Existen diferentes tipos de don. El don de la creación. El don de la ubicuidad. El don de la clarividencia. Etcétera. Pero ninguno es tan especial como el don de ganarse el cariño de la gente. Y en ese departamento Fernando Valenzuela era un experto.
Un hombre puede llegar a esas instancias por distintos caminos. Al Toro le tocó a través de su brazo biónico. Nació tocado por la gracia. Pocos son los elegidos. Pero más pocos aún son aquellos que logran estar a la altura de su circunstancia. A Valenzuela lo impulsó el hambre. La que se siente en las tripas sí, pero también el deseo de mostrarle al mundo el regalo que Navojoa, Sonora le tenía preparado. Mezcla de talento y humildad, a los diecinueve años logró lo que miles y miles de prospectos no consiguen cada temporada: ser fichado por nada menos que los Dodgers.
Existen astros cuyo esplendor es tan fulgurante que inventan un nuevo vocablo. El Toro desató la Fernandomanía. Término que denominaba al fenómeno que se había creado no sólo en Los Ángeles, sino también a lo largo y ancho de la República Mexicana. De la noche a la mañana las calles de las grandes urbes, de las provincias infrecuentadas, y hasta de los pueblos más alejados, se llenó de un ejército de fanáticos de todas las edades, (niños, mujeres y hombres), que salían a la calle vistiendo los colores de los Dodgers.
Aficionados al béisbol de todo el país renunciaron a seguir a sus equipos tras la irrupción de la Fernandomanía. Cambiaron a Medias Rojas, a Atléticos, a Bravos, por los Dodgers. Fui testigo privilegiado. Vi a mi padre dejar de seguir a sus amados Rangers para engrosar las filas de la nueva sensación de veinte años. Y como si fuera un miembro más del equipo, desde entonces salía a la calle uniformado. Pantalón de mezclilla, botas, chamarra (en invierno, en verano playera) y gorra de los Dodgers.
ASÍ FUERON LOS PRIMEROS AÑOS de la década de los ochenta. Ningún otro mexicano en las Ligas Mayores ha amasado tanta popularidad como El Toro. Ni Teodoro Higuera, ni Aurelio Rodríguez. Valenzuela conquistó a los expertos con su tirabuzón. Y se ganó el corazón de la gente con su carácter reservado. Lo que despertaba todavía más la admiración de las clases populares. Uno de los nuestros, así consideraban a ese muchacho de veinte años que daba cátedra desde el montículo.
El cariño que despertaba Fernando era expansivo. Y no tardó mucho para que la gente empezara a idolatrar a Tom Lasorda. El hombre que además de mánayer del equipo se convirtió en un mentor para El Toro. Algo que se antojaba impensable después del encono que despertó entre los mexicanos asentados en Los Ángeles el desalojo que sufrieron de Chávez Ravine para
ahí construir el estadio de los Dodgers. Existe un disco que documenta musicalmente dicho episodio: Chávez Ravine de Ry Cooder.
El Toro fue Dodger hasta la muerte, a pesar de haber desfilado por otras escuadras.
El romance entre El Toro y la fanaticada reconcilió a la comunidad mexicana con el equipo. Algo que sin la figura de Valenzuela quizá nunca hubiera ocurrido. En parte gracias a la sobriedad con la que se condujo el pelotero. En la tierra del glamur, en la que Hollywood es el sueño más acariciable, Fernando impuso su sencillez. Lo que no le impidió conducir un Corvette. Algo que no pueden presumir todos los adolescentes que invierten sus fines de semana en los campos de béisbol llaneros de todo el país. Pero si algún día consiguen llegar a las Grandes Ligas tienen el ejemplo del Toro para no perder el piso.
En aquella época la manera de disfrutar el béisbol que más imperaba era escucharlo en la radio. En las calles de todo México los fans de Valenzuela sacaban una silla o una mecedora a la calle y sintonizaban los partidos de los Dodgers. Las alegrías y las penas entraban por el oído. Y esa veneración que provocó Valenzuela se pasó de generación en generación. Así lo demuestran las pruebas de afecto de cientos de miles de fanáticos que eran demasiado pequeños durante la Fernandomanía pero que ahora que ha fallecido El Toro han expresado su admiración en artículos, videos, posts, historias de Instagram, etcétera.
EN 1986 VALENZUELA VISITÓ TORREÓN. Hizo una demostración de lanzamientos en el Estadio Revolución. No sé si invitado por los Algodoneros del Unión Laguna o como parte de una gira nacional. Mi padre y yo bajamos al campo y nos tomamos una foto con él. Recuerdo sólo un aspecto de ese encuentro. La gran solemnidad del momento. He leído en muchas partes que Fernando era un tipo jocoso. Sin embargo, por lo que se aprecia en la foto más bien era ultra tímido. Mi padre me tiene cargado, tenía yo ocho años, y Fernando está junto a nosotros con las manos cruzadas sobre el guante.
Pero arriba del montículo Fernando se afilaba los cuernos. Se convertía en El Toro. Y embestía a los rivales, en ocasiones de manera inmisericorde. Como cuando lanzó ese juego sin hit ni carrera contra los Cardenales de San Luis. Si existe una hazaña a la que todo pítcher debe aspirar, además de ganar el Cy Young y la Serie Mundial (ambas las consiguió El Toro) era precisamente ésa. Congelar al enemigo. Atarle las manos y no dejarlo que utilice el bat. Y blanquearlo. No permitirle tomar acción en el juego. Por eso el béisbol es el único deporte que se podría calificar de perfecto.
Existen papeles que marcan a los actores. Gandolfini siempre será recordado como Tony Soprano. De la misma forma, hay jugadores que, aunque jueguen en otros equipos, serán recordados por uno solo. Es el caso del Toro, quien fue Dodger hasta la muerte, a pesar de haber desfilado por otras escuadras. Este tipo de simbiosis
está reservada sólo a unos cuantos. Desde la noticia de la partida del Toro no existe número más emocional que el 34. Que sumados dan siete. Que representa el número de la suerte. Y que para beneplácito de los cabalistas significa que El Toro estaba destinado a ser un grande.
Pero a los milagros deportivos ni pa qué buscarles explicación. Es mejor entregarse a ellos sin reservas. Y fue lo que hicieron los miles de fernandomaniacos que no se cansan de presumir lo orgulloso que se sienten de las victorias del Toro. Y no cualquier tipo de victorias. Varias extraordinarias. Fernando demostró que existe vida después de los Dodgers. Que existe vida después del béisbol. Mientras la gente te recuerde, mientras la gente te siga admirando, seguirás vigente. Y el retiro será sólo un espejismo. El talento de Fernando para ganarse el cariño continuó intacto hasta el último momento de su vida. Es un don que nunca se pierde.
Hace unos días El Toro realizó el último de sus lanzamientos antes de abandonar este mundo al que tantas alegrías le regaló. Estoy seguro que fue un strike.