Hace unos días, para romper el hielo y cambiar la rigidez de una reunión laboral, en la universidad en que enseño (Macaulay Honors College de la CUNY), nuestro decano académico, el filósofo Roblin Smeeks, pidió que pintásemos en un papelito la imagen del animal con el que más nos identificamos.
Elegí a la libélula, la dibujé sin mayor problema, a un solo color (una injusticia, sus cuerpos suelen tener preciosos diseños, plenos de adornos (absurdo llamarlos “adornos”, pues son mucho más que adornos: son arte (porque el arte no es jamás un adorno, ni tiene adornos: si arte es, su forma es su fondo, su apariencia, lo que le vemos, es su razón de ser y es lo que abre el diálogo). En el caso de la libélula, ese arte lo es además porque son de esqueleto externo, como un buen poema: su sentido es su forma, el fondo es la forma, la forma es sentido: todo significa en un poema porque nada, si es poema, resulta ornato.
Los cuerpos de las libélulas reflejan un mundo, como los antiguos habitantes de la Isla Pintada en los Mares del Sur, según reseña el Códex Boxer, o Códice Bóxer, escrito por una docena de manos para dejar constancia de lo distintos y sorprendentes que eran los modos de vida, rituales y creencias de los habitantes de las miles de islas de aquella región del globo.
Los pintados literal dibujaban su piel: tatuados de los pies a la cabeza, sin ropas vestían sus trazos. Dan un sentido mayor a la limitación humana de que habla la filósofa y gran poeta María Zambrano: el ser humano es el único animal desnudo.
La cultura de los habitantes de la Isla Pintada, humanos vestidos aun sin ropa, expresaban en su forma de vestir un singular refinamiento artístico: de modo carnal, sensual y visible (y poético, entre paréntesis), expresan lo que somos: seres que preguntamos en nuestros códigos cuál es nuestro sentido y razón de existir, y que imprimimos en el mundo que habitamos, de la manera más perdurable que nos es posible, nuestras preguntas. Porque comprendemos que si no imprimimos nuestras preguntas, somos sólo depredadores: seres sin causa, destructivos.
Son de esqueleto externo, como un buen poema: su sentido es su forma, el fondo es la forma, la forma es sentido: todo significa en un poema porque nada, si es poema, resulta ornato
Pues los Pintados, en su cultura, escribían en su cuerpo los mensajes. Sus tatuajes son arte, son fondo y forma, y cuerpo, diálogo, relación con otro, con la Tierra, con el sistema planetario, con el Cosmos, con el gran misterio de habitar en el universo, siempre en expansión, siempre estallando, como las preguntas que nos hacemos sobre éste. Y lo hacen desnudos: un arte, unos humanos que son preguntas ambulantes.
Cito del mismo Códice Boxer algunas frases que definen a las personas de los Mares del Sur: “Son temerosos sin remedio”… Y en su voz: “Somos la gente del cielo”. A la libélula que soy le gusta particularmente esto último, “somos la gente del cielo”, y ahí habitaban en su pequeña isla, rodeados del mar, en su navegación intuitiva, vestidos con sus dibujos.
REGRESO A UNA ALA ROTA DE ESTE TEXTO: ¿por qué escogí como mi espejo a la libélula? Porque la libélula nace en la superficie del agua, y vive el resto de su vida en el aire, ajena al medio que la recibió a la vida. Porque la libélula, pues, siempre está en un ambiente que no es el de ella. Porque su vuelo tiene un no sé qué de rápida inestabilidad, confrontación de esta inestabilidad, entendimiento vía la intuición, y dominio de ella, aún sin borrarla. A mis ojos, la guía la intuición, así llega a la certeza.
Estos artrópodos son del orden Odonata, suborden anisópteros, del griego anisos, desigual y pteron, ala: son el ser de alas desiguales. Tiene dos juegos de alas para manejarlas independientes, como si en ella vivieran dos seres distintos. Por ser artrópodo, el esqueleto es exterior, nuestra intimidad contiene la piel, se expande hasta donde se siente contenida. Nuestras cuatro alas son extensión del esqueleto exterior.
De modo que si la libélula tuviera piel, su piel sería interna, como es la mía, mi yo libélula escritora.
La cabeza de la libélula es de mayor anchura que el resto del cuerpo, y ahí lo más grande son sus ojos compuestos: ven los 365 grados. No tienen párpados: todo el tiempo ven.
Por todo eso, y porque no sé por qué, mi casa de Coyoacán es un cementerio de libélulas: a las escaleras que van de la sala a las recámaras, llegan a morir las libélulas. O sí sé por qué vienen a morir a casa: saben que somos hermanas, que, nacidas sobre el agua, volamos con instinto de nadadoras, nuestras alas desiguales, e impúdicas mostramos nuestro esqueleto. Porque el mío, como ahora lo explico, creció de palabras: mi mamá murió cuando yo que tenía 15 años y parecía (y era) una niña aún. A su muerte, di el estirón y aparecieron las formas de mujer. Y yo no reconocía mi cuerpo, ahora distinto, ni mi entorno. Mi familia se desmoronaba (papá no supo qué hacer con la viudez, se enredó de inmediato con una mala persona, se casaría con ella que sólo deseaba vernos muertos, a mí y a mis hermanos, la pequeñita de dos años). Mi ciudad, con la salida del regente Uruchurtu que nos la había mantenido cercada con muros invisibles, estrenó el metro el día de mi cumpleaños 15: de pronto, fue visible la México macrópolis, y la ciudad cambió de piel: entró la gente que vivía en las periferias porque ésta, ésta era su ciudad.
Sin mi cuerpo, sin mi casa, sin mi ciudad (que nació sobre lagos y ríos), la libélula que soy se dijo: “yo soy escritora”, y con esa convicción absurda (un escritor se hace, no se cree escritor) construí mi persona, mi columna vertebral, mi sostén. Me salvé así del derrumbe. Esa ilusión (ser escritora) me construyó. No soy otra cosa.