Sobre un peregrino ruso

COMISIÓN DE SOMBRAS

Sobre un peregrino ruso Foto: The Library of Congress

A caso no existe mayor homenaje concedido a un libro que el no mencionarlo jamás; pero, a cambio, llevar sus presupuestos a la experiencia personal hasta sus últimas consecuencias.

En una carta escrita el 8 de junio de 1897, dirigida a Sofía Andréievna, su esposa, pero nunca enviada, el conde Lev Tolstói escribe:

De la misma manera que los hindúes van al bosque cuando cumplen setenta años, así mismo todo hombre viejo y religioso desea consagrar los últimos años de su vida a Dios y no a las bromas, a los chistes, a los chismes y al tenis, y yo, que he cumplido setenta años, deseo con todas las fuerzas de mi alma la tranquilidad, la soledad, y si no consigo la coherencia absoluta, al menos no habrá esa aparatosa discordancia entre mi vida, mis convicciones y mi conciencia.

Reproducida póstumamente por Tatiana Tolstói en el libro, Sobre mi padre, la hija también recuerda que, durante sus últimos años, Tolstói se refería con entusiasmo a “esas personas que en Rusia llamamos iurodivye, esta palabra podría traducirse por simples de espíritu”.

Era improbable que Tolstói no conociera los Relatos de un peregrino ruso. Publicado anónimamente en los años sesenta del siglo XIX, el libro cuenta las aventuras de un strannik, un campesino impedido para la vida en el campo, porque “desde muy niño había perdido el uso del brazo izquierdo”, pero a cambio, presa de un vehemente impulso religioso; dedicado a la vida errante, viviendo de limosnas, mendrugos de pan, y de la lectura de su Biblia.

UN DOMINGO EN LA IGLESIA, se está leyendo la carta del apóstol Pablo a los Tesalonicenses donde los exhorta: Conviene orar sin cesar. Esta sentencia trastoca al peregrino y parte en busca de algún hombre sabio que le explique lo que significa la “oración interior ininterrumpida”. Un camino místico que tiene a sus espaldas la tradición más antigua del cristianismo ortodoxo, la perla oculta en la Iglesia de Oriente: la oración hesicasta.

Nuestro strannik, después de mucho viajar, se encuentra con un viejo staretz, un monje solitario, que le da a conocer la Filocalia, una compilación de textos escritos por los Padres del Desierto; la primera noche lee un pasaje de san Simeón el Teólogo Nuevo:

Permanece sentado en silencio y en la soledad, inclina la cabeza, cierra los ojos, respira más despacio, con la imaginación mira en lo íntimo de tu corazón, recoge tu imaginación, es decir tu pensamiento y hazlo pasar de la cabeza al corazón, anda calculando pausadamente tus palabras mientras dices: Señor Jesucristo, ten piedad de mí; dilo en voz baja, e incluso dilo en silencio, sólo con la mente.

No es extraño que el escritor italiano Roberto Calasso describa a tal oración, como la “única práctica occidental que se puede confrontar con el yoga hindú: un Oriente ocultado, que el mundo eslavo ha nutrido en sí durante siglos”. Del mismo modo, tampoco es extraño, que Tolstói empareje a las prácticas de los “hindúes que van al bosque” con los “simples de espíritu” rusos que vagan por la estepa.

Sin embargo, el magisterio de este libro va más allá de la oración hesicasta. Por un lado, en tanto literatura, el autor anónimo de los Relatos del peregrino ruso, inventó o al menos perfiló, el corpus de personajes y situaciones que permean la narrativa rusa de finales del siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX. Ahí encontramos a hospederos, a bandidos de caminos, campesinos alcoholizados, y desde luego al staretz que una y otra vez aparece en Dostoievski, Gógol, Chéjov y Tolstói; y por el lado místico, nuestro anónimo convertido en protagonista, modernizó la figura del buscador espiritual, el hombre que vaga en busca de sí mismo.

¿QUÉ SERÍAN LOS ADOLESCENTES de Dostoievski sin el peregrino ruso, qué serían los monjes y padres de los cuentos y relatos de Tolstói, sin esta figura? Sobre todo, qué sería de la intelligentsia rusa sin ese personaje que busca la salvación de su alma a través de esta suerte de meditación en la oración, yoga occidental o mindfulness avant la lettre, aunque menos egoísta y ensimismado porque comporta también la acción moral: bien podría decirse que el radio de onda de esa roca lanzada en el agua llamada peregrino ruso llega hasta los intelectuales amenazados o muertos por el estalinismo, tanto como a los activistas y objetores de conciencia en la época actual de Putin.

Ante nuestros egoísmos new age que consisten en decretar todo el bien del mundo para uno mismo ese voluntarismo mágico que se ajusta de maravilla con el sistema capitalista porque aísla y despolitiza a los individuos al responsabilizarlos de su propia condición, mientras releva de cargos al orden social y económico, al desempleo y el trabajo precarizado. La autoayuda de nuestro siglo cambia ligeramente el dictum “el pobre es pobre porque quiere” para hacernos creer que no somos ricos o “plenos” porque no decretamos correctamente, porque no hemos cerrado ciclos o no vibramos lo suficientemente alto; frente a ello, el peregrino nos recuerda que no hay salvación individual sin el intento, por lo menos, de ayudar al prójimo.

NADIE SE SALVA SOLO. No es posible la transformación individual sin la concurrencia del otro o de lo otro. Una y otra vez, el peregrino se va encontrando en el camino seres que lo tocan, a veces no sin violencia —como los ladrones que le roban su alforja, su Biblia y su Filocalia—, y le cuentan sus aventuras, su propio proceso de transformación; son hombres y mujeres sencillos, los humillados y ofendidos de Dostoievski, los simples de espíritu del padre Nazarín tanto en Galdós como en Buñuel.

En sus últimos días, el conde Lev Tolstói, después de fundar una escuela para campesinos donde él mismo fue profesor, de escribir en contra de la esclavitud, y ejercer una forma de anarquismo pacifista, descubre que sigue rodeado de lujos y de mimos, de los elogios de sus lectores en todo el mundo, y de las visitas de escritores y políticos que lo admiran; entonces, la madrugada del 28 de octubre de 1910, a la edad de 82 años, se arroja al camino con la intención de hacerse peregrino, de ir hacia los otros, porque no se trataba de salvar a Lev Nikoláievich “sino a ese algo que, por pequeño que sea, existe en mí”, anota en la entrada de su diario antes de partir; es el staretz convertido en strannik, pero también es un hombre viejo y enfermo, y no llega demasiado lejos; cansado, accede a refugiarse en la casa del jefe de estación de Astápovo donde morirá convertido en el símbolo del peregrino ruso. Tatiana Tolstói escribe que, en su último delirio, repetía las palabras: “huir… huir”. No necesitaba mencionar el texto, se había convertido en él.