1964. Jorge Ibargüengoitia hace un viaje a La Habana. Ahí, tiene encuentros con reporteros: “En las catorce entrevistas me tomaron cerca de doscientas fotos. No hubo una que saliera bien. Me tomaron con la boca abierta, con la lengua de fuera, con los ojos entrecerrados, o como si estuviera saliendo de un ataque de apoplejía. Me tomaron en la oscuridad, o con luz excelente y la bragueta desabrochada. Me tomaron con una mano levantada, como si estuviera espantando una mosca, o con las manos en las caderas como si estuviera bailando una jiga”.
Desconozco si algún estudioso haya hecho la investigación en la prensa cubana y obtenido estas envidiables fotografías. Suponiendo, sin conceder, que lo afirmado por el autor sea cierto, me sorprende que las fotografías de otros momentos de la vida de Ibargüengoitia que aquí y allá encontramos sean bastante decentes, o que no haya algunas que lo hagan ver de manera tan desventajosa. Uno debe llegar a la conclusión de que, o los fotógrafos cubanos tuvieron en esas semanas de 1964 un generalizado ataque de ineptitud… o de que en aquel párrafo de “Revolución en el jardín” (Revista de la Universidad de México, julio de 1965), Ibargüengoitia mentía.
SI ALGO SE APRENDE AL LEER A IBARGÜENGOITIA es que no debemos tomar nada al pie de la letra. Su prosa, en la vena de Jonathan Swift, es una escuela de la suspicacia ante la palabra, que aquí ya no es el utensilio de la veracidad sino de la hipérbole, la inexactitud o la maledicencia.
This heaven cerveza gives me migraine
Ese párrafo sobre los fotógrafos cubanos explica el modo literario de Ibargüengoitia en buena parte de su obra. Este modo es lo que me atrevo en llamar, admitiendo la paradoja, “autoparodia indirecta”. El cronista reporta que existen imágenes donde él mismo aparece en posturas ridículas. El cronista no tiene empacho, pues, en generar estampas donde él sale horriblemente representado. El autor es vocero de las visiones distorsionadas que los demás reproducen de sí. Pero, al ser el propio incriminado el autor de los escritos, Ibargüengoitia es de hecho el fotógrafo cubano de sí mismo.
La autoparodia indirecta es motor creativo de no pocos de sus artículos, como los de Viajes en la América ignota (1972) y Sálvese quien pueda (1975), y los agrupados después de su muerte en Instrucciones para viajar en México (1990), La casa de usted y otros viajes (1991), ¿Olvida usted su equipaje? (1997), Ideas en venta (1997) y Misterios de la vida diaria (1997). Esos escritos han sido ubicados en la franja periodística de su obra. Sin embargo, el modo autoparódico se halla también en los cuentos de La ley de Herodes (1967), que ha sido descrito como una compilación de narraciones autobiográficas. Cierto: el protagonista suele ser un joven escritor llamado “Jorge Ibargüengoitia”, quien refiere sus desventuras. Pero algo no encaja. Ese Jorge Ibargüengoitia entre comillas se manifiesta, sin ocultar nada, con una pauta de conducta de cariz primitivo e infantil como respuesta a un entorno adverso a sus caprichos. Es, sí, un artista en busca de su lugar en el mundo y, también, poco menos que un adolescente berrinchudo.
En el primer relato de La ley de Herodes, “El episodio cinematográfico”, el narrador se reúne con dos colegas para trabajar en la escritura de un guion: “aquella noche insistí tanto en defender mi idea que ellos se impacientaron y acabaron por ignorar mis argumentos. Al ver que no me hacían caso, me ofendí tanto, que me levanté de la mesa […], entré en la cocina y me hice un huevo frito”.
Ibargüengoitia escarnece al varón venenoso al hacerlo enfrentar no sólo el fracaso, sino el ridículo, por el contraste que se da entre su oficio letrado y su proceder de cavernícola
El hombre insistió mucho en defender su idea. Ante su pertinacia, los demás desoyeron sus palabras. Al verse así de desairado, se niega a seguir conversando. Esto es: desea imponer su argumento sin tomar en cuenta los ajenos. Hace un desplante que lo lleva a una acción pueril: ¿por qué al ofenderse decide este hombre adulto meterse a la cocina y freírse un huevo? Lo que llama la atención es que el narrador hace alarde de su comportamiento con descaro, sin pudor, como si fuera obvio que nosotros estaremos de su lado. Por supuesto, el autor ha logrado que esto no ocurra así: claro que no le damos la razón tan fácilmente. Y, al final, la mención del huevo frito, por inesperada e ilógica, potencia el humor absurdo.
Enumero otros ejemplos. En “La ley de Herodes”, el cuento que da título al libro, el narrador recuerda lo que él considera la humillación de sufrir un examen rectal y que se convirtió en el origen de un pretendido desprestigio, a raíz de la indiscreción de su entonces pareja, Sarita. (Este cuento puede ser leído como una metáfora de las relaciones de los intelectuales mexicanos con las instituciones de Estados Unidos.)
EN EL CUENTO “MANOS MUERTAS”, conocemos sus traspiés de ingenuo y de terco a la hora de adquirir una casa de manera irregular. “Mis embargos” es la historia de sus penurias en el campo del dinero y los torpes acuerdos con una prestamista. En todos ellos, la pauta es recurrente: por más errores que cometa —y son muchos—, por más necedades en que caiga —y son demasiadas—, este hombre siempre halla el modo de eximirse, en sus recuentos, de la responsabilidad. Una cita paradigmática está en “Mis embargos”: refiere que la prestamista, “Doña Amalia tuvo la culpa de que yo no le pagara, por no presentarse a tiempo a cobrar”. Cuando es obvio que el causante de sus tropiezos es él mismo, adopta un tono retador: “Solicité la beca, y cuando me la concedieron la acepté; y es más, Sarita también la solicitó y también la aceptó. ¿Y qué?”
De lo anterior se concluye que este hombre no tiene reparos en mostrarse con una conducta cobarde, testaruda, alevosa, inconsecuente, de púber iracundo; al mismo tiempo, parece buscar que se fije en nosotros la impresión de que son los otros la causa de su comportamiento. Pero estamos ante alguien hábil para exagerar o mentir. Pues en los cuentos de La ley de Herodes no nos queda más que entender que este “Jorge Ibargüengoitia”, así, entre comillas, es no una víctima de conjuras invencibles sino, sencillamente, un desastre de persona.
¿Qué es ese impresentable “Jorge Ibargüengoitia”?
Es una representación paródica de lo que se ha llamado “masculinidad tóxica” y que, en busca de términos menos rugosos al oído, llamaré de aquí en adelante “la hombría ponzoñosa” o “el virus del varón venenoso”, pues si algo podemos reprochar a las ciencias sociales es la nula audacia poética y la excesiva tendencia a la rispidez cacofónica a la hora de nombrar síndromes, conductas y patrones.
Ciertamente, no es este autor el primer varón de la literatura universal que manifiesta de modo crudo las falencias y mezquindades del varón mismo. Si bien a lo largo de los siglos la escritura de carácter satírico clavó el inclemente cuchillo de la burla en soldados fanfarrones, barberos y médicos venales, sacerdotes ignorantes o leguleyos tramposos, no podemos decir que en todas esas páginas se distinga de manera central lo nocivo del privilegio masculino.
Ibargüengoitia escarnece al varón venenoso al hacerlo enfrentar no sólo el fracaso, sino el ridículo, por el contraste que se da entre su oficio letrado y su proceder de cavernícola. El mundo ya no está hecho para cumplir sus caprichos de niño malcriado. El humor surge del embate entre la persistencia de un porte grotesco y los modos en que el entorno se obstina en hacer naufragar ese comportamiento. El que este libro se considere una compilación de narraciones autobiográficas o que se rebaje a chismes, como lo veía la escritora Rosario Castellanos, deriva de la falacia que identifica al autor con el narrador. Más bien, La ley de Herodes es un ejemplo adelantado de autoficción, como ha señalado Alejandro Lámbarry. Añado un adjetivo: es una forma de autoficción paródica cuyo triunfo deriva del don de Ibargüengoitia para referir los sucesos más irrisorios y estrambóticos de la manera más indiferente y antidramática posible.
EN EL CUENTO “LA MUJER QUE NO”, el varón sigue su impulso de conquista sexual con una mujer que le atrae, pero con la que, por una serie de coincidencias y circunstancias infaustas, nunca logra tener relaciones. En la escena culminante, este hombre consigna:
Me levanté de mi asiento, me acerqué a ella que seguía bailando como poseída y, con una fuerza completamente desacostumbrada en mí, la levanté en vilo y la arrojé sobre el couch. Eso le encantó. Me lancé sobre ella como un tigre y mientras nos besábamos apasionadamente, busqué el cierre de sus pantalones verdes y cuando lo encontré, tiré de él… y ¡mierda!, ¡que no se abre! Y no se abrió nunca. Estuvimos forcejeando, primero yo, después ella y por fin los dos, y antes regresó el marido que nosotros pudiéramos abrir el cierre. Estábamos jadeantes y sudorosos, pero vestidos y no tuvimos que dar ninguna explicación.
El cierre descompuesto de los pantalones verdes es el obstáculo definitivo de una larga nómina de fallas y tropiezos que ha sufrido el narrador en su afán de tener relaciones sexuales con “la mujer que no” del título. Y, a la manera de los fotógrafos cubanos que simbolizan un modo de escritura sustentado en la autoparodia indirecta, el cierre descompuesto de los pantalones verdes de la mujer deseada es el símbolo de la derrota del hombre de impulsos primitivos en la modernidad. Observemos que la mujer viste pantalones, no una falda, lo que mucho expresa de un cambio de paradigmas en la actitud del personaje femenino ante el entorno. Y el cierre tiene el imprevisto poder de privar al hombre del goce que ha anhelado tanto tiempo, cuando “la mujer que no” ha dicho que sí finalmente; de esta forma, si el cierre, un objeto inofensivo e intrascendente que de otra manera ni sería mencionado, logra una cosa tan rotunda, no queda más por hacer. Este moderno Don Juan se halla condenado a vivir el castigo de Tántalo.
Por supuesto, el título del cuento es una elipsis: falta el verbo. ¿“La mujer que no”… qué? Lo fácil es concluir que el título completo es “la mujer que no pude llevarme a la cama” o “la mujer que no tuvo sexo conmigo”. Este escrito se inspira en el vínculo del verdadero Ibargüengoitia con una joven artista, pero es posible leerlo fuera de su raíz biográfica. ¿Qué mayor logro puede apuntar en su cuaderno de hazañas el varón que llevarse a la cama a las mujeres guapas? Al no alcanzarlo, y al relatar él mismo, de modo tan detenido, estas desventuras, el narrador de “La mujer que no” da figuración literaria a una forma descalabrada de la masculinidad: se trata del “hombre que no”. Pero, ¿“que no”… qué? El hombre que, en el entorno emergente de la modernidad urbana en que las mujeres se han incorporado a la vida profesional y luchan por la igualdad entre los sexos, no logra hacer efectivos sus privilegios de varón y que, contrariado, persiste en comportarse de modo virulento, cobarde o por lo menos maledicente. Porque este es el último reducto de la hombría ponzoñosa: aunque él mismo salga mal parado, el varón no se va a hundir en la noche del ridículo sin jalar los manteles de la mesa, sin llevarse consigo el privilegio de la palabra. Es, así, el hombre que no entiende que no entiende y que además no puede quedarse callado.
Antes de avanzar en ese camino, haré un paréntesis de naturaleza onomástica.
En un artículo donde reflexiona sobre el nombre de las personas (“Catálogo onomástico”), el autor acepta tener un nombre de pila “que no sirve para nada. Si digo por teléfono: —Habla Jorge. Me preguntan irremisiblemente ‘¿Cuál Jorge?’, porque hay catorce que pudieron haber hablado”.
SEGÚN CUENTA EN OTRO ARTÍCULO de Viajes en la América ignota, el director del instituto californiano donde dio clases de español —a quien por su cuenta bautiza como Monsieur de la Robe de Chambre, el Señor Bata de Dormir— le acorta el apellido a “Ibar”. Juan Villoro ha recordado la recomendación que Rodolfo Usigli hizo a Ibargüengoitia de abreviar su vasco apellido a sólo las dos primeras sílabas. En otro escrito, hace el autor guanajuatense un recuento de los maestros que tuvo a lo largo de los años. Recuerda el caso de Farolito, profesor de geografía en quinto grado de la escuela primaria, quien nunca se aprendió bien el apellido de ese alumno que con el tiempo se volvería escritor. Farolito nombra a ese estudiante “Ibasgonguitia”.
El caso de mi propio nombre de pila, que desde que estuve en la escuela primaria ha sido origen de toda clase de confusiones, alteraciones y bromas, me autoriza a la siguiente alevosía. Me apoyaré en estas instancias que he citado para señalar cómo en la escritura del autor ya se encuentra el rejuego de las posibilidades de traslocación de la identidad a que da pie tener, en su caso, un apellido tan barroco y poco común.
He dicho que es inexacto llamar este libro un volumen de narraciones autobiográficas, pero el origen de esta confusión tiene sus causas. El “Jorge Ibargüengoitia” de La ley de Herodes es un personaje que comparte con el real nombre, antecedentes familiares, estudios universitarios, problemas financieros y la ambición de triunfo literario. Pero hasta ahí. Para resolver, aunque sólo por esta vez, la confusión entre autor y personaje, se me ocurre unirme al listado de personas y personajes que alteraron el apellido vasco del escritor mexicano. Y lo que haré es entonces llamar al personaje creado por Ibargüengoitia a partir de sí mismo con el nombre de “Jorge Ibasgonguitia”: el hombre que no, el alter ego paródico.
Desde este punto, es posible ir aclarando la mezcolanza del autor Ibargüengoitia y el personaje Ibasgonguitia.
El autor utilizó a su personaje para manifestar humorísticamente otro rasgo muy propio, aunque no exclusivo, de la hombría ponzoñosa: el de opinar.
En Sálvese quien pueda aparece un artículo titulado “Desfiles”. En él, un hombre a quien el autor identifica como el “único admirador confeso de Victoriano Huerta” —el militar asesino que usurpó la presidencia de México en 1913—, afirma: “El soldado mexicano es el mejor del mundo: puede caminar sin comer ocho días. El gringo es el peor soldado: necesita tomar helados. Cuando el soldado mexicano está bien comido, marcha como ningún otro”. No es difícil imaginarse a este señor a quien el articulista escuchó de niño pontificar de manera doctoral y circunspecta: asume que sus oyentes quedarán impresionados por su voz firme y segura y lo irrebatible de sus opiniones sobre los ejércitos de dos naciones. ¿Qué ocurre cuando es el autor, y no algún supuesto familiar o amigo, quien deja salir de modo tan alegre su vena opinante?
En otro artículo del mismo Sálvese quien pueda, leemos lo siguiente:
La introducción en el mercado de los tacos sudados constituye uno de los momentos culminantes de la tecnología mexicana, comparable en importancia a la invención de la tortilladora automática o a la creación del primer taco al pastor. El taco sudado es el volkswagen de los tacos: algo práctico, bueno u económico.
¿Cómo debemos reaccionar ante esta tesis? El hilo que sigue la argumentación es idéntico a la del primer caso que cité, la del “único admirador confeso de Victoriano Huerta”. En este segundo caso, la respuesta más usual, conjeturo, es la risa: hay en esa voz una falsa seguridad erudita de sumo pontífice de las taquerías, que se ve degradada por la comparación chusca entre el taco sudado y un modelo de automóvil de marca alemana. Este articulista parece buscar que sus opiniones no sean irrefutables sino divertidas. Pueden sonar irreverentes, desmedidas o absurdas. Las opiniones del articulista no han de ser tomadas, pues, por su valor persuasivo sino como el vehículo para la expresión de un recurso más valioso y reconocible: el humor.
Más aún: en este caso, no estamos conociendo las opiniones serias del autor Ibargüengoitia sino las ocurrencias chuscas del personaje Ibasgonguitia, el protagonista de los cuentos de La ley de Herodes, vuelto en esos artículos la caricatura del varón ridículo metido a líder de opinión.
Pero veamos otro caso.
La primera sección de Sálvese quien pueda se llama “Las mujeres y los niños primero”. He de advertir que estos artículos, desde la óptica de nuestro tiempo, no se leen sin perplejidad.
Cito dos párrafos del artículo “Son atractivas, fatales y seducidas”:
—Desde tiempos inmemoriales —dicen las mujeres— los hombres nos han considerado objetos sexuales, y no se han dado cuenta de que somos seres humanos. ¡Cobardes!
Yo, francamente, creo que ésta es una exageración. La gran mayoría de las mujeres no son consideradas objetos sexuales más que a ratos, y cada una de ellas por una fracción diminuta de la población masculina. Algunas nunca en su vida han sido objeto de ese género de opresión.
Antes de cancelar al escritor Ibargüengoitia por prosa tan insensible, detengámonos a identificar quién habla. Este artículo hace oír un yo que usa un verbo auxiliar de juicio: “creo que”, para expresar de hecho un prejuicio con que desacredita la lucha de liberación femenina. Y —me permito recordar—, tres páginas antes, al final del artículo “¿Son inferiores?”, ese mismo varón relata el siguiente recuerdo:
El primer barrunto que tuve de que estaba tratando con seres inferiores me lo dio la policía. Todo ocurrió en la Glorieta Washington. Estaba
jugando con mis primos, los Cerrojo, y algo hizo mi prima Cerrojo que me enojé, le metí una llave y la tumbé al suelo. Inmediatamente apareció un gendarme.
De este modo termina el escrito. ¿Es una confesión autobiográfica? Sería ingenuo tomarlo como tal. Recordemos: lo afirmado por este autor no debe tomarse al pie de la letra. Ibargüengoitia es el antiliteral por excelencia. Lo que busca entregarnos es un artículo humorístico, no exactitud fáctica. De otra forma, ya tendríamos suficiente información sobre las costumbres agresivas y la violencia misógina del escritor mexicano y su persona real sería cuestionada a la manera de William Burroughs o Pablo Picasso.
Por otro lado, me pregunto: ¿Ibargüengoitia tendría interés en argumentar lo que realmente pensaba? ¿El autor humorístico que parecía no tomarse en serio nada podía tomarse en serio sus propias opiniones? ¿Para qué desearía eso? Quien habla ahí es, entonces, no Ibargüengoitia sino Ibasgonguitia. Por eso, sugiero leer la prosa periodística del autor como la par-
cela argumentativa de la autoficción paródica. El Ibargüengoitia de aquellas décadas del sesenta al ochenta lo que hizo fue llevar el periodismo a la autoficción: ofrecer en ese personaje, a quien me obstino en llamar Ibasgonguitia, la caricatura del líder de opinión, el varón insoportable que se daba licencia para opinar de todo lo que hay bajo el cielo y sobre la tierra con la inamovible contundencia de quien no está habituado a que se le lleve la contraria. Nada que no hallemos todos los días en las redes sociales.
Llegado a este punto, es inevitable no pensar en el general José Guadalupe Arroyo, el protagonista y narrador de la primera novela de Ibargüengoitia, Los relámpagos de agosto (1964). Cuando Arroyo describe en la dedicatoria del libro a Matilde, su pareja, como un “espejo de mujer mexicana, que supo sobrellevar con la sonrisa en los labios el cáliz amargo que significa ser la esposa de un hombre
íntegro”, lo último que se nos ocurre es creerle. Las palabras se desgastan, dejan de significar lo que estipula el diccionario cuando son usadas por el poder para fines mendaces. La prosa grandilocuente de la dedicatoria nos pone sobre aviso: es el recurso del mentiroso para distraernos y que no pensemos en buscar lo verdadero.
Otro ejemplo. Al final del capítulo VIII, luego de una tarde en casa de Arroyo, en que el protagonista y sus aliados se conjuran, especulan, discuten cómo eliminar a sus enemigos y exigir carteras en el gabinete del próximo presidente de la república,
el narrador apunta dos escuetos renglones: “Esa noche la pasamos en casa de Doña Aurora Carrasco, en sano esparcimiento”. Para este punto, quien lee liberado de la candidez sabe que Arroyo dice lo que dice para no decir otra cosa, lo que sí habría pasado. ¿Cómo no entender que la casa de Doña Aurora Carrasco ha de ser un prostíbulo y el sano esparcimiento fue sí, quizá, esparcimiento pero no sano en la acepción que su esposa pensaría?
El Ibargüengoitia de aquellas décadas del sesenta al ochenta lo que hizo fue llevar el periodismo a la autoficción
El recurso satírico funciona porque no es posible no advertir la discordancia entre la palabra escrita y los hechos omitidos, aquellos que no son narrados no porque no sean importantes en el mundo de la ficción sino porque no es necesario referir para que surjan en la imaginación de quien lee. Lo sustancial aquí es el conocimiento que vamos teniendo de Arroyo: sabemos que es un militar corrupto y un político arribista preocupado por fijar una versión favorable de los hechos en su libro de memorias, y esta preocupación es tan transparente que logra el efecto contrario: el autor se asegura así de que el lector no le crea nada al personaje. Los decires y opiniones de Arroyo, como los de Ibasgonguitia en los artículos, no han de ser tomados por su valor de verdad sino como rasgos psicológicos de un personaje irrisorio. Arroyo es otro hombre que no: el general que no consiguió el poder ni tampoco logrará convencernos de sus buenas intenciones.