Para la dra. Fernanda Pérez Gay J.
EL ESPEJO AMARILLO
Los Simpson no crecen. Viven en un tiempo detenido. El éxito rotundo de la serie tiene una más de sus explicaciones ahí. La rutina de las familias clasemedieras, el vértigo blando de hacer lo mismo siempre tiene a sus arquetipos proteicos en Los Simpson, culpables no ya de robar el fuego a los dioses sino de ser una familia como todas las demás. Papá, mamá, hijo, hija, perro y gato y Maggie.
Las nubes de una ciudad cualquiera se disipan cada mañana para descubrir un cielo azul y un apellido. Los Pérez. La maestría que demostraron sus guionistas, semana a semana, desde hace 35 años está fincada en el género imposible de la caricatura. Nadie crece, nada cambia. Es dable pensar que cada uno de los 733 capítulos que se han emitido hasta ahora abre una línea de tiempo, un desarrollo posible, un camino de vida para cada uno de sus personajes.
Réquiem por la muerte de una lavadora
Y tal parece que en ninguna de ellas Bart tiene un futuro promisorio.
En todos los vistazos al futuro que los creadores de la serie le inventaron al mayor de los hermanos Simpson su desenlace es triste, ridículo o vulgar. El obvio porvenir de los niños problema. El resultado catastrófico que nos auguraron los maestros.
En el capítulo 19 de la temporada 4, Bart y Lisa ven su programa favorito en la televisión: el Show de Krusty, el payaso. Su nombre real: Herschel Shmoikel Pinkus Yerocham Krustofsky. Uno más de los estereotipos perfectamente logrados. Gran payaso, el favorito de los niños, pero cuando Krusty deja de estar al aire se revela como una ambiciosa y pedante estrella de la televisión. Odia a los niños, odia todo menos el dinero que le proporciona su talento de bufón. Aquella tarde, detenida en su tiempo sin límites, los niños Simpson oyen una de las frases en que se revela la persona detrás del payaso, durante la sección “Cocinando con Krusty”.
—Sé que es tu cumpleaños, Krusty, así que te hice la receta de tu madre.
—¡Ya te dije que no hago nada judío al aire!
—Qué mal que Krusty se arrepienta de sus raíces-suelta Lisa.
—¿Cómo quisieras llamarte cuando seas grande? -responde Bart, sin quitar los ojos de la pantalla.
—Gabriela Mistral.
—Yo, Lucky Luciano.
El programa logró crear arquetipos disfrazados de estereotipos y mi familia, acaso como todas, quedaba calzada. Las inclinaciones criminales de Bart, su incansable búsqueda de diversión y novedades, sus malas calificaciones, su mala conducta y su inteligencia maligna me seducían cada vez de formas más extrañas, mientras me alejaba de su edad y me acercaba a la de Homero.
En unos meses cumpliré la edad que Homero Simpson ha tenido desde siempre. Según su licencia de conducir, que aparece en el capítulo 16 de la cuarta temporada, Homero nació el 12 de mayo de 1956, por lo que el 17 de diciembre de 1989, fecha de emisión del primer capítulo de Los Simpson, Homero tenía 33 años. A pesar de ciertos hábitos suyos que se arraigaron en mí, como beber cerveza por litro y desconfiar de las normas sociales, mi animal espiritual sigue siendo Bart Simpson.
AHORA NO ES PILLO, ES GALANTE
“Bart al futuro” es el nombre del capítulo en que un indio americano, dueño del casino al que Bart se escabulle, le pregunta:
—Así que tú intentar entrar en casino.
—No quería apostar, sólo quería un Bloody Mary –responde Bart.
—Escuchar. A menos que tú cambiar tu actitud –continúa el indio, con el cliché de sus formulaciones gramáticas mal conjugadas– yo asegurarte una vida de amargura y muchos fracasos, Bart Simpson.
Acto seguido, y a manera de escarmiento, el indio místico le muestra en una fogata al hombre en que se convertirá en 30 años. Playera hawaiana y chanclas, cientos de latas de cerveza en el suelo de un departamento sucio que comparte con Rafa Górgori, el hijo tonto del policía del barrio. Bart mendiga por un Springfield del futuro para conseguir algo de dinero que le permita comprar un amplificador y tocar con su banda en un bar de mala muerte. Lisa es la presidenta de los Estados Unidos.
Los guionistas de la serie nunca escatimaron en la proyección de las personalidades de los hermanos Simpson. La lección es clara. Otro motivo del éxito de la serie es su irrenunciable crítica a la sociedad occidental capitalista. Un monstruo amarillo creado con la misma materia prima de la que estamos hechos todos. Por descabellados que parezcan ciertos desenlaces, el tejido de las tramas estuvo siempre fincado en la más absoluta realidad de las sociedades contemporáneas. La dedicación al estudio de Lisa, su cabal seguimiento de las reglas, su interés por los valores éticos, por la historia y la ecología le deparan un futuro brillante. Del otro lado, la falta de control de impulsos, los problemas para concentrarse y un extraño comportamiento social, mediado por las vías rápidas para alcanzar satisfacciones inmediatas, le construyen a Bart Simpson el futuro de un fracasado, un patético vividor al que no le queda sino estirar la mano por unos dólares.
Pero hay una línea temporal en la que Bart puede salvarse. Los desenlaces moralinos que los creadores le reservaron al bueno de Bart tienen una esperanza en el capítulo 2 de la onceava temporada. Brother’s little helper, es el nombre original en inglés, en la traducción para Latinoamérica le llamaron “El cambio de Bart”.
—Su hijo es un demonio que ataca sin piedad todo lo bueno y sincero –escuchan Homero y Marge de Seymour Skinner, director de la Escuela Primaria de Springfield, después de que Bart causara un desastre mayúsculo con una de sus travesuras de niño, rayanas en la delincuencia.
—Je, je, es muy especial, no cabe duda –responde Homero, orgulloso.
El profesor Skinner les muestra un gráfico de calificaciones de los compañeros de su hijo. Las notas del alumnado disminuyen mientras más cerca se encuentran del pupitre de Bart.
—Bart es el caso clásico –concluye Skinner–del síndrome de falta de atención. Hace que los niños sean inquietos y se distraigan. Tendré que expulsarlo. A menos que quieran probar algo radical, no probado y potencialmente peligroso. Una nueva droga llamada Focusín.
Los efectos del Focusín convierten a Bart en un alumno modelo, un hijo atento y un estudioso obsesivo que incluso le da clases a un niño navajo.
—Ahora no es pillo, es galante. Y todo por esas píldoras milagrosas –dice Homero y besa el frasco de Focusín.
La trama de los acontecimientos da un giro cuando Bart enloquece y dice haber descubierto una conspiración internacional de espionaje. Un satélite que supuestamente transmitía la Serie Mundial de Béisbol era utilizado para recabar datos y registrar el comportamiento de todos los habitantes de Springfield.
El beisbolista Mark McGwire baja de un helicóptero cuando todos descubren la conspiración y logra desviar la atención con una frase que quedará para la posteridad por descubrir lo manipulables que podemos ser los televidentes.
—El pequeño Bart tenía razón, los hemos estado espiando durante todo el día.
—¿Por qué señor McGwire?
—¿Quieres saber la aterradora verdad o ¡deseas verme anotar algunos cuadrangulares!?
—¡Cuadrangulares, cuadrangulares! –corean los habitantes, olvidando el suceso de forma inmediata.
Finalmente a Bart le cambian la medicación por Ritalín y el capítulo termina. Pero la puerta a un mundo donde su inquietud disfuncional y sus impulsos irrefrenables tienen cura queda abierta. Estoy seguro de que ese Bart tendrá una vida más tranquila, dejará de preocupar a sus familiares, y tal vez, cuando se acerque a la edad de su padre, empiece a escribir en suplementos culturales y esté a salvo de sí mismo, si es que eso es posible.
AIRE PURO, MUCHOS ABRAZOS Y UN POCO DEL MARAVILLOSO RITALÍN
Ritalín es el nombre comercial del metilfenidato. Como si se tratara de un capítulo de Los Simpson, fue sintetizado por primera vez hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando los aliados buscaban una droga que pudieran darle a los soldados, principalmente a los pilotos, y que estos pudieran competir contra los soldados alemanes, quienes lograban pelear durante días sin descanso gracias a las anfetaminas. El metilfenidato resultó exactamente lo que querían. Un estimulante sin los devastadores efectos secundarios.
Ese “psicotrópico estimulante débil del sistema nervioso central con efectos más destacados sobre las actividades mentales que sobre las motoras”, según la definición de los vademécums disponibles en internet, resultó ser especialmente efectivo para tratar el Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad. Una condición causada por el déficit de dopamina en nuestros cerebros y que regala a quienes la padecemos una personalidad extrovertida y una necesidad incontenible de hacer cualquier chingadera que se te antoje. Dentro de los llamados neurodiversos somos casi normales, es posible vivir con el trastorno y sufrir sólo un poco. Mucho depende de la educación y el carácter con el que te hayan formado en la casa y en la escuela, con el acceso a la salud mental y con la disposición a escucharte de aquellos que te rodean. Yo corrí con suerte.
Es un arma de doble filo que estemos en la vera de la locura. Hay varios estudios que apuntan a que la prevalencia de TDAH es hasta cinco veces mayor en la población carcelaria que en la general. Además, es significativamente mayor entre los reclusos divorciados, los que carecen de empleo y, sobre todo, los que no terminaron los estudios. Es probable que también lo tuviera Lucky Luciano. La impulsividad, la disfunción ejecutiva y la desregulación emocional son el caldo de cultivo perfecto para las conductas delictivas, o adictivas.
Llegué al metilfenidato cuando, una madrugada en que mi vida empezaba a estar en franca consonancia con la del Bart del futuro, Lisa Pérez Simpson me dio su opinión, personal y profesional. En esta línea de tiempo ella no es presidente de Estados Unidos, pero sí posdoctora en Neurociencias por la AUTAPS (Alta Universidad de Tremenda Autoridad y Prestigio de Springfield). Un ultimátum con conocimiento de causa y el amor de cientos de capítulos.
—O te medicas o te encierras. No vas a poder tú sólo.
Y en efecto, el diagnóstico de la doctora Sofía Hibbert fue Trastorno de Déficit de Atención con comorbilidad de drogodependencia. No dijo ni vago ni loco.
Las tasas de adicción en los estudios de pacientes con el trastorno es abrumadora. Entre consumidores de alcohol es de más del 30%, entre consumidores de cocaína suela alcanzar el 40% y entre consumidores de cannabis llega al 50%, según la muestra que utilice el estudio, pero los porcentajes no cambian mucho. La doctora me explicó lo que en su momento ya me había dicho el doctor Olmo Riviera. Mis hábitos de consumo, tal como los del Bart del futuro, eran reflejo de la necesidad imperiosa de paliar los principales síntomas del trastorno: ansiedad constante y una especie de pensamiento arborescente que hace muy complicado llevar a cabo tareas únicas en un tiempo razonable. A eso le sigue la baja autoestima que genera el fracaso constante y la llamada parálisis ejecutiva, nuestra némesis, ese momento en que tienes tantas cosas por hacer que el simple hecho de pensar en comenzar a atajar los pendientes te arroja a un limbo de inquietud que termina en la inacción. Todos estos síntomas son apreciados en la sociedad como una falla moral. Vago, holgazán, mañoso, vividor y sí, pero no lo diga así tan fuerte. No falte al respeto, oiga.
Escribo esto bajo el efecto del metilfenidato, 27 mg, y hoy cumplo 400 días sin drogarme. Las cosas han mejorado, sobre todo para mis seres queridos y mis colegas. No deja de ser sintomático de la sociedad en que vivimos que, cada vez que voy a una farmacia a que me surtan la receta, me pidan mis datos como si estuviera entrando en la penitenciaría, los guardias de seguridad empiezan a rondarme y al final me entregan el frasco con suspicacia. Por otro lado, el dealer llegaba en 20 minutos a donde estuviera y me daba fiado.
En fin, creo que al Bart del capítulo 2 de la temporada 11 puede irle bien. Una ayudita farmacéutica, con seguimiento psiquiátrico, es capaz de ordenar la fiesta química de nuestros cerebros. Y una hermana como Lisa Pérez Simpson, sobre todo alguien como ella. Gracias, Lisa. Tú tienes la inteligencia para llegar hasta donde quieras. Y cuando llegues, yo estaré contigo para pedirte prestado.