La obra de Jamaica Kincaid nos incita a creer: “más que buscar nuestra voz es necesario reconocerla”. El entorno social, el poder político, la familia, para ella, nos obligan a habitar la contradicción. Educar puede ser un modo de disciplina, desde el sometimiento: las reglas alinean, procuran homogeneidad para facilitar el control. En la infancia necesitamos ser protegidos y al ser adultos pertenecer, sin darnos cuenta, con urgencia, abrazamos los estereotipos para ser aceptados. Después, si logramos cumplir con el canon, nos volvemos grises, uno más. La unicidad es irreverente, disruptiva, de ella emana creatividad; produce rechazo y admiración al mismo tiempo, atracción y miedo. Se nos demanda ser originales, aceptar la diferencia, incluso enaltecerla, pero sin romper las reglas y conservando el orden establecido. Para Kincaid el más poderoso acto de supervivencia y dignidad es nombrar desde nuestra experiencia.
JAMAICA KINCAID DESCRIBE su trabajo como escritora como algo muy íntimo: “exige libertad absoluta y profunda”; para hacerlo sin ataduras necesitó darse a sí misma un nombre propio. Su familia la llamó Elaine Cynthia Potter Richardson, nació en 1949 en Antigua y Barbuda, cuando aún era una colonia inglesa. En varias entrevistas la escritora asegura: “para sentirme libre me llamé Jamaica Kincaid”. Eligió: Jamaica, porque se deriva de Xaymaca que significa “tierra de madera y agua”. El término lo acuñaron los primeros habitantes de las Antillas, los arawaks, hace más de mil años. Su apellido Kincaid, lo escogió porque: “suena bien junto a Jamaica”.
Sus obras Annie John, Lucy, Mi hermano, El señor Potter, En el fondo del río, entre otras, y su novela más reconocida: Autobiografía de mi madre, están pobladas por conquistadores y conquistados. Algunos se acoplan al lugar y costumbres del sitio donde nacieron, lo padecen terriblemente, adormecidos por el sometimiento, ni siquiera se plantean cómo liberarse. Otros vibran desde una rebeldía genuina, visceral; violenta y agresiva para quien no puede reconocer su singularidad. Sus personajes escapan a cualquier descripción. Muestran las entrañas de lo humano, perturban, son impredecibles, nos confrontan desde lo que Susan Sontag llamó la “sinceridad emocional de Kincaid”.
EN ESPECIAL LAS MUJERES SON vagamente autobiográficas, Jamaica Kincaid advierte: “Todo lo que digo es verdad y todo lo que digo no es verdad”. Sus protagonistas se adueñan de su cuerpo, lo convierten en una brújula, gracias a él se apoderan del mundo. Viven la exclusión, pero usan los mecanismos que las dominan para trazar rutas hacia la libertad interna. No someten a juicio su sexualidad, su deseo o rechazo a ser madres, no condenan sus impulsos.
Para Kincaid el más poderoso acto de supervivencia y dignidad es nombrar desde nuestra experiencia
Kincaid cuenta cómo su madre le enseñó a leer de un modo excepcional: reconociendo palabras, así aprendió a disfrutar el ritmo, la musicalidad de la expresión escrita. Dice Jamaica: “leía libros y no entendía, pero me encantaban los sonidos”. Inició su instrucción escolar a los tres años, describe así su aventura: “Mi madre me llevó a la escuela para que dejara de molestarla, a ella le encantaba leer, por eso me enseñó a mí, creyó que si yo leía dejaría de interrumpirla, pero no fue así. Cuando me llevó me dijo: ‘si te preguntan cuántos años tienes, dices que cinco’. Esa era la edad en que los niños eran aceptados en clases. Así fue mi primer encuentro con la ficción: fabricar una mentira y después vivirla…”.
Para Kincaid su madre ha sido su “inspiración y obsesión”. Pertenecía a una familia adinerada, pero la dejó para vivir en libertad. Era culta y se convirtió en ama de casa, padeció limitaciones económicas, se casó con un carpintero, quien fue padrastro de Kincaid. Jamaica demostró ser buena estudiante pero, a los dieciséis años, su madre la obligó a dejar las aulas para ir a trabajar a Estados Unidos como au pair, y contribuir así a los ingresos de la familia. La escritora se marchó, ya lejos de casa, no envió dinero. Sentía resentimiento hacia su madre, quien se centró en las necesidades de sus tres hermanos menores, varones.
EN NUEVA YORK, A LA PAR de su trabajo, se inscribió a clases nocturnas, después asistió al Franconia College en New Hampshire, gracias a una beca. Al año lo abandonó y regresó a Manhattan. Comenzó a escribir en una revista para adolescentes y en el aclamado The Village Voice. De manera casual conoció a George W.S. Trow, director de The New Yorker, y le solicitó trabajo como recepcionista. Pronto consolidaron una amistad, él se convirtió en su mentor, sus crónicas le dieron fama. Asistía como reportera a un sinfín de eventos, fue célebre su aparición en uno de ellos con un cinturón de plátanos. A veces se le comparaba con Joséphine Baker.
A pesar del notable reconocimiento a su trabajo, con frecuencia se le acusa de hacer literatura autobiográfica, y ella increpa: “si fuera hombre no me juzgarían, a nadie le extraña que Philip Roth hable desde su experiencia”. Aún hay periodistas que le preguntan: “¿cómo logró ser aceptada en The New Yorker?”, y ella sentencia: “esa pregunta esconde otro cuestionamiento ¿cómo pudiste escribir ahí si eres una mujer negra caribeña?” Su voz poderosa, firme, implacable, nombra lo impronunciable. Asusta y embelesa, devela un mundo intimidante, vale la pena atrevernos a explorarlo.