogo estuvo plagado de anécdotas tan dramáticas como fascinantes, que plasmó en tres libros que él mismo publicó: La duda del maestro (1988), Más allá del consultorio (1991) y Más allá del consultorio II (s.f.). El primer volumen está compuesto en su mayoría por relatos que hacen referencia al tiempo en que realizó su Servicio Social en un pueblo perdido de Sinaloa, tras recibirse como Médico Cirujano en la Facultad de Medicina de la UNAM, en 1959. Es su libro más fluido: mi hermano Jorge se encargó de editarlo. Los otros dos contienen relatos demasiado extensos, en los que mi tío divaga, alejándose de la trama principal, pues era un médico muy capaz pero desconocía los trucos de la narrativa. En total, los tres volúmenes suman 1,333 páginas que el tío Sergio escribió con intención de retratar “la angustia humana ante un destino incomprensible, la relación del hombre con la enfermedad y con lo divino”, como explica en uno de sus prólogos. Él mismo confesó que, “aunque sonara a amenaza”, aún tenía diversas historias escritas y otras por contar, aunque ya no publicó más libros, a pesar de que vivió hasta el año de 2014, curiosamente el mismo en que nació mi hija Pía.

Mi abuelo fue detenido por hombres de Zapata. Al enterarse de que tenía conocimientos de medicina, lo llevaron ante su jefe, quien no dudó en nombrarlo médico de la tropa

Ya se sabe que la realidad siempre supera a la ficción. Algunas de las historias escritas por el tío Sergio —que él mismo vivió o que le fueron relatadas por los protagonistas—, parecen argumentos de películas de terror; auténticas pesadillas que pudieron haber sido soñadas por el Horacio Quiroga de Cuentos de amor, de locura y de muerte o por el Machado de Assis de El alienista. Recuerdo tres de ellas en particular: “La reina de los gitanos” (una matrona con obesidad mórbida y carnes pestilentes a la que tiene que atender de una enfermedad; un texto cercano al terror corporal), “El divino rostro” (una visita que hace en su niñez a la casa de una beata donde atestigua un desconcertante milagro, y donde quedan manifiestas las pesadillas que produce la religión) y “Relato de horror” (un indigente que es devorado por ratas, en un tono que recuerda al mejor Stephen King), porque las considero cercanas a mi obra, y porque se las escuché contar de viva voz cuando era niño, y no dudo que hayan tenido una importante influencia en la construcción de mi imaginario. Todos los escritores tenemos una figura en nuestra familia que es un surtidor de historias; Juan Rulfo decía que en la suya era el tío Celerino. En la mía, sin duda, fue el tío Sergio, así que este texto es un pequeño homenaje a él y una indagación en los orígenes de mi literatura.

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Rescato un episodio relacionado con mi abuelo porque me parece significativa la forma en que se crean las leyendas familiares, y la manera en que nos marcan. Durante mi infancia escuché decir que el abuelo Mundo —padre de mi mamá y del tío Sergio—, quien también era médico, “había jugado ajedrez con Zapata”. La anécdota se aderezaba con la siguiente encrucijada: mi abuelo iba ganando la partida, pero al final había decidido dejarse vencer, pues el Caudillo del Sur no dejaba de acariciar su pistola como una velada amenaza. Desde niño fui aficionado al ajedrez, así que aquella historia me parecía alucinante: la presumía en numerosas ocasiones, sobre todo a mis compañeros de clase, quienes, por supuesto, no me creían. Pero en el núcleo de mi familia ese relato no se ponía en duda, y se repetía como algo que nos daba identidad. Era una de esas estampas que salían a relucir con orgullo durante las cenas de Navidad, en las bodas o en los cumpleaños. Pero las cosas no ocurrieron como se contaban o al menos como yo las recuerdo que se contaban.

La realidad fue que mi abuelo conoció a Zapata en 1916, cuando apenas era un estudiante de medicina trasladado de Cuernavaca a la Ciudad de México, pero no jugó ajedrez con el Caudillo del Sur, sino dominó. Mientras viajaba a Cuautla con la intención de comprar unas botellas de cristal para luego venderlas, mi abuelo fue detenido por hombres de Zapata. Al enterarse de que tenía conocimientos de medicina, lo llevaron ante su jefe, quien no dudó en nombrarlo médico de la tropa. Mi abuelo estuvo retenido tres meses, durante los que se dedicó a curar a las huestes zapatistas de heridas de bala, amibiasis, disentería y hasta piojos. Pero el joven Mundo tenía que retomar sus estudios. Así que en una de esas noches en que jugaba dominó con el Caudillo del Sur, le explicó que debía volver con su familia, y le hizo una promesa: regresaría durante las vacaciones escolares para seguir atendiendo a los enfermos y heridos. Zapata accedió y mi abuelo cumplió con su parte del trato: continuó siendo el médico de los revolucionarios hasta el año de 1919, cuando el Caudillo del Sur fue asesinado. Muchos años después, algunos de los zapatistas sobrevivientes, con quienes mi abuelo conservaba amistad, le consiguieron un documento que lo acreditaba como Veterano de la Revolución, y que fue muy útil durante el trámite de su pensión: se agilizó y el monto fue elevado.

Todo esto lo cuenta el tío Sergio en el relato “Un episodio de la Revolución”, que volví a leer para escribir este texto. Desconozco en qué momento de la leyenda familiar se cambió el dominó por el ajedrez. A lo mejor fui yo quien lo hizo, en un intento por sentirme cerca del abuelo a quien el resto de mis hermanos recuerda con mucho cariño, pero del que no tengo ningún recuerdo personal, pues murió cuando yo tenía dos años. Debo confesar que me sentí un tanto decepcionado al conocer —o recordar, pues ese relato lo había leído por primera vez en 1988— la verdad: el dominó nunca me ha interesado. Imaginar a mi abuelo jugando una partida de ajedrez a vida o muerte —literalmente— con el Caudillo del Sur me parece una imagen mucho más poderosa, digna de un cuento que tal vez algún día escribiré. Sin embargo, ¿cuántas personas pueden relatar que su abuelo fue médico de Zapata?

Carlos Mérida, Los hechiceros, 1958.

Y ahora, de manera inevitable, lo que siempre me atormenta: llegué tarde a todo. El provecho que le hubiera podido sacar al pasado revolucionario de mi abuelo si hubiera tenido la oportunidad de platicar con él. Por eso, supongo, repudio la realidad y me dedico a crear ficciones. No me ha quedado otro remedio que refugiarme dentro de mi propia imaginación.