Con la familia se sufre lo genial y lo absurdo bajo el mismo techo

La familia Simpson en una foto promocional.
La familia Simpson en una foto promocional. Foto: Fox

La televisión es una caja tonta y los tontos amamos la televisión. Podría cortar y reducir esta frase y decir: “los tontos amamos”. Pienso que los tontos amamos porque no se puede amar sin ser un imbécil, como tampoco puede verse la televisión tranquilamente sin buscar, al menos un poco, la insensatez de mirar otras vidas a través de una ventana que lleva a todas partes. La televisión se ve casi siempre en familia, y eso es un poco estúpido, porque ninguna familia —a menos que sea una de necios— gusta de lo mismo en el seno interno. Viendo Los Simpson aprendí que las familias no siempre tienen que estar de acuerdo. También aprendí que no hay nada mejor que estar con la familia frente a la televisión. No será elegante este recordatorio (sobre todo para los fanáticos), pero así empiezan las centenas de capítulos que se han trasmitido durante estos 35 años: Después de todas las tropelías la familia amarilla llega al sillón y sobre una pantalla descompuesta escuchamos al zoquete de Homero anunciarnos la historia que estamos por ver.

LA CAJA ESTULTA

Erasmo de Rotterdam escribió en 1511 su Elogio de la locura. En las últimas décadas se ha cuestionado que la traducción del título sea precisa. La edición publicada por Austral (probablemente algunas otras también) ha agregado una segunda versión, casi siempre debajo de la primera: Encomio de la estulticia. De acuerdo con el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, la estulticia puede definirse cómo la bobería, la necedad, la idiotez o la imbecilidad. Erasmo escribió desde el lugar de la estulticia, en un tono que es en muchos momentos irónico y travieso. En el capítulo XX nos dice:

[…] ¡cuántos divorcios y aun accidentes peores que los divorcios ocurrirían si el trato doméstico del varón y la esposa no se viese afianzado y sostenido por la adulación, la broma, la indulgencia, el engaño y el disimulo! Ah, ¡qué pocos matrimonios llegarían a cuajar si el novio investigase prudentemente a qué juegos se había dedicado aquella doncella delicada, al parecer, y pudorosa, mucho antes de casarse! ¡Y cuántos menos permanecerían unidos si muchos de los actos de las esposas no quedasen ocultos gracias a la negligencia y estupidez de
los maridos!… Todas estas cosas se atribuyen injustificadamente a la estulticia y a ella se debe mientras tanto que la esposa sea agradable al marido y éste a su mujer, que la casa permanezca tranquila y que en ella perviva la concordia… ¡cuánto mejor es equivocarse así que no consumirse con el afán de los celos y echarlo todo por lo trágico!

La estulticia de Erasmo (o Erasmo en voz de la estulticia) nos dice que no habría relaciones duraderas y fuertes, ni sociedad ni pueblo, ni criado que soporte al amo, ni maestros ni discípulos sin ella, y afirma: “Si prescindieran de mí, además de no poder soportar a nadie, todo el mundo sentiría hedor de sí, asco de sus propias cosas y repulsión de su misma persona”. Cabe apuntar que, en su Elogio, la estulticia es trompetera de sus alabanzas y cantora de sí misma. Y sí, el halago en boca propia es vituperio.

El espejo de caras amarillas era incómodo de ver para quienes fomentaban los aspectos más hipócritas de la moral católica

Es común escuchar que ya nadie ve la televisión. Quienes lo dicen a veces lo mencionan con cierto orgullo. Bueno, no hacen falta cifras y ejemplos para probar lo contrario. La televisión pasó a otros formatos, nada más. Hoy vemos más televisión que nunca, pero la vemos solos, escondidos de nosotros mismos en un asiento de parque, en el metro, sentados en el escusado o en la mesa, frente a un plato de comida que se enfría, y la televisión nos ve ahora a nosotros. No sé si esto es una paradoja.

En el programa de televisión español La Resistencia –que conocí a través de YouTube–, el comediante Pablo Ibarburu tuvo la gracia de decir que los recuerdos más felices de su vida no eran los que había vivido, sino los que había visto en la televisión. De modo que, en el momento de su muerte, asegura Ibarburu, los flashazos del último suspiro serían escenas de Friends y otras tantas series que vio de forma alegre y repetida. Ibarburu suele decir idioteces que luego llegan más lejos de lo que él pensaba. En 2020 una diputada del partido Podemos decidió citar a Ibarburu en una sesión del Congreso de los Diputados. A ella o a su equipo debió parecerles muy ingenioso un chiste que realizó el cómico, también en La Resistencia, donde se burló de las expresiones exacerbadas de nacionalismo en el Día de la Hispanidad. La diputada quedó para muchos en ridículo, e Ibarburu también, pero ése era el propósito del segundo. El chiste, como chiste, funcionaba, pues pocas cosas resultan más extrañas y ridículas que ver a alguien gritando con rabia por –en palabras de Ibarburu– “una entelequia, una ficción que hemos creado para vivir en sociedad de forma civilizada”. La entelequia es el Estado español. La broma podría ajustarse a muchas otras instituciones.

LA FAMILIA ES UNA FICCIÓN

La familia es otra de esas ficciones (entiéndase que, como diría Jacques Rancière, ficción no es igual a mentira) en las que creemos para vivir ordenadamente. Me atrevo a pensar que quienes tenían miedo de Los Simpson en los años noventa son aquellos que algún día saldrían a la calle a gritar de manera furibunda “¡viva la familia!”. En Los Simpson había muy escasas escenas obscenas, pocas frases en doble sentido, improperios jocosos muy poco ofensivos, pero sí muchos argumentos absurdos e irónicos. Dicho con ligereza, el espejo de caras amarillas era incómodo de ver para quienes fomentaban los aspectos más hipócritas de la moral católica y la “familia tradicional”. La realidad es que Los Simpson eran inofensivos, su incendio alcanzaba apenas para una llamarada Moe, una pequeña copilla de moda y libertad para los tertulianos de una taberna en la que cada vez había menos espacio y más tragos.

Los Simpson visitando Krustyland.
Los Simpson visitando Krustyland. ı Foto: Fox

Con la familia se sufre, dice el papá de un gran amigo. La historia de una familia es una historia de muchas crisis, de más enojos que alegrías, anhelos frustrados, sacrificios, prácticas solidarias e intercambios simbólicos que muchas veces tienen costos muy altos en la psique individual. Formar parte de una familia es un camino largo donde siempre están en tensión lo similar y lo distinto. Para los líderes de una familia lo diferente amenaza el orden establecido. Las crisis familiares tienden a llevar por la vía de la ruptura; un hijo descarriado, una “mala” madre, un padre que elude su rol de proveedor, una preferencia sexual, una postura política. La lista podría ser muy larga.

Los Simpson hace eco de una larga tradición de series familiares producidas en Estados Unidos como The Addams Family, The Cosby Show y The Brady Bunch. La familia nuclear es una piedra angular en el relato de la gran nación americana. Podrá caer el imperio, pero jamás la idea de la familia. Una de las series más influyentes para Los Simpson ha sido All in the Family, una comedia que mostró algunos aspectos del racismo y la intolerancia de los blancos anglosajones de Estados Unidos. En el inicio del capítulo número 4 de la temporada 9, titulado “El sax de Lisa”, Homero y Marge cantan, sentados al piano, la canción “Those Were the Days”, una composición presentada originalmente en voz de Archie (Carroll O’Connor) y Edith (Jean Stapleton) como introducción de los episodios de All in the Family. Cuando la pieza termina suenan aplausos y se escucha una voz en off que dice “Los Simpson se graban en un estudio en vivo” –All in the Family fue la primera producción que grabó con público en vivo, como si fuera una suerte de teatro–. Desde entonces muchas series de comedia se han hecho de esa manera. Este inicio anuncia un capítulo cargado de recuerdos. A la mitad del relato el diálogo toma este curso:

—Nuestra familia pasaba por una de sus peores crisis. Bart no era feliz en su escuela y los dones de Lisa se malgastaban.

—Oye Homero, ya pasó el tiempo y no soy feliz en la escuela.

—Y mis dones aún se malgastan.

—¡Y yo a veces siento que la familia me asfixia y quiero gritar y quiero estallar! Hmmm… Voy a empezar a hacer la cena

—Ya te habías tardado…

El conflicto central en este episodio no es más que la vida clasemediera pasando por encima de las ilusiones de una niña más avispada que el promedio. Por falta de dinero Lisa no pudo ser inscrita en una escuela para “pedantes y superdotados”.

La historia de una familia es una historia de muchas crisis, de más enojos que alegrías, anhelos frustrados, sacrificios, prácticas solidarias e intercambios simbólicos que muchas veces tienen costos muy altos en la psique individual

Bart, por su parte, descubre que ser el payaso de la clase es su única salida y Homero, mientras Springfield pasa por su peor ola de calor, muere por comprar un aire acondicionado. En un gesto de amor paternal, Homero gasta los doscientos dólares que tenía ahorrados en un saxofón, pues la música parece ser una salida costeable para impulsar el genio de Lisa. El recuerdo de aquellos días, cuando “Michael Jackson todavía era negro”, según cantan Homero y Marge en el tema con el que inicia el capítulo, surge a partir de que Bart destruye el saxofón de su hermana. En un nuevo acto de generosidad, Homero vuelve a gastar los ahorros para el aire acondicionado en la pasión musical de Lisa. Por esto el gordo y calvo padre se pregunta:

—¿Estoy condenado a pasar mi vida sudando como cerdo? –a lo que Bart responde–:

—Sí, y a comer como cerdo y a verte como cerdo.

Entonces Apu se asoma por el ventanal
y agrega:

—Y a oler como cerdos.

Homero es comparado con una bestia en muchas ocasiones. En uno de los clásicos episodios de Halloween, llamado en español “La casita del terror”, el gigante noble interpreta el papel del mismísimo King Kong. A Lisa la torpeza de su padre le irrita como a nadie. Para ella, nada sería más trágico que terminar en el fango de los fracasados como él. Así, en el capítulo 19 de la temporada 2, Lisa llega al límite y le dice:

—Usted, señor, es un orangután.

Esta reacción se debe a la falta de atención que Homero presta a un episodio de tristeza por el que ella atraviesa. Antes de ser insultado, Homero dice con franqueza:

—El que no me importe no quiere decir que no entienda.

Las diferencias aparentemente irreconciliables entre Homero y Lisa forman parte de un sinfín de episodios. Basta recordar los dilemas morales que los enfrentan en dos ocasiones. La primera, cuando Lisa decide ser vegetariana y Homero arma una parrillada, y la segunda, cuando Homero acepta la oferta de contratar un servicio ilegal de televisión por cable. Como la Estulticia de Erasmo, Homero podría pensar, tal vez en un lenguaje menos docto, “¿No es propio de los niños el divagar y el tontear? ¿Y acaso no es lo más deleitable de tal edad el hecho de que carezcan de sensatez? ¿Quién no aborrecerá y execrará como cosa monstruosa a un niño dotado de viril sapiencia? De ello es fiador el proverbio conocido por el vulgo: ‘Odio al niño de
precoz sabiduría’”.

Aunque a veces no lo parezca, Homero reconoce la claridad de Lisa y la aprecia, aunque arruine su gozo y acabe con su bendita ignorancia. Homero no es manso y en muchas ocasiones se subleva ante la injusticia y el maltrato. En eso coincide con el carácter de Lisa. La niña Simpson es original e irreverente, y su brújula moral la lleva a perseverar en sí misma. En el capítulo “La boda de Lisa”, una adivina le permite a la niña de pelos parados ver su futuro. Allí se entera que dejaría a su novio plantado en el altar, debido al desprecio que éste mostraría por la vulgaridad de su familia. Él, proveniente de la alta burguesía británica, le dice:

—Lisa, tú mereces mucho más que esto, eres como la flor que crece en el pantano.

La frase le resulta intolerable. Unos instantes antes, Homero le había dicho:

—Eres lo mejor que ha acompañado a mi apellido. Desde que aprendiste a ponerte los pañales has sido más inteligente que yo. Siempre he estado orgulloso de ti. Eres mi mejor logro y lo hiciste tú solita.

Barnard 'Barney' Gumble​, personaje de Los Simpson.
Barnard 'Barney' Gumble​, personaje de Los Simpson. ı Foto: Fox

Dejo entonces este imperativo categórico: Con la familia se sufre, y agrego: pero se sufre menos frente a la televisión. Parafraseando a Erasmo de Rotterdam, diría que ni los mismos estoicos, ñoños, ratones de biblioteca o todopoderosos tecnócratas que se levantan a las cuatro de la mañana para empezar el día con toda la actitud positiva, desprecian el placer de ver los programas de televisión más mundanos, “aunque lo disimulan habilidosamente y lo censuran con mil injurias cuando están delante del vulgo, para poder gozar de él más generosamente cuando hayan apartado a los demás”. Escribe Erasmo: Díganme, sino, por Júpiter, ¿qué parte de la vida no vendrá a ser triste, aburrida, fea, insípida, molesta, si no le añadís el placer, es decir, el condimento de la Estulticia? De tal aserto puede valer de testigo idóneo, aquel nunca bastante valorado Sófocles, de quien se conserva un hermoso elogio nuestro: “La existencia más placentera consiste en no reflexionar nada”.

Sólo los idiotas amamos, y sólo los más idiotas amamos un programa de televisión. Como escribió alguna vez Fernando Pessoa, enamorado fatalmente de una mujer a la que nunca pudo (o quiso) dedicarle su tiempo: “Todas las cartas de amor son ridículas. No serían cartas de amor si no fueran ridículas”. Pienso que todas las familias son ridículas, si no lo fueran no serían familias. Hace no mucho que estoy formando mi propia familia. Aún no tenemos hijos, pero mi perrita se llama Lisa Simpson.