El nuevo (y muchos consideran posiblemente el último) proyecto fílmico del legendario Francis Ford Coppola a sus 85 años es una cinta indefinible, polimórfica, caótica y caprichosa. Una obra que se quiere a la vez thriller gangsteril e intriga palaciega, drama familiar y de violencia política, desliz fantasioso y comedia estrambótica, enredo de ciencia ficción y pastiche shakespeariano. Megalópolis es un manifiesto decadente sobre el exceso y el ocaso del imperio americano. Trece años después de su estilizada cinta de horror Twixt, esta obra compleja es una acumulación de escenas y visiones azarosa que dibujan un boceto del ocaso del liberalismo y del orden cultural Occidental. Asimismo, es el oscuro y deslumbrante epílogo kitsch de una formidable carrera y una concepción del cine de prestigio. Coppola puede crear imágenes inolvidables, melancólicas y poéticas con una facilidad inquietante. Su destreza es innata y por momentos sublime. Asimismo, su fulgor estético puede deslizarse a lo burdo, a la simplonería y lo precipitado. Su uso del absurdo, lugares comunes y obviedades podrían verse como un reflejo de la exuberancia tóxica de Nueva Roma, que es un Nueva York de tarjeta postal, representado por símbolos arquitectónicos: el edificio Chrysler, la Estatua de Libertad, Madison Square Garden y la terminal de Grand Central. La trama más que ser el resultado de un guion parece tallada en el sedimento y los escombros de ideas acumuladas en 40 años.
Megalópolis comenzó como un ambicioso sueño que debía haberse concretado después de Apocalipse Now, pero que fue chocando con numerosos obstáculos. Desde los años 80 la cinta se volvió una obsesión para el director de El Padrino, quien se vio obligado a vender parte de su empresa vinatera, poner 120 millones de dólares de su bolsillo, recortar presupuestos, trabajar con un equipo disminuido y recurrir a soluciones baratas que lamentablemente se ven baratas: la ciudad desde las alturas parece una pintura tan rústica que sería apenas tolerada como set de televisión, las “multitudes” son risibles en tamaño y personajes que parecían importantes se esfuman sin razón aparente (¿Dónde quedó Dustin Hoffman, qué pasó con Talia Shire?). La fotografía digital de Mihai Malaimare tiene por momentos un gusto a publicidad, con una brillantez exagerada, artificiosa (varias secuencias fueron hechas con CGI y otras supongo con Inteligencia Artificial) y hepáticamente amarillenta.
LA PELÍCULA ES UN ESPEJO de las tribulaciones y problemas que le dieron origen. El protagonista, el arquitecto y científico visionario Cesar Catilina (Adam Driver) desea remodelar la urbe de acuerdo con sus ilusiones empleando el Megalon, una sustancia viviente de construcción que él ha inventado y que permitirá a la ciudad crecer de forma orgánica. Esta sustancia tiene el poder de curar organismos como un imposible elíxir alquímico. Cesar es un genio, un artista y un héroe soñador recipiente del Nobel, pero también un megalomaníaco, borracho y drogadicto que debe defender su visión de una nueva urbe contra el pragmatismo chato del alcalde Franklin Cicero
(Giancarlo Esposito), que desea construir casinos para atraer fondos y rescatar la devastada economía. El sueño del creador se contrapone a la vulgaridad de las apuestas en una ciudad parque temático de la depravación y la opulencia. Como Cesar, Coppola está obsesionado con el tiempo. Cesar truena los dedos y el mundo se paraliza por unos segundos, así como el director de cine con una orden detiene la acción y la reinicia. Este atributo más que intervenir en el desarrollo de la trama simplemente enfatiza la identificación de Coppola,
el cineasta que reinventó el cine, con el urbanista que desea erigir una utopía.
Réquiem por la muerte de una lavadora
La historia parte de la conjura del senador Lucius Sergius Catilina, un aristócrata vuelto populista que trató de derrocar a la república al eliminar a la élite y liberar a los pobres salvándolos de sus deudas en el año 63 a.C. Pero la similitud es mínima. Aquí Catilina ha obtenido permiso federal para demoler y construir su Megalópolis (“Una ciudad con la que la gente pueda soñar”). Esto enfurece a Cicero quien cree que lo importante es resolver los problemas reales de la gente al proveer: “Maestros, sanidad y empleos”. A esta confrontación se suma el hombre más rico de la ciudad, el banquero Hamilton Crassus III (Jon Voight, fatal), quien apoya y financia la visión de su sobrino Cesar; el ambicioso nieto de Crassus, Clodio (Shia LaBeouf, terrible) quien trata de eliminar a Cesar mediante un escándalo sexual y que conspira con la reportera de finanzas Wow Platinum (nunca Aubrey Plaza actuó tan mal) para arrebatarle el banco a su abuelo. Mientras la hija de Cicero, Julia (Nathalie Emmanuel) se vuelve asistente, amante y madre del hijo de Cesar. El arquitecto perdió a su esposa (como Coppola quedó viudo de Eleanor en abril del 2024 y a ella dedica la película) en un accidente y fue acusado de asesinato. Una ausencia y un cargo que lo atormentan.
Megalópolis es un manifiesto decadente sobre el exceso y el ocaso del imperio americano
EN LA OBRA MAESTRA DE FRITZ LANG, Metrópolis (1927), la asombrosa ciudad controlada por Joh Fredersen es la utopía de la perfección urbana, sin embargo, en sus cimientos el Moloch maquinal devora a los trabajadores que la mantienen viva. Aquí la ciudad de Cesar, Megalópolis, se construye sobre el despojo y expulsión de sus habitantes. En la cinta de Lang el hijo de Fredersen, Freder, adquiere conciencia social gracias a María y salva a la ciudad de la destrucción propiciada por el científico Rotwang, quien incita una insurrección de los trabajadores. Al final (Freder y María) se vuelven el corazón que une al cerebro (Fredersen) y las manos (los trabajadores) de la urbe, en un pacto frente a la catedral. Megalópolis tiene un final similar donde la alianza redentora de la ciudad, Cesar y Cicero, hacen las paces en la catedral del comercio, Times Square.
Es inevitable recordar El manantial (The Fountainhead, 1943), de Ayn Rand, una autora misógina y sobrevalorada que pontificaba su desprecio social con ideas burdas (el objetivismo), necedades pseudointelectuales y clichés egoístas. Lamentablemente mucha de esa retórica pomposa y arrogante (que Coppola consideró filmar) se filtra a Megalópolis. La cinta está tapizada con referencias aparentemente cultas, dignas de un estudiante de filosofía, parrafadas de Hamlet, diálogos en latín e innumerables declamaciones sacarinosas. Al mismo tiempo Coppola fue provocador al incluir actores “cancelados” como Voight (un trumpiano), Leboeuf (acusado de abuso sexual) y Plaza (transfóbica), pero esa transgresión se diluye en los ríos de sabiduría predigerida y mansa (Rousseau, Emerson, Petrarca) de las peroratas y la narración del coro en voz de Laurence Fishburne.
Coppola hizo su mejor cine a partir de la grandilocuencia y el descaro que aquí se vuelven futurismo ingenuo y crítica desdentada, difícilmente algo a la altura de su legado.