Narrar un sueño Letras mexicanas en el cine

El director estadunidense Stanley Kubrick dijo en alguna ocasión: “Si puede ser escrito o pensado, puede ser filmado”. Jorge Estrada aborda la íntima relación entre cine y literatura y, más precisamente, en algunos casos paradigmáticos de las letras mexicanas y el cine. Se apagan las luces y se ilumina la pantalla, corre la cinta de estas incidencias cinematográficas y literarias.

Ensayo de un crimen (1955) está basada en la novela homónima de Rodolfo Usigli.
Ensayo de un crimen (1955) está basada en la novela homónima de Rodolfo Usigli. Foto: Fuente: Festival Internacional de Cine de Morelia

Ettore Scola decía que “el cine es un espejo pintado”. En México, ese espejo recibió su primera pincelada hace casi 130 años. La primera exhibición del cinematógrafo en México fue el 14 de agosto de 1896, en el Castillo de Chapultepec, ante la mirada incrédula de Porfirio Díaz. El 27 del mismo mes el invento llegó al público en general. La función se llevó a cabo en el sótano de una droguería de la calle Plateros y esa noche el local estuvo a reventar. Nadie quería perderse la magia de seres humanos proyectados en una tela.

México fue el primer país en el continente adonde llegó el invento de los hermanos Lumière, su entrada a los Estados Unidos estuvo bloqueada por Thomas Alva Edison, famoso inventor cuya idea, sospechosamente similar a la de los franceses, seguía en desarrollo. Los enviados de los hermanos Lumière, Gabriel Veyre y Claude Ferdinand von Bernard, realizaron, poco después de sus exhibiciones, la primera filmación de la que se tiene registro en este país: El presidente de la República paseando a caballo en el bosque de Chapultepec. Le président en promenade fue su título original en francés.

En 1918 aparecieron dos películas que anunciaban el nacimiento del cine mexicano, La banda del automóvil gris y la adaptación de una novela naturalista que causó revuelo tras su publicación en 1903: Santa, de Federico Gamboa, llevada al cine por Luis Peredo.

LA LITERATURA EN EL CINE

El escritor y crítico cultural español Jorge Carrión, escribió esto en un libro excepcional, Teleshakespeare (Errata naturae, 2011): “En el principio no fue el cine. En el principio fue la oración. Y la poesía y el mito y la tragedia y la comedia. Y después la novela tragicómica. Y finalmente el cine. Y su hija, la televisión”.

Es común olvidar que la potencia narrativa del cine no viene del desarrollo del cinematógrafo como técnica, de la ciencia necesaria para capturar imágenes en movimiento, ni del manejo de la luz o del color, ni siquiera del arte dramático. Fue la literatura quien dotó de sus mejores armas a las historias de la pantalla.

David Wark Griffith, el gran cineasta estadunidense, considerado el padre del cine moderno, fue quien terminó de darle forma a los métodos narrativos que se usan en el cine hasta el día de hoy. El nacimiento de un nación narra, de hecho, dos nacimientos: el de Estados Unidos y el del lenguaje cinematográfico.

Las herramientas que utilizó Griffith, tales como el primer plano, los flashbacks o historias que se desarrollan de manera paralela, no fueron sino un exitoso intento por recrear las maneras de contar de sus escritores favoritos, específicamente, los representantes de la novela europea decimonónica. Inspirado en Dickens, Zolá, Balzac y su manejo de los tiempos y las atmósferas, movía la cámara de sitio y editaba las secuencias, marcando acentos a través de detalles, realizando acercamientos o cortes abruptos; tal y como se hacía en la literatura. Esto le dio una fuerza enorme al naciente arte cinematográfico y aportó una infinidad de recursos que lo apartaban de la concepción inicial del cineasta francés Méliès: una puesta en escena drámatica filmada desde el único punto de vista que tendría un espectador de teatro.

Pero Griffith no pasó a la historia como pionero del llamado lenguaje cinematográfico, ni por su amor a la literatura, sino por su película Nacimiento de una nación, una oda al Kuklux Clan y una apología del racismo. Aún así, en este filme fue donde estrenó con bombo y platillo el montaje paralelo, novedoso recurso en aquel entonces, que permitía ver dos acciones simultáneas, cuyos tiempos narrativos se acercaban vertiginosamente. Esta fórmula,
tan propia del cine, de contar dos historias que avanzan hasta encontrarse, estuvo inspirada en recursos que la literatura ya exponía desde mucho tiempo atrás.

En 1918 aparecieron dos películas que anunciaban el nacimiento del cine mexicano, La banda del automóvil gris y la adaptación de Santa de Federico Gamboa.

JOSÉ REVUELTAS

Durante su reclusión en la cárcel de Lecumberri, hoy Archivo General de la Nación, Revueltas escribió El apando, una novela breve de seres monstruosos y almas abyectas, un informe de la crueldad humana y las infamias del poder en sus escalafones más bajos.

Revueltas estuvo seis meses en la correccional de menores en 1929, cinco meses en las Islas Marías en 1931, otros nueve en 1934 y en Lecumberri de noviembre de 1969 hasta mayo de 1971. En su obra ya destacaban los fulgores oscuros de estas experiencias. Cuando apareció El apando, Los muros de agua ya era un informe de las terribles experiencias carcelarias del México de mediados de siglo. A aquella historia del encierro al aire libre de un grupo de comunistas en las Islas Marías le siguió la de la cárcel capitalina, Lecumberri.

Y ocurrió lo insólito. En 1976 el director Felipe Cazals trabajó con Revueltas y con un joven escritor que, en aquellos años, ya se había ganado la confianza de los lectores: José Agustín, para adaptar El apando y convertirlo en un guion cinematográfico. El resultado fue un filme inolvidable que recoge los significados más profundos de la trama y los entrega bajo las actuaciones estelares de Manuel Ojeda, María Rojo, Jose Carlos Ruíz y Ana Ofelia Murguía.

El apando, celda de castigo de la prisión, tiene sólo una ventanilla desde donde los enclaustrados, los apandados, podían echar un vistazo al mundo exterior. Tenían que contorsionar el cuerpo hasta alcanzar una posición incomodísima en que su cabeza quedaba ladeada y aprisionada entre los metales de la celda. Esta postura fatigosa y humillante es metáfora perfecta de la vileza degradante en que vivían los presos en Lecumberri. Cazals logró ser fiel a una de las mejores novelas de Revueltas, un relato sobre seres miserables, adictos y leprosos, condenados y celadores viviendo hacinados entre rejas.

JUAN RULFO

Rulfo no ha tenido la misma suerte. Hasta ahora nadie ha atinado a representar los mundos del escritor con el idioma impreciso de las técnicas cinematográficas. Impreciso no en un sentido peyorativo, sino con absoluto apego a la lingüística. Para que un lenguaje sea tal, debe tener unidades irreductibles que, combinadas, produzcan todos los sentidos posibles. El cine no tiene algo parecido a la palabra, a la sílaba o a la letra. Tiene el plano, el ángulo, el cuadro, la luz o el color pero siguen lejos de formar un lenguaje. Christian Metz, semiólogo y teórico de cine francés, dedicó su vida a comprobar que el lenguaje cinematográfico existía. No pudo.

Tal vez entre las novelas de Juan Rulfo se salve El gallo de oro y haya llegado sin perder demasiado a la pantalla grande gracias a Arturo Ripstein quien, con El imperio de la fortuna, se acercó con la lente al mundo rulfiano. Pero El gallo de oro, de publicación póstuma, es un relato de formas más clásicas y no compite literariamente con los dos monumentos que son Pedro Páramo y El llano en llamas. Así, la adaptación al cine de 1967 a cargo de Carlos Velo y con guion de Carlos Fuentes, de Pedro Páramo, quedó en el olvido para bien de la novela. Gustavo García, quien dejó un vacío enorme en el estudio del cine mexicano cuando murió, decía que se puede distinguir a un buen cineasta cuando es capaz de reproducir un sueño. Pedro Páramo, novela onírica de fantasmas y personajes que hablan sin estar presentes, no ha encontrado aún a su paladín en el séptimo arte.

Cartel original de una de las películas que dio origen al cine mexicano.
Cartel original de una de las películas que dio origen al cine mexicano. ı Foto: Fuente: Doblaje Wiki

RODOLFO USIGLI

En 1944 apareció Ensayo de un crimen, del escritor Rodolfo Usigli. Para muchos, publicación pionera en el género de la novela negra en las letras mexicanas. Por aquellos años, tiempos de guerra en Europa, el general Manuel Ávila Camacho era presidente de la República. Su sexenio quedó marcado por la represión obrera, el freno a las reformas agrarias y el sangriento proceso electoral mediante el cual fue derrotado el opositor Juan Andreu Almazán. Fue en este contexto de violencia posrevolucionaria que Usigli escribió las páginas de Ensayo de un crimen, una historia que una década después inspiraría la película homónima dirigida por Luis Buñuel.

La adaptación de Buñuel comienza con una larga secuencia donde Archibaldo Cruz, protagonista de la historia, recuerda los tiempos violentos de su infancia. Cruz, miembro de una familia de clase alta, vivió su niñez en el periodo más álgido de los enfrentamientos armados de la Revolución Mexicana. La diferencia radical entre el relato de Buñuel y el de Usigli es que el protagonista de la novela es un asesino sin escrúpulos y el personaje creado por el cineasta solamente fantasea con serlo.

En una entrevista con Tomás Pérez Turrent, que forma parte del libro Luis Buñuel, prohibido asomarse al interior, el cineasta confesó que Usigli no quedó contento. A pesar de la inconformidad de Usigli, la película protagonizada por Ernesto Alonso se convirtió en una cinta de culto. En sus memorias, Mi último suspiro, Buñuel recuerda que los dirigentes del Sindicato de Trabajadores de la Industria Cinematográfica de México lo obligaron a grabar música original para la adaptación de Ensayo de un crimen y que a la primera sesión se presentaron treinta músicos en un auditorio en el que hacía mucho calor. Debido al clima todos los músicos se quitaron chaquetas y sacos. Para sorpresa del cineasta, que jura no estar exagerando en su relato, más de un tercio de los integrantes de la orquesta llevaba un revólver metido en su funda sobaquera. Buñuel también recuerda que en los estudios de filmación se encontró un día al director Chano Urueta y, con cierto atrevimiento, le preguntó por qué siempre llevaba una Colt colgada al cinturón. Urueta le dijo: “Nunca se sabe lo que puede pasar”.

En Mi último suspiro Buñuel recuerda también la trágica muerte de la actriz Miroslava Stern, que poco tiempo después de la filmación de Ensayo de un crimen fue encontrada sin vida en su departamento. Las últimas semanas en la vida de Stern fueron durante muchos años un misterio que involucraba al actor Mario Moreno y al torero Luis Miguel Dominguín.

VICENTE LEÑERO

En 1976 Jorge Fons llevó al cine la novela Los albañiles de Vicente Leñero, con un reparto integrado por Ignacio López Tarso, Adalberto Martínez Resortes, José Alonso, entre otros. Los juegos de complicidad y camaradería, de sospecha y corrupción que existen en la novela, fueron bien llevados a la pantalla grande por Fons y el mismo Leñero, quien participó como guionista. El poder, la desigualdad y el despojo son algunos de los temas que aparecen tanto en la novela como en la película, cuya trama criminal avanza con las múltiples voces que conforman su relato:

Lo encontró Isidro, el peón de quince años que cargando un bote de mezcla, arrastrando una carretilla, enrollando la manguera, corriendo a traer un refresco, recogiendo las palas, buscando el bote de clavos, regresando a la bodega, aparecía y desaparecía como un fantasma urgido por los gritos de Jacinto. Apúrate-apúrate-apúrate-apúrate-apúrate.

Pedro Páramo, novela onírica de fantasmas y personajes que hablan sin estar presentes, no ha encontrado aún a su paladín en el séptimo arte.

MARTÍN LUIS GUZMÁN

En su libro Luz en la oscuridad. Crónica del cine mexicano 1896-2002, Francisco Sánchez recupera un episodio notable. En 1960, cuando parecía que Obregón y Calles no eran más que un recuerdo del turbulento mundo posrevolucionario, Julio Bracho adaptó La sombra del caudillo. La película, de muy buena factura, quedó enlatada 30 años. Filmada en el sexenio de López Mateos, no vio la luz sino hasta los tiempos de Salinas de Gortari.

A pesar de que el libro se había convertido en un clásico y llevaba años circulando, incluso editado por la SEP, y que el episodio narrado en la novela, los crímenes de Huitzilac, era de dominio común, la película sufrió una de las peores censuras de las que se tenga memoria en el cine mexicano. Una muestra de que el gobierno temía mucho más al poder de penetración del cine que al de la literatura.

En la década de los 70 un general afirmó que la película denigraba al ejército. José Alvarado, periodista destacado de la época, contestó a través de la revista Siempre: “No fueron los actores de Julio Bracho los que asesinaron a Francisco Serrano, fueron los militares. Son éstos los que denigran al ejército”.

Al final, Alfred Hitchcock tenía razón: “para mí, el cine son cuatrocientas butacas que llenar.”

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