Overol (Random House, 2024) ratifica lo que desde hace años es irrefutable: que la mayor estafa de la literatura mexicana se llama
Julián Herbert.
El también poeta se ha convertido en un especialista en libros hechizos. “Ejercicios” tramposos que denotan la falta de planeación de una obra. Su publicación anterior, Ahora imagino cosas, pretendía ser un libro de crónicas, pero en realidad se trataba de una reunión de textos aislados que no funcionaban en conjunto.
Herbert ha vuelto a repetir la misma fórmula en Overol. Aglutinar lo que tiene en su disco duro y simular que ha configurado un libro. Si algo lo ha convertido en un maestro, es en replicar sus deficiencias. Pero a diferencia de Traíganme la cabeza de Quentin Tarantino o Ahora imagino cosas, en Overol su chapuza es todavía más escandalosa. A duras penas ha conseguido compilar el material para llegar a la imprenta.
Jamaica Kincaid, nombrar desde la experiencia propia
Muchos libros se confeccionan de esa manera. Textos que se reúnen y cobran la dimensión de una obra.
Algo que Overol no consigue. La suma de sus retazos denota que no estaba diseñado para tal fin. Es a todas luces un forzado accidente autoral. Y por extensión: editorial. Por lo que el destino de este título, así como ocurrió con los dos anteriores, será el completo olvido. Entre otras cosas porque el buenondismo no hace crítica de calidad. Y porque el mismo autor lo delata en su introducción: algunos de sus textos aquí son apéndices a otras obras. Es decir: no existe un estudio serio de sus temas que lo respalde. Y para acabar pronto, Herbert no sólo no es una autoridad en la materia, sino que se la pasa justificando cada una de sus acciones. Él mismo delata que está jugando a ser crítico.
En Overol, como en ninguno otro de sus trabajos, abusa Herbert de la muletilla de la fórmula. No importa cuánto se esmere por disfrazarse de experimental, en realidad es más conservador que cualquiera de nuestros liberales. Aquí es más que evidente incluso en su manera de escribir. Desde sus inicios, Herbert se ha vendido como un niño de la calle. Cocaína (manual de usuario) y Canción de tumba dan cuenta de ello. Pero en Overol ha adoptado la pose de académico y con ello demuestra su total dependencia de la fórmula y la reiteración de sus recursos.
LO QUE PODRÍA IDENTIFICARSE como un rasgo de estilo, se vuelve un truco que explota demasiado. Como lectores asistimos al acto de un oso amaestrado en el circo. Escribe en el prólogo a El rock de la cárcel de José Agustín:
De entre los múltiples significados que emite El rock de la cárcel, me gustaría resaltar cuatro o cinco que encuentro de impecable actualidad: el palimpsesto, el uso simbólico de las personas narrativas como viaje del ego al mundo social a través del inconsciente, la autorreferencialidad estilística (el texto que se explora a sí mismo en tanto que territorio verbal de intenciones y carencias), el name-dropping y la cultura pop como escenarios de un revueltiano realismo dialéctico, y un marcado énfasis intergeneracional: no “el espíritu de los tiempos”, sino el choque entre divergentes sentimientos históricos de Lo Real.
Este fragmento aislado es un ejemplo de la habilidad de Herbert para construir su prosa. El problema surge cuando repite una y otra vez la misma fullería. Entonces lo que parecía un despliegue de soltura se convierte en una muestra de la pobreza de sus propios procedimientos.
Extractos como el anterior son una constante en todo Overol. Reproducir más aquí sería ocioso. No hace falta. Una vez que el lector los identifica, se percata de que
el malabarismo de Herbert es siempre idéntico. Lo que torna muchos pasajes del libro predecibles. De existir
una estructura en este libro, esta sería la de repetir obviedades. Y el pecado en ello radica en que la suma de ellas termina por cansar. En su camino por tratar de suavizar la crítica, acudimos al fenómeno de la mcDonalización de la misma. Porque como el propio Herbert lo advierte: “Lo que escasea, o al menos así lo percibo, es un público dispuesto a leer la crítica como algo más que un pleito de navajas, un regaño público o un inciso de syllabus”. Proyecciones aparte, a Herbert se le olvida que la función de la crítica no es cultivar amistades. Y que la labor de críticos como Domínguez Michael o Roberto Pliego no se trata del interés por cosechar el aplauso. En el epílogo a El vampiro de la colonia Roma dice:
Me parece obvio que el trabajo de pulimiento prosístico –el ritmo impecable de las frases, la capacidad del autor para lograr coherencia gramatical de las frases sin necesidad de puntualización– sólo son alcanzables por un estilista. Decir que Luis Zapata simplemente transcribió sus frases me parece, más que un insulto, un halago inconsciente de quienes no tienen idea de la chinga que es escribir buena prosa.
SI HERBERT LO TIENE TAN CLARO, debe saber que la buena prosa en los libros intrascendentes no sirve de nada.
Epígono, un concepto que a Herbert le encanta conjurar. Casi todos los autores tienen libros epigonales, no hay crimen en ello. El asunto en su caso es que ya tiene más títulos de estos que capitales. La balanza no está equilibrada. Algo lamentable para quien, en opinión de muchos, es uno de nuestros grandes autores. Esa categoría es bastante perjudicial para el panorama. Porque las editoriales publican cualquier pedo que se tiren las vacas sagradas. Y con Overol ha quedado establecido que el rigor es algo en el que no están interesados los que se encargan de engalanar las mesas de novedades.
Una de las cosas que más desconciertan de Herbert es su insistencia en defender sus libros. Ya sean de relato, crónica o misceláneos. Cuál es el motivo. ¿Acaso está consciente de las características hechizas de sus “creaciones”? Fowgill decía que los libros malos que había publicado los había hecho muy a conciencia. Jamás pretendió hacer pasar esos títulos como la gran literatura. Herbert cree que los lectores somos tontos. Y que no sabemos que detrás de sus fuegos pirotécnicos se esconde su poca pericia para la creación. Desde su incursión en la literatura, una de sus mayores debilidades ha sido su nula capacidad para ejercer la imaginación. Por eso su ficción depende por completo de lo autobiográfico. No sabe inventar. Y sin la invención el escritor es un pregonero. Y cuando eso y la soberbia se conjugan, todo aquel que no se trague el discurso de elementos como Herbert es un envidioso o “un pobre diablo”.
Ojalá Herbert se aleje pronto de esta mala racha
en la que ha caído desde Canción de tumba y publique un libro a la altura. Algo que se antoja imposible, la verdad. Su carácter acomodaticio parece indicar que está muy a gusto jugando a las escondidas.