Desde hace un par de años, de una forma por demás un poco triste, los festivales de música experimental, improvisación y jazz dejaron de suceder dentro de uno de los recintos históricamente caracterizados por darle cabida a propuestas más arriesgadas y difíciles: la UNAM. Se le recuerda como el espacio que alguna vez sostuvo festivales tan atrevidos como Radar o Aural, apuestas que por su naturaleza permitieron las presentaciones en México de músicos únicos como Mike Patton o Fred Frith. Hoy día, Casa del Lago concentra casi en exclusiva muchas de estas presentaciones, siendo la última de ellas la de Valentina Magaletti.
EN UNA CIUDAD DE MÉXICO CUYA OFERTA es cada vez más amplia, diversa y esquizoide, el público parece un poco condenado a escuchar y vivir sólo aquello para lo que le alcanza. La obsesión por estar en todo concierto, en todo evento y en toda presentación, demanda una gran cantidad de tiempo, esfuerzo y dinero. La mayor parte apenas puede costearlo. Si a esto sumamos la idea del miedo a perderse de algo, no queda más que una audiencia transformada en una especie de perseguidores sin mucha guía, pero con muchas ansias.
Me parece entonces que este es un buen momento para repensar el papel de la UNAM como un gestor cultural capaz de arrojar algo de luz sobre esa ansiedad. Muestra clara de ello, es el Festival Cultura UNAM, donde talentos nacionales e internacionales se reunieron desde el 22 de septiembre hasta el 14 de octubre pasado para ofrecer uno de los programas más interesantes de tiempos recientes dentro de los consumos culturales de este país.
De todo el festival me quedo con un par de actos que, por su singularidad, merecen ser recordados por lo menos mediante la palabra escrita: la presentación de la legendaria pianista de jazz Sylvie Courvoisier, en formato de trío junto a Ned Rothenberg —saxofón, clarinete e instrumentos de viento—, y Nasheet Williams —batería— y las exploraciones multinstrumentales del no menos legendario Stephan Micus. Ambas presentaciones sucedieron en el auditorio del MUAC; exigieron paciencia y una apertura que no siempre puede esperarse del público acostumbrado a la gratificación inmediata, pero sobre todo ambas pertenecen al tipo de presentación cuyo capital social está prácticamente en cero y sin embargo, no habrá forma de que los oídos más atentos no hablen de ellas en el futuro.
Rothenberg y Williams se comportan como deben. Se requieren músicos muy sagaces y capacitados para hacerle segunda a la exigencia de Courvoisier.
POR LA FORMA EN COMO SYLVIE Courvoisier ataca el piano, es de esperarse que si hubo en ese recinto alguien que no la conociera, terminara encantado. Ya fuese por su agilidad para ejecutar progresiones que el mismo Monk consideraría arriesgadas o por lo intempestivo de su interpretación que no duda en hacer los cambios más brutales de pedales o usar todo el antebrazo para aplastar al piano. Rothenberg y Williams se comportan exactamente como deben. Se requieren músicos muy sagaces y capacitados para hacerle segunda a la exigencia de Courvoisier. Son los indicados. La comunicación que tienen representa lo mejor del jazz en el sentido de una experiencia colectiva entre músicos de diverso orden. Capaces de leer los movimientos y la ejecución de sus alternos con la sabiduría de quienes aparentan conocerse de toda la vida. Pero Courvoisier es la guía, el deambular de sus manos sobre el piano tiene la firmeza de una voluntad inquebrantable y la euforia de una improvisación salvaje. Sólo ella sabe hasta dónde puede revelar su misterio, pero, aun si jamás llegamos a entenderlo del todo, la presentación que ha hecho servirá de guía para quienes no olvidan tan fácil, para quienes no pasan a la siguiente página sin detenerse a pensar lo que han vivido.
Lo de Stephan Micus no es de ninguna forma menor. Es uno de los músicos con el oído más versátil. Ha dedicado su vida a coleccionar
sonidos y clasificarlos para que todas sus presentaciones tengan siempre un ingrediente sorpresivo. Muchas veces no es el dueño de lo que sucede con todos los sonidos que dispone sobre el público. Es dueño, acaso, de las ideas. Pero el sonido trata a Micus como un médium, como un transformador y catalizador. Es a través de él que escuchamos algo inusual: la idea de una música que parece estar en tono con la vibración de nuestros cuerpos, la idea de una armonía cuya mediación sólo es posible cuando un tipo de sus características se planta frente a ti con la intención de hacerle una transformación radical a tu forma de escuchar. Verlo en vivo supone el mismo nivel de descubrimiento que el escuchar cualquiera de los primeros álbumes que grabó para JAPO, el sello alterno de ECM, dedicado a una exploración más espiritual de la interpretación, pero con un hilo de improvisación jazzística que la hermana profundamente con su sello madre. Por eso era importante que apareciera, de pronto, en el saturado panorama de expresiones musicales de esta ciudad: su paciencia para interpretar, es también una invitación a descansar frente a la imperante ansiedad de querer escucharlo todo. Su presentación simplemente no está en este tiempo.
La conjunción de ambos actos dentro de un solo festival y un solo recinto permite leerlos como un esfuerzo transformador, el empuje de un tiempo donde escuchar e interpretar se necesitan mutuamente para no depender de la lógica comercial que muchas veces los hace posibles. La creación de esos espacios no compete únicamente a la UNAM, pero por algún lugar se empieza. Si ese lugar, además, puede impulsar una transformación de la figura del escucha, entonces quizá podamos entender que el tiempo y el espacio de la música siempre debe tener algo fuera de las estrategias comerciales de consumo, porque sólo fuera de ahí puede la música adquirir un tinte poco menos que sagrado.