El insulto que más le repiten a mi hermano Benito las celebridades que se molestan porque les toma fotos es “búscate un trabajo”. Pero el oficio de paparazzi, aunque despreciado por muchos, es una pieza clave de una industria millonaria. Este trabajo mueve anualmente grandes sumas en publicidad, venta de revistas, libros y coberturas especiales. Las revistas de espectáculos, con sus portadas llamativas y sus titulares escandalosos, han sido durante décadas un imán para el público mexicano. Por ejemplo, hace unos diez años, la revista TV Notas tiraba más de medio millón de ejemplares al mes, generando ingresos que oscilaban entre los 400 y 800 millones de pesos anualmente. En el corazón de esta maquinaria están los paparazzis como Benito, quienes con una mezcla de audacia y creatividad logran capturar esos momentos que nadie más podría.
Los paparazzi no trabajan solos; han construido una red de informantes que incluye meseros, valets y empleados de bares y restaurantes frecuentados por las celebridades. Estos “pitazos” se pagan entre 500 y mil pesos, y las tarjetas con mensajes tipo: “Si los ves, llámanos” son el nexo entre el mundo cotidiano y el universo clandestino del espectáculo.
Benito, desde niño, tuvo un espíritu libre. “Yo voy a ser como Peter Parker”, decía mientras guardaba en un gran baúl de madera sus cómics del Hombre Araña y The Punisher. Quería andar por las calles, capturando historias, lejos del encierro de una oficina.
Las cenizas de Lemmy
A los 18 años cuando cursaba la preparatoria, se inscribió en un curso de fotografía que terminó por cambiar su vida. Pasó un año explorando su pasión y llenando las paredes de nuestro cuarto con sus fotos: edificios, estatuas, puertas de iglesias y retratos de amigos.
Los paparazzi no trabajan solos; han construido una red de informantes que incluye meseros, valets y empleados de bares y restaurantes frecuentados por las celebridades. Estos ‘pitazos’ se pagan entre 500 y mil pesos
Al finalizar el curso, hizo su servicio social en TV Notas, gracias a la recomendación de una tía. No volvió a la escuela ni por su diploma; había encontrado su camino. La revista lo invitó a quedarse, y ese fue el inicio de una carrera que lo llevó a recorrer el país y el mundo, capturando los momentos más codiciados del universo del espectáculo. Como Peter Parker,ahora era un fotorreportero que vivía donde se cruzan la realidad y la ficción, armado con una cámara y una gran dosis de determinación.
“ESPÉRAME, AHORITA TE VUELVO A MARCAR”, me avisó Benito un día, cuando ya llevaba cerca de cuatro años como fotorreportero de la prensa rosa. Era 1999. Se había casado y tenía un hijo. “Aguanta, aguanta, te marco”, me dijo en su segunda llamada al hilo. Yo estaba en casa con tareas de la universidad. Volvió a llamar una tercera vez, pero colgó sin decir palabra. Entonces me puse nervioso. Imaginé que ya estaba en la cajuela de una Suburban negra, boca abajo, con una capucha en la cabeza mientras unos guaruras revisaban y destrozaban su equipo. Pero a la media hora volvió a llamar, ya relajado, para citarme en El Nivel, la vieja cantina del Centro Histórico que frecuentamos desde que tuvimos edad para entrar en los bares.
Desde que se convirtió en padre de familia nuestros encuentros ya eran así. Me llamaba cada vez que estaba en una misión y necesitaba fingir que pasaba causalmente por ahí. O cada vez que andaba por el Zócalo y tenía ganas de desandar los pasos.
Cuando llegué al Nivel, ya apuraba otro trago de su Negra Modelo. Camisa azul de manga corta, pantalón de mezclilla y botas todoterreno, se veía agitado y sudoroso. En ese tiempo se movía en transporte público o en taxi y cargaba una mochila que fácilmente pesaba entre ocho y diez kilos. Revisaba a cada rato su bíper con el que recibía nuevas misiones, y para el que ya tenía todo un catálogo de mensajes clave.
—Perdóname. Te colgué porque los guarros de Lucero ya venían sobre mí y tuve que correr. Pero ahorita que trae broncas matrimoniales con Mijares, esas fotos valen mucho.
Desde entonces Benito tenía claro que en su negocio lo que el público quiere es ver a sus estrellas caer, saber que tienen problemas, que la vida les da palos igual que a todos. Una vez me pidió que le ayudara a escribir una nota sobre la esposa de un actor que no salía del casino mientras su hijo esperaba afuera con su nana: había tomado una foto del niño jugando en el piso. “Algo así sobre una madre apostadora que abandona a su hijo”, sugirió.
—Lo que más vende, además de los bikinis, son las infidelidades y los desfiguros. La gente necesita estas noticias o se volverían locos —me dijo muy serio.
UN DÍA DE OCTUBRE DE 2010, Benito llegó a la Parroquia de San Agustín ubicada en Polanco, en la Ciudad de México, envuelto en un elegante traje oscuro. Entró por la puerta trasera de la iglesia, esquivando al personal de seguridad que estaba resguardando la entrada principal. Cuando estuvo dentro de la parroquia supo que la maniobra había sido perfecta, y todo indicaba que sería el único paparazzi con imágenes exclusivas de una de las bodas más comentadas de ese año.
Las revistas del corazón han perdido gran parte de su poder amarillista. Muchas celebridades registraron su nombre como marca, blindándose legalmente
Mientras fingía rezar, bajó la cabeza y entrelazó las manos, asegurándose de tener lista su camarita de bolsillo. Siempre decía que era la exclusividad de la foto lo que importaba, más que su calidad. Respiró profundo, tratando de parecer un invitado más en medio de aquella solemnidad.
Los invitados comenzaron a sentarse en las bancas dentro del templo. Podía escuchar los gritos de la prensa que se empujaba afuera de la parroquia y que era contenida por los guardias de seguridad. Sonrió al imaginar el caos que había en el atrio.
El entonces presidente Felipe Calderón y la primera dama, Margarita Zavala, llegaron con aire de familiaridad y se sentaron justo en la banca detrás de él. Benito los saludó con una inclinación de cabeza, ocultando su júbilo. Era un buen augurio, pensó, que lo miraran con naturalidad.
Un momento después sintió que todo se desmoronaba cuando Carlos Marín, uno de los periodistas más colmilludos que conocía, lo miró con una mezcla de curiosidad y sospecha. Marín se acercó lentamente y, con una sonrisa forzada, le pidió una pluma.
—Claro, Carlos —respondió Benito, y le pasó una pluma que llevaba en el bolsillo del saco, esperando que no notara su nerviosismo. Carlos la tomó, agradeció y se alejó, aparentemente sin sospechas.
El sacerdote empezó la ceremonia. Benito sabía que tenía que actuar rápido pero discretamente. Mientras todos los ojos estaban en los novios, deslizó la camarita de su bolsillo y empezó a disparar. Una, dos, tres, cuatro… veintiséis veces en total.
Los novios, el hijo del hombre más rico de México, Carlos Slim Domit, y la modelo María Elena Torruco, eran completamente ajenos a la maniobra. Su boda había sido capturado por una sigilosa cámara, momentos que ningún otro paparazzi pudo conseguir.
Cuando la ceremonia terminó y los invitados comenzaron a salir, Benito se levantó lentamente. Guardó la cámara en la bolsa interna de su saco y puso la otra que llevaba, la que entregaría si los guaruras lo detenían, en el bolsillo del pantalón. Caminó hacia a la salida con una mezcla de triunfo y alivio.
Esa noche, en la seguridad de su casa, revisó las fotos. Eran perfectas. Se puso en contacto con Hola México, y en menos de lo que canta un gallo, cerró un trato que le permitió tomar una semana de vacaciones con su familia en Puerto Vallarta.
“EN ESTA CHAMBA HAY DOS COSAS que se deben dominar —me dijo Benito un día—: saber hacerte güey y saber lidiar con los guaruras”. En sus redes sociales Benito no aparece en ninguna imagen. No le gusta tomarse fotos. Tampoco aparece nadie de su familia. El cuadro que más se repite es una panorámica de la playa con un pie de foto que dice “Saludos desde mi oficina”. Pero lo que hay detrás de esa imagen no son unas plácidas vacaciones: es Benito a la caza de alguna celebridad, esperando, disimulando mientras aparece Dua Lipa en bikini, o Leonardo Dicaprio de gorra y lentes para emprender la huida en su avión al darse cuenta que lo han fotografiado. O el grupo bizarro del conductor de noticieros Javier Alatorre o algunas famosas lesbianas gringas besándose porque eso se puede vender por unos buenos dólares a revistas de Estados Unidos.
BENITO NO SE TOMA FOTOS y tampoco habla de su vida privada. Es un tipo muy reservado. Cuando alguien le pregunta sobre su familia o su vida en general, se encoge de hombros y cambia de tema. Prefiere escuchar, no compartir.
Quizá su experiencia de paparazzi, revelando con fotos aspectos íntimos de la vida de los demás, le ha enseñado lo vulnerable que uno puede ser. Sabe lidiar con esbirros, escabullirse, pero la verdadera amenaza —piensa él— es dejar que alguien sepa demasiado de ti.
Una vez me recordó lo que decía el entrañable personaje de los libros de Carlos Castaneda, unos de sus autores favoritos.
—Juan Matus decía que entre más sepan de tu vida, más poder tienen para hacerte daño —dijo—. Yo siempre como que me guardo muchas cosas para mí, ¿no?
Benito también prefiere que sus conocidos no le cuenten intimidades. Eso lo incomoda. Tal vez lo compromete de alguna manera y no quiere eso. El silencio es su refugio. Las calles son su campo de batalla. Allí, se siente libre. Captura momentos de la vida de las celebridades. Pero su vida, esa es intocable.
NO TODAS LAS CELEBRIDADES piensan que los paparazzi son “una mierda de gente”. “En México no somos como los gringos, que hasta husmean en tu basura”, me dice Benito. Muchas estrellas del cine y la TV ganan buen dinero vendiendo a los fotorreporteros de la prensa del corazón, su boda, el cumpleaños de su hijo, su divorcio… La relación entre las celebridades y los paparazzi es complicada. Hay quienes sufren por las fotos que les toman y otros que les sacan partido.
Una tarde, mientras tomábamos café, Benito me relató un caso curioso:
—Le tomamos una foto a una de las cantantes del grupo Pandora donde salió bien gordita —dijo riendo—. Luego que se publicó, me llamó su representante. No sé cómo consiguió mi número, pero me llamó encabronadísimo. El tipo estaba furioso.
—¡No para de llorar desde hace dos días! Ustedes son una mierda de personas —le gritó por el teléfono.
Benito se encogió de hombros. Sabe que no todas las historias terminan bien para las celebridades. A veces, una foto podía ser devastadora. Pero no siempre, como el caso de una conductora gringa de televisión, de la que no recuerda el nombre. En las revistas siempre aparecía bonita, delgada, con cuerpazo. Estando de vacaciones en Cancún, Benito le tomó una foto donde se veía gorda. La foto se hizo viral y la conductora recibió burlas. La mayoría se habría hundido en la depresión, pero ella no.
—En vez de ponerse a llorar, como la Pandora, contrató a un entrenador personal y bajó de peso en seis meses con la ayuda de un aparato —dijo Benito, admirando su ingenio—. Después ganó una fortuna con la venta del aparato.
La historia no terminó ahí.
—¡Ella misma nos compró las fotos que le tomamos para publicar el antes y el después!
“EL PEJE LE PEGÓ MUY CABRÓN AL NEGOCIO”, me dijo Benito una tarde de diciembre de 2019. Acababa de regresar de Cancún, donde pasaba prácticamente la mitad del año a la caza de celebridades. Traía entre manos el proyecto de fundar una agencia de marketing digital y producir el portafolio de actores emergentes, además de continuar con fotografía de eventos y productos.
—Las revistas nos dijeron de la noche a la mañana que ya no les interesaban nuestras fotos, pero sabemos que es porque ya notienen dinero para pagarlas. El gobierno ya no les compra publicidad.
Entre la retirada de presupuestos y las demandas millonarias de celebridades como Flor Rubio y Andrea Legarreta, el negocio de los paparazzi empezó a tambalearse. En 2019, Legarreta ganó un juicio que costó a TV Notas 2.5 millones de pesos. Además, el auge de influencers y youtubers arrebató anunciantes, dejando a la prensa rosa en una crisis que orilló a algunos fotorreporteros a explorar nuevos caminos. Aunque hubo intentos como el portal theomg.tv, el éxito fue escaso.
Hoy, las revistas del corazón han perdido gran parte de su poder amarillista. Muchas celebridades registraron su nombre como marca, blindándose legalmente contra la difusión de su imagen. El juego ha cambiado, y los paparazzi, como Benito, enfrentan un terreno donde el dinero fácil y las exclusivas ya no son garantía. Pero su talento para reinventarse persiste, como un reflejo del oficio que elige capturar la fama, incluso cuando ésta parece desvanecerse.