EL DIABLO DE LAS ERRATAS
En la baja Edad Media, al monje Juan de Gales se le ocurrió inventar un diablo menor en el universo de la oscuridad, pero grande para el planeta de los escritores, a quien llamó Titivillus, le asignó la tarea de identificar y llevar al infierno las palabras equivocadas expresadas por los clérigos. Con la llegada de la imprenta, ese maléfico personaje amplió sus territorios y pasó al taller donde construyó un complejo mundo de errores multiplicados. Es así que desde entonces, ha reinado con astucia y poderes de invisibilidad, como un santo patrón de los perversos gazapos tipográficos. En el ámbito hispánico se intentó su exorcismo mediante un riguroso marco legal, registrado en leyes y decretos, sin embargo nada detuvo sus maldades y los talleres novohispanos no fueron un territorio ajeno a su serpenteante caminar.
Marina Garone Gravier, “El pecado original de las imprentas. Apuntes para una historia de las erratas en la Nueva España”. Discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, 2024.
LA NAVE DE LOS LOCOS
El Narrenschiff (la nave de los locos, en el original alemán) es evidentemente una composición literaria inspirada sin duda en el viejo ciclo de los Argonautas, que ha vuelto a cobrar juventud y vida entre los grandes temas de la mitología […].
De todos estos navíos novelescos o satíricos, el Narrenschiff es el único que ha tenido existencia real, ya que sí existieron estos barcos, que transportaban de una ciudad a otra sus cargamentos insensatos. Los locos de entonces vivían ordinariamente una existencia errante. Las ciudades los expulsaban con gusto de su recinto; se les dejaba recorrer los campos apartados, cuando no se les podía confiar a un grupo de mercaderes o de peregrinos. Esta costumbre era muy frecuente sobre todo en Alemania; en Nuremberg, durante la primera mitad del siglo XV, se registró la presencia de 62 locos; 31 fueron expulsados; en los cincuenta años siguientes, constan otras 21 partidas obligatorias; ahora bien, todas estas cifras se refieren sólo a locos detenidos por las autoridades municipales. Sucedía frecuentemente que fueran confiados a barqueros: en Francfort, en 1399, se encargó a unos marineros que libraran a la ciudad de un loco que se paseaba desnudo; en los primeros años del siglo XV, un loco criminal es remitido de la misma manera a Maguncia. En ocasiones los marineros dejan en tierra, mucho antes de lo prometido, estos incómodos pasajeros… A menudo, las ciudades de Europa debieron ver llegar estas naves de locos.
Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, Tomo I, trad. Juan José Utrilla, FCE, 2014.
LA ESCUCHA DE LAS MUJERES
“Las mujeres sienten curiosidades sin mezcla, su mente es indagatoria y chismosa aunque también inconstante, no imaginan o no anticipan la índole de lo que ignoran, de lo que puede llegar a hacerse, no saben que los actos se comenten solos o que los pone en marcha una sola palabra, necesitan probar, no prevén, quizá ellas sí están dispuestas a saber casi siempre, en principio no temen ni desconfían de lo que pueda contárseles, no se acuerdan de que después de saber todo cambia a veces, incluso la carne o la piel que se abre, o algo se rasga”, afirma el personaje principal de una de las mejores novelas de Javier Marías.
Javier Marías, Corazón tan blanco, Anagrama, 1997.
CÓDIGOS MORALES DIFERENTES
Darío, rey de la antigua Persia, se sintió intrigado por la variedad de culturas que encontró en sus viajes. Había descubierto, por ejemplo, que los calacios (una tribu de la India) tenían la costumbre de comer los cadáveres de sus padres. Los griegos, por supuesto, no lo hacían; los griegos practicaban la cremación y consideraban la pira funeraria como la manera natural y adecuada de deshacerse de los muertos. Darío creyó que un entendimiento profundo del mundo debía incluir una apreciación de tales diferencias entre culturas. Un día, para enseñar esta lección, llamó a algunos griegos que casualmente estaban en su corte y les preguntó a cambio de qué comerían los cadáveres de sus padres. Ellos se escandalizaron, tal como Darío sabía que lo harían, y contestaron que ninguna cantidad de dinero podría persuadirlos de hacer algo semejante. Entonces Darío llamó a algunos calacios, y mientras los griegos escuchaban, les preguntó a cambio de qué incinerarían los cuerpos de sus padres muertos. Los calacios quedaron horrorizados y le dijeron a Darío que ni siquiera mencionara algo tan espantoso.
Este relato, narrado por Heródoto en su Historia, ilustra un tema recurrente en la literatura de ciencias sociales: culturas diferentes tienen códigos morales diferentes. Lo que es correcto dentro de un grupo puede ser completamente detestable para los miembros de otro, y viceversa. […]
Es fácil dar ejemplos adicionales del mismo tipo. […] Las costumbres de los esquimales resultaron ser muy diferentes a las nuestras. Los hombres a menudo tenían más de una esposa, y las compartían con sus huéspedes, prestándoselas por la noche en señal de hospitalidad. Además, dentro de una comunidad, un hombre poderoso podía pedir y tener acceso sexual regular a las esposas de otros. Sin embargo, las mujeres eran libres de romper estas disposiciones simplemente dejando a sus esposos y asociándose con otros; esto es, eran libres en tanto que sus ex esposos no decidieran quejarse.
James Rachels, Introducción a la filosofía moral, trad. Gustavo Ortiz Millán, FCE, 2007.
EPÍLOGO DE UN PERRO
Orfeo […] encontróse huérfano. Cuando saltando en la cama olió a su amo muerto, olió la muerte de su amo, envolvió a su espíritu perruno una densa nube negra. Tenía experiencias de otras muertes, había olido y visto perros y gatos muertos, había matado algún ratón, había olido muertes de hombres, pero a su amo le creía inmortal. Porque su amo era para él como un dios. Y al sentirle ahora muerto sintió que se desmoronaban en su espíritu los fundamentos todos de su fe en la vida y en el mundo, y una inmensa desolación llenó su pecho.
Y acurrucado a los pies de su amo muerto pensó así: “¡Pobre amo mío!, ¡pobre amo mío!, ¡se ha muerto; se me ha muerto! ¡Se muere todo, todo, todo; todo se me muere! Y es peor que se me muera todo a que me muera para todo yo. ¡Pobre amo mío!, ¡pobre amo mío! Esto que aquí yace, blanco, frío, con olor a próxima podredumbre, a carne de ser comida, esto ya no es mi amo. No, no lo es. ¿Dónde se fue mi amo?, ¿dónde el que me acariciaba, el que me hablaba?
“¡Qué extraño animal es el hombre! Nunca está en lo que tiene delante. Nos acaricia sin que sepamos por qué y no cuando le acariciamos más, y cuando más a él nos rendimos nos rechaza o nos castiga. No hay modo de saber lo que quiere, si es que lo sabe él mismo. Siempre parece estar en otra cosa que en lo que está, y ni mira a lo que mira. Es como si hubiese otro mundo para él. Y es claro, si hay otro mundo, no hay éste.
“Y luego habla, o ladra, de un modo complicado. Nosotros aullábamos y por imitarle aprendimos a ladrar, y ni aun así nos entendemos con él. Sólo le entendemos de veras cuando él aúlla… Pero ladra a su manera, habla, y eso le ha servido para inventar lo que no hay y no fijarse en lo que hay… La lengua le sirve para mentir, inventar lo que no hay y confundirse. Y todo es en él pretextos para hablar con los demás o consigo mismo. Y ¡hasta nos ha contagiado a los perros! […]