Fumo un cigarro en una pequeña terraza. Estoy en un hotel en la ciudad donde nací. Nunca había sido huésped aquí. Dejé esta ciudad catorce años atrás, entonces tenía dieciocho y nada me preocupaba. Hoy me cuesta cada despedida. Desde la terraza donde estoy se ve casi toda la ciudad, sus grandes templos y el trazo de sus avenidas. Una calle larga al frente de la loma donde está el hotel es un río de luces que lleva al centro. Allí, en el centro, pasé más de la mitad de mis días de infancia y adolescencia, entre una escuela y otra. Dentro de muchas casas de viejos muros de cantera gruesa conocí los conceptos de la fe, la historia, la moral y el laicismo. Estoy de vuelta y como huésped, porque estoy por casarme.
Acabo el cigarro y regreso a la habitación donde están dos grandes amigas. Ana y su familia tomaron por asalto mi cuarto y por ello debo arreglarme en uno prestado. Antes de cambiarme abro la funda de mi tableta y continúo escribiendo:
“…Te conocí un día subiéndote a un coche. Llevabas medias y un short. Te adaptabas al frío de una ciudad que dejaste desde muy chica. Te habías pintado los labios de rojo y acomodado una diadema en medio de un cabello muy corto. Te subiste y no me dijiste nada y yo tampoco te dije nada. Luego, meses más tarde, nos dimos la palabra. Y con la palabra vino todo lo demás: Una gran amistad, la escucha atenta, los consejos, las bromas y nuestro oficio. Durante muchos años tu definiste nuestra relación como una conversación inagotable. Tu definición me gustaba, pero era imprecisa, porque también dominamos juntos las artes silenciosas, los momentos sin palabras: el reposo y el sueño…”
—¿Listo, García?, me dice mi anfitriona de vestidor y escritorio.
BAJO DEL TREN DE LOS RECUERDOS y termino mi texto agradeciendo a Ana por enamorarme de la vida tantas veces. Paso a cambiarme de ropa. Cuando estoy por acabar suena el teléfono, es la jueza. Me dice que no le han renovado su nombramiento. Entiendo poco sobre el poder judicial, pero me digo que esto es culpa de la reforma. Ella se disculpa y me asegura que no hay ningún problema para celebrar la boda, pues un compañero suyo viene en camino. Termino de vestirme y salgo al salón. Han llegado nuestros invitados.
El juez llega tarde. Comienza la ceremonia. Alonso rompe el breve silencio para dedicarnos unas palabras a los contrayentes. En el último párrafo de su lectura nos dice: “Creo que el amor, mientras más lejos esté de las liturgias y las ceremonias que alguien más le ha puesto, es mejor y más grande. Tiene que crear las propias. El amor es una planta de sombra y crece en silencio. Necesita de lo más básico y en abundancia”.
Durante nuestra liturgia, en el salón de junto ocurre una fiesta de fin de año de una dependencia del gobierno del estado. A las 6 de la tarde había un hombre vestido del grinch, dando regalos a los trabajadores. Ahora suena, a bocina tronada, música de Valentín Elizalde, el “sonidito” y otros tantos hits para el reventón pesado. Ana y yo firmamos el documento. De fondo suena la voz de Jorge Hernández, de Los Tigres del Norte: “Tú a mí me quieres y yo te quiero. La puerta negra sale sobrando”. El contrato queda firmado. Nos reímos de las casualidades y celebramos.