Surrealismo: 100 años de imaginación y libertad

Se han cumplido cien años del Manifiesto Surrealista del año de 1924, el núcleo de una nueva sensibilidad artística. En esas páginas, Breton anuncia un programa revolucionario que busca la convergencia de la militancia y la poética: “transformar el mundo ha dicho Marx. Cambiar la vida ha dicho Rimbaud. Estas dos órdenes de mando son una sola para nosotros”. Ariel González le entrega a El Cultural un resumen histórico y analítico de ese momento clave de la cultura del siglo XX

En la foto aparecen (de arriba abajo y de izquierda a derecha): Paul Éluard, Hans Arp, Yves Tanguy, René Crevel, Tristan Tzara, André Breton, Salvador Dalí, Max Ernst y Man Ray (París, 1933). Collage digital > Belén García > La Razón
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LA MUERTE DE UN MESÍAS

Al finalizar 1919, en París, un agitado colectivo de jóvenes artistas y escritores —André Breton, Francis Picabia, Louis Aragón, Paul Éluard, Philippe Soupault y Benjamin Péret, entre otros — recibe emocionado a un Tristan Tzara que es, en su momento, lo más parecido a un rebelde rockstar: viene de generar mil escándalos, de jugar (según dice cierta leyenda) ajedrez con Lenin y de poner de cabeza las artes y las letras en buena parte de Europa y América. Su Manifiesto de 1918 ha sido escrito, según él mismo, “para mostrar que pueden ejecutarse juntas las acciones opuestas, en una sola y fresca respiración; yo estoy en contra de la acción; a favor de la continua contradicción, y también de la afirmación, no estoy ni en favor ni en contra y no lo explico porque odio el sentido común”.

¿Queda claro? Todo esto se traduce en innumerables acciones, efectivamente contradictorias, que tienen como filtro esencial la provocación y como resultado más perentorio un anarquismo lúdico que sólo parece respetar la libertad: “No reconocemos ninguna teoría. Estamos hartos de las academias cubistas y futuristas: laboratorios de ideas formales. ¿Es que se hace arte para ganar dinero y acariciar a los gentiles burgueses?” (Manifiesto Dadá, 1918).

Como se sabe, la admiración que Breton le dispensó duraría muy poco. Pero aun en Los pasos perdidos, obra en la que aniquilará la trayectoria y legado de Tzara, el poeta francés confesará que el dadaísta rumano fue acogido “como un Mesías. A las primeras dos o tres palabras que pronuncia, yo mismo le supongo una vida interior de las más ricas y acepto de entrada todo lo que propone”.

La llegada triunfante de Tzara a la Ciudad Luz no hará sino germinar, entre 1919 y 1923, un conjunto de polémicas, diatribas y no pocas riñas por demás violentas que marcarán el funeral del dadaísmo y el parto del surrealismo. En la versión ofrecida por Breton en 1924 (precisamente en Los pasos perdidos), el dadaísmo había quedado superado y su presunto inspirador —porque en realidad se trataba de un impostor, un atracador de las ideas de otros— completamente desacreditado.

El jefe de los surrealistas sentencia: “La anécdota histórica es de importancia secundaria. Es imposible saber dónde y cuándo nació Dadá. Ese nombre, que a uno de nosotros le dio por adjudicarle, tiene la ventaja de ser perfectamente equívoco. El cubismo fue una escuela de pintura, el futurismo, un movimiento político; Dadá es un estado de ánimo”. (Los pasos perdidos, Alianza Editorial, 1972).

Sin embargo, el escultor Hans Arp, por lo visto muy aficionado a la anécdota, lo desmiente: “Declaro [en 1921] que Tristan Tzara encontró la palabra Dadá el 8 de febrero de 1916 a las seis de la tarde. Yo estaba presente con mis doce hijos cuando Tzara pronunció por primera vez esta palabra, que despertó en todos nosotros un entusiasmo legítimo. Ello ocurrió en el Café Terrasse de Zürich, mientras me llevaba un bollo a la fosa nasal izquierda.” (Mario de Micheli, Las vanguardias artísticas del siglo XX, Alianza Editorial, 2002).

Debe quedar claro, no obstante, que aun cuando el dadaísmo prefigura al surrealismo, éste toma otros atajos y caminos hacia metas no solamente artísticas sino más vitales y políticas. “Sin Dadá —apunta Maurice Nadeau —pudo existir el surrealismo, pero hubiese sido otra cosa”. Es como si Breton y los suyos, paradójicamente, hubieran necesitado la presencia de Tzara en París para deshacerse de su liderazgo.

Dalí Atomicus, fotografía de Philippe Halsman,1948.

“El futurismo —decía un panfleto de 1921— ha muerto. ¿De qué? De Dadá”. De igual forma, para 1923 el dadaísmo había muerto. ¿De qué? De surrealismo.

MANIFIESTOS

El siglo XX comenzó en términos artísticos con un estallido sin precedentes de diversas vanguardias. Su vehículo favorito: el manifiesto, la proclama pública, el anuncio programático de conceptos e ideales, siempre en tono radical, más o menos provocador, peculiarmente heterodoxo. Género o subgénero literario —la discusión académica es ardua a este respecto— el manifiesto fue la forma discursiva que volvió a cobrar relevancia luego de que a mediados del siglo XIX Marx probara su eficacia política. Mucho qué decir en tono apodíctico. El manifiesto se hace indispensable para la época.

Las novedades tecnológicas y su vértigo transformador cautivan a escritores y artistas. En Rusia,

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En este camino, los artistas rusos no hacían sino seguir con algunas variantes a Filippo Tommaso Marinetti. Hay que pensar en el año 1909 y su entorno para captar la sacudida que produjeron las palabras de Marinetti no sólo en Italia sino en otros puntos de Europa:

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Y el punto más controversial que hará entroncar a este movimiento directamente con el fascismo:

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Los vanguardistas italianos y una parte de los rusos terminarán poniéndose a las órdenes de dos proyectos totalitarios: fascismo y comunismo (si bien los rusos serán las primeras víctimas de la revolución que apoyaron). Sus coincidencias formales, por lo demás, como bien observa Robert Hughes, son evidentes:

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A toda esta convulsión artística le seguirá el profundo drama posbélico. Los gobiernos no lo quieren admitir, pero el absurdo matadero de jóvenes que fue la Primera Guerra Mundial es de una irracionalidad abrumadora. De ese ambiente surgirá una consigna: cambiar la vida; y un deseo: abrazar la libertad. Los recursos que los artistas pondrán en juego van del escándalo a la revuelta, del juego a la provocación, del azar a la escritura automática. El núcleo de esta nueva sensibilidad será expuesto por André Breton en el Manifiesto surrealista.

El siglo XX comenzó en términos artísticos con un estallido sin precedentes de diversas vanguardias. Su vehículo favorito: el manifiesto, la proclama pública, el anuncio programático de conceptos e ideales

Ahí anuncia un programa revolucionario en el que se busca que converjan la militancia y la poética: “transformar el mundo, ha dicho Marx. Cambiar la vida, ha dicho Rimbaud. Estas dos órdenes de mando son una sola para nosotros”. Entusiasta de los hallazgos de Freud en “el mundo mental”, Breton muestra las claves de la nueva corriente:

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EL CASTILLO DE BRETON

Uno de los momentos más encantadores que ofrece la lectura del primer Manifiesto Surrealista, es aquel donde André Breton pasa lista a sus camaradas de entonces imaginándolos como distinguidos huéspedes de un castillo:

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Se trata más o menos del plantel original —e ideal, digamos— que Breton anheló en algún momento para el surrealismo, pero lo cierto es que casi ninguno de ellos se quedará definitivamente en ese Castillo, aunque hayan pasado en éste largas temporadas y su rúbrica aparezca en el libro de arrendatarios distinguidos. Al final, el destino de la mayoría de los inquilinos permanentes o temporales del castillo surrealista escapará a los deseos de Breton.

Artaud, reaccionando a la afiliación de Breton y otros al Partido Comunista, declara que “el surrealismo ha muerto”; la transacción de la poesía con lo ideológico le parece infame. Y la respuesta del casero no se hace esperar: es echado del recinto (“vomitado” dirá Breton). Jean Paulhan, nombrado en 1925 redactor jefe de la más influyente revista literaria, La Nouvelle Revue Française (NRF), se irá distanciando de Breton al punto de entrar en conflicto con él; incluso lo reta a un duelo que el jefe surrealista rechaza. El gusto de Roger Vitrac por el teatro, pero sobre todo su cercanía con Artaud, lo dejarán fuera del jardín del alcázar. Pierre Naville (fundador del Buró de Investigaciones Surrealistas en 1924) y Francis Gérard (seudónimo de Gérard Rosenthal) encontrarán un gurú más comprometido en Trotsky.

Philippe Soupault, quien había escrito en 1920 Los campos magnéticos (“primera obra puramente surrealista”) junto con Breton, dejó de “levantarse con las estrellas” para ser expulsado seis años después. Inicialmente, Robert Desnos es aclamado como profeta del movimiento: “de todos nosotros —asienta Breton en el Manifiesto— es el que está, quizá, más próximo a la verdad surrealista”, todo lo cual no impedirá que en 1929 promueva su defenestración. Jacques-André Boiffard, surrealista de la primera hora, es desalojado del fantástico inmueble en 1928 por haberle tomado unas fotos a Simone Breton, la primera esposa de André quien estaba por divorciarse de él; en 1930 responderá a esta afrenta publicando Un cadáver, panfleto antibretoniano. René Crevel, a pesar de su importancia, ni siquiera es considerado inquilino de la fortaleza; por lo visto, se preveía su temprana expulsión (aunque la militancia comunista lo volvería a acercar a Breton en los años 30). Paul Éluard tomará distancia en 1938 por distintas divergencias; contará con la solidaridad de su amigo Max Ernst. Benjamin Péret está entre los pocos —quizá el único— que le será fiel al autor de Nadja hasta el final (gracias tal vez a sus largas y oxigenantes estadías en Brasil y México).

Artaud, reaccionando a la afiliación de Breton y otros al Partido Comunista, declara que “el surrealismo ha muerto”; la transacción de la poesía con lo ideológico le parece infame.

De las “mujeres arrebatadoras” prácticamente no se hablará. Superado su silenciamiento por parte de los hombres del surrealismo y sus publicaciones, apenas hace unas cuantas décadas sus trabajos empezaron a ser revaluados críticamente y llevados a grandes exposiciones. La nómina dista de ser pequeña. Entre ellas hay fotógrafas, escritoras, pintoras, diseñadoras, cineastas, en fin, artistas sumamente brillantes que se vincularon en su momento o tardíamente con el surrealismo, pero que lo llegaron a representar con gran vitalidad: Eileen Agar, Claude Cahun, Leonora Carrington, Germaine Dulac, Leonor Fini, Valentine Hugo, Dora Maar, Maruja Mallo, Lee Miller, Meret Oppenheim, Kay Sage, Ángeles Santos, Dorothea Tanning, Toyen (Marie Cerminová), Remedios Varo y Unica Zürn, por sólo mencionar a algunas de las más conocidas.

En el castillo así descrito, Breton no incluye a Dalí —porque todavía no pedía posada en la propiedad— pero igualmente terminarán separados, aunque en este caso por una desavenencia de mayor calado: Dalí fue incapaz de condenar en su momento al régimen hitleriano, manteniéndose en una postura según él “apolítica”. Tampoco figura René Magritte (llegaría después), quien es el que decididamente mejor expone la agenda estética del surrealismo. Al quedarse en la Bélgica ocupada por los nazis acelerará su ruptura con Breton.

¿QUIÉN QUE ES,

NO ES SURREALISTA?

El crítico Robert Hughes da en el blanco cuando dice que:

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La genialidad de éste, su enorme talento para descubrir a sus pares —marcando, claro, una distancia jerárquica— es incuestionable. Dirigir un movimiento integrado casi exclusivamente por gigantes fue una tarea que desde siempre lo superó; era imposible presidir tanta libertad creativa. Sin embargo, supo darle forma y trascendencia al movimiento, algunos propósitos políticos (fallidos, como las revoluciones mismas) y lúcidas directrices estéticas y vitales que terminarían dándole la consistencia que Maurice Nadeau le atribuye:

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Usando esta perspectiva, Breton pudo nombrar a muchos escritores y artistas que vienen a ser, más que precursores, miembros activos del surrealismo a lo largo de la historia. “El lenguaje ha sido dado al hombre para que lo utilice de modo surrealista”. De ahí que,

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Hoy mismo, pasada tanta agua bajo el puente, podríamos decir juguetonamente: quien esté libre de surrealismo que tire el primer sueño, la primera página, el primer deseo.

Autorretrato con ícono, Lajos Vajda, 1936.

En su luminoso texto El pintor de la vida moderna, Baudelaire escribió que “el genio no es sino la recuperación voluntaria de la infancia”. Desplegada nuevamente la inocencia, la mirada desprejuiciada, el artista puede participar libremente de su época a sabiendas, como dice el poeta, de que “la modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno e inmutable”. El surrealismo —lo que haya sido, lo que quede de él, lo que esté siendo hoy— supo rescatar la imaginación más pura, movilizarla vigorosa y audazmente, devolverle toda su gracia y colocarla para siempre a la altura de la libertad.