Apago la lámpara de la mesa de noche, reviso la alarma para el día siguiente y apoyo la cabeza en la almohatda. He vuelto al café por las mañanas y a dar vueltas en la cama por las noches. Ana lo sabe y se acuesta un poco antes para que no demos juntos de giros y manotazos. Pienso en sacar las pastillas del cajón, pero me contengo. Pienso en hacer nada, pero suena el timbre del departamento. Prendo la luz y camino con los ojos apretados hacia la puerta.
En el libro Ese maldito yo, Emil Cioran escribió que el patrimonio que más nos pertenece son las horas en que no hacemos nada, pues son esas horas las que nos forman, nos individualizan y nos vuelven desemejantes. En este momento me gustaría desemejarme del vecino que encuentra prudente tocar a estas horas para decirnos algo urgentísimo.
Su gesto es de contrición. Está apenado y habla rápido. Necesita un espacio de estacionamiento extra porque ahora tiene dos coches. Nosotros no usamos nuestro cajón y me pide usarlo por tiempo indefinido. Le digo que voy a pensarlo y le cierro la puerta en la cara. Las necedades del vecino me llevan de la angustia insomne al enojo.
Me siento salvado al no sentir preocupación por un segundo coche.
VUELVO A LA CAMA Y EL ENOJO YA HA BAJADO y entonces vuelvo a rumiar. Lo sé y no me gusta decirlo, pero un buen coche sigue siendo sinónimo de éxito, y tal vez tengo envidia del vecino, de sus dos coches y de sus sudores nocturnos porque uno de sus preciados automóviles se quede afuera, a merced de los ladrones de autopartes que abundan en la colonia. Si tuviera un coche, me gustaría tener el favor de un vecino para resguardarlo en caso de que lo necesitara. Igual no necesito el cajón, ¿de qué sirve un espacio vacío e imposible de ser utilizado para otro fin? Otra vez he perdido el sueño, y preferiría la desventura de perder la lengua. Estoy nuevamente solo, como estuve y estuvieron otros antes, cara a cara con las noches y con las palabras. Mientras ocurre la provechosa y distintiva nada llega el cansancio. Duermo.
En la mañana le cuento a Ana sobre la petición del vecino. Ella es tajante: “¡Prestado indefinidamente, ajá!” Le escribo al vecino mi respuesta sobre su solicitud en un mensaje de texto. Su respuesta es nada, o como se dice ahora, “me deja en visto”. “Qué distinguido”, pienso.
Encuentro un rato en esa tarde para seguir con Cioran. En uno de sus aforismos me acuerdo de mí en una temporada en que estuve colmado de nada: “Es imposible pasar las noches en vela y ejercer un oficio: si en mi juventud mis padres no hubieran financiado mis insomnios, me habrían seguramente liquidado”. Una página atrás, el mismo Cioran dice: “Se aprende más en una noche en vela que en un año de sueño. Lo cual equivale a decir que una paliza es mucho más instructiva que una siesta”. Cuando empecé a dormir mejor quise inventar un oficio: Analista de vigilias, especialista en tedio.