Herida fecunda

Sandra Lorenzano, poeta, narradora y ensayista, promotora cultural de la literatura mexicana, obtuvo el XV Premio Málaga de Ensayo con un libro que habla de su propia historia: inmigrantes, exilio, dictaduras, desaparecidos, un lugar que se vuelve patria. Estas experiencias están contadas en la obra que mereció esa distinción: Herida fecunda, editado por Páginas de Espuma, que nos permitió reproducir algunos fragmentos

Herida fecunda
Herida fecunda Foto: Especial

VERGÜENZA

Si digo que me quedé tartamuda, ¿me entienden? Cuando me piden que hable del exilio, la primera palabra en que pienso es pudor. Podría ser vergüenza. «Pena» se diría en México. Una marca. Huella. Herida. ¿Vale acaso lo que pueda contar? ¿Para qué? ¿Para quién? Tenía dieciséis años cuando llegamos y quería ser como todos los demás. Me esforcé para conseguirlo. Me forcé. “Aprendimos no a hablar sino a balbucear”, escribió Ósip Mandelshtam. Balbuceo. Tartamudeo. Perdí la lengua en algún lugar de estos diez mil kilómetros que me separan del pasado.

ABRAZO

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María Zambrano cruzó la frontera entre España y Francia el 28 de enero de 1939, huyendo, como tantos otros republicanos, de la violencia de la Guerra Civil. Iba con su madre y su hermana Araceli.

En el camino encontraron a Antonio Machado. Cuando lo invitaron a subir al coche en que viajaban, él respondió que prefería cruzar la frontera a pie, junto a los vencidos. Entonces María decidió caminar al lado de su amigo. Machado tenía sesenta y cuatro años. Ella treinta y cinco. Los unía el amor a la poesía. Y ahora el exilio.

A partir de ese momento la vida de la filósofa se transformó en un largo peregrinar por distintas ciudades y países, pero sobre todo en un profundo viaje por el pensamiento; un pensamiento que —alimentado por sus maestros y guías contemporáneos y antiguos, de Platón a Ortega y Gasset, de Plinio a Zubiri— enraizó en sus propias entrañas y búsqueda vital.

María Zambrano y Antonio Machado llegaron juntos a la frontera de Portbou. Esa misma frontera en la que apenas un año y medio después se quitaría la vida Walter Benjamin. El horror recorría Europa y los caminos estaban sembrados de muerte.

¿Qué llevaban en sus maletas? ¿Qué llevan los emigrados, los exiliados, los desarraigados? ¿Qué guardaba el filósofo alemán nacido bajo el signo de Saturno (Susan Sontag dixit) en esa maleta con la que buscaba llegar a Estados Unidos?

En 2017, la exposición La maleta de Walter Benjamin. Dispositivos migratorios convocó a treinta y ocho artistas jóvenes a imaginar esa valija. Hay una con juguetes (una de las pasiones de Benjamin), otra llena de piedras, tan pesada, dicen, como el camino hacia la libertad, una más con arena y un reloj.

Hay una brutal hecha con alambre de púas: “cosida con el miedo, llena del vacío desolador de aquel que deja atrás todo lo que quiere, todo lo que es. Benjamin abandonaba Berlín, ahora abandonaría Mosul, Alepo o Kunduz”, dice su creadora, Agnès Wo. Yo agregaría hoy: o Tegucigalpa, o El Salvador, o Apatzingán, Michoacán.

“El vacío desolador”, como dice Agnès Wo. Nada diferente debe haber llevado María al abandonar su vida, su casa, sus amigos y el proyecto político de la Segunda República Española.

Tampoco sabemos qué llevaba Antonio Machado en sus maletas, pero sí que cuando murió —en Collioure, un mes después de haber dejado España—, se encontró, en un “bolsillo de su gabán, un trozo de papel en el que había garabateado su último verso, un canto al pasado, una rememoración de la niñez perdida: ‘Estos días azules y este sol de la infancia’”. Se fue como siempre había deseado: ligero de equipaje.

Y ese verso guardado en un bolsillo me recuerda otras historias como la de Viktor Frankl, con su libro El hombre en busca de sentido cosido al forro del abrigo con el que llegó a Auschwitz. O la del padre del colombiano Héctor Abad Faciolince, en cuyo bolsillo tenía, en el momento de ser asesinado en Medellín, un papel en el que había escrito unos versos de Borges: “Ya somos el olvido que seremos”. Y ese es el título de la hermosa novela en la que el hijo cuenta la historia del padre al que tanto amara: El olvido que seremos.

La poesía entonces como equipaje, como talismán frente a la muerte. Como los versos de Robert Desnos, escritos en el campo de concentración en que murió:

“Tanto soñé contigo que pierdes tu realidad. ¿Habrá tiempo para alcanzar ese cuerpo vivo y besar sobre esa boca el nacimiento de la voz que quiero? Tanto soñé contigo que mis brazos habituados a cruzarse sobre mi pecho abrazan tu sombra, quizá ya no podrían adaptarse al contorno de tu cuerpo”.

En esos versos no se refiere a la violencia, ni al dolor ni al hambre, sino que creó en esas circunstancias de muerte uno de sus más delicados poemas de amor.

María Zambrano llevó consigo el recuerdo de su amigo poeta que caminó junto a aquellos que nada tenían. Eso guardaba en su maleta; esa imagen, ese sentido ético de la creación y de la vida misma, ella que vivió la mayor parte de su existencia fuera de España e hizo de la condición de exiliada uno de los núcleos de su pensamiento.

Fui alguien que se quedó para siempre fuera y en vilo. Alguien que se quedó en un lugar donde nadie le pide ni le llama. Ser exiliado es ser devorado por la historia. Y su lugar es el desierto. Para no perderse, enajenarse, en el desierto hay que encerrar dentro de sí el desierto. Hay que adentrar, interiorizar el desierto en el alma, en la mente, en los sentidos mismos, aguzando el oído en detrimento de la vista para evitar los espejismos y escuchar las voces.

El equipaje del destierro es aquello que logramos salvar del naufragio de la vida; aquello que nos da identidad y pertenencia en su esencia más pura

El equipaje del destierro es aquello que logramos salvar del naufragio de la vida; aquello que nos da identidad y pertenencia en su esencia más pura.

La “nodriza del pensamiento”, llama María Zambrano a la memoria. Perderíamos nuestro ser y nuestro rostro, nuestra historia y nuestros pasos si no tuviéramos memoria. Perderíamos el sentir y la razón, la luz y la poesía. Pero ¿cómo guardarla en unos cuantos bultos? La memoria es nuestro hogar, como lo era para ese pequeño hijo de españoles que, de noche, en el campo de concentración francés, dormía en la maleta de sus padres vuelta cuna, protegido orgullosa y entrañablemente por la bandera de la República.

CELLO

Un día llegó la noticia: mi abuelo, el “abuelo mágico”, como lo llamaban mis primos porque aparecía y desaparecía, el abuelo que llevaba a mi madre niña al Colón a escuchar los ensayos de la orquesta, el abuelo que tocaba el cello y que se ha vuelto una obsesión en mi escritura, había muerto. Mamá lloraba. Yo tenía diecisiete años y no sabía qué hacer con ese llanto (¿volver a los diecisiete, Violeta?). Mi hermana me miraba desde su infancia pidiéndome ayuda. ¿Qué clase de hermana mayor era yo si no podía salvarla de la muerte? Inventé almas y corazones que volaban y que los militares no podían secuestrar ni asesinar. El abuelo y su cello morían allá, al sur de todos los sures. Mamá lloraba acá, en este norte que no siempre amamos. Cualquier exiliado sabe que el tablón que inventó Cortázar en Rayuela para conectar ambos lados es inútil: estamos parados siempre sobre arenas movedizas, sobre deseos hechos humo.

Herida Fecunda se presenta el lunes 21 de octubre a las 18:00 horas con la participación de Ana Francis Mor, Verónica Langer, Ricardo Raphael y la autora. Librería U-tópicas. Felipe Carrillo Puerto 60, Coyoacán.