Para Cardenal, todo fue un llamado, desde sus primeros enamoramientos, que lo embelesaban y lo aterraban al mismo tiempo, hasta la revolución, que jamás pudo ver como un fenómeno de la política, sino como una voz que venía de la zarza. El poeta, sacerdote, revolucionario, y teólogo nicaragüense cumple cien años de nacimiento este 20 de enero.
Casi nadie reconoce el momento en que comienzan sus infortunios o sus victorias. Entendida la vida como un azar, para el común de las personas su existencia les parece un continuum de vaivenes que no comienzan ni terminan, sólo duran. En cambio, para Ernesto Cardenal la existencia fue una serie de renacimientos o puntos de inflexión, en cada acontecimiento o en cada encuentro veía una ordalía o señal: la exigencia de Dios.
Su camino comienza “un sábado 2 de junio de 1956 al mediodía”. De pronto se oyeron en la Avenida Roosevelt:
Memorias de un subsuelo en las alturas
Las estridentes sirenas de la caravana de Somoza, que paralizaban el tráfico como bomberos o ambulancias mientras corrían a toda velocidad. Era Somoza que se dirigía a la Casa Presidencial. Aquellas sirenas sonaron en mis oídos como clarines de triunfo. Un triunfo sobre mí. Por extraño que parezca, rápido como un flash mi mente percibió una superposición de Dios y el dictador como si fueran uno solo; uno solo que había triunfado sobre mí.
Y luego describe su transverberación en términos místicos:
De pronto el alma siente Su presencia en una forma que no puede equivocarse y con temor y espanto exclama: ‘¡Tú debes ser el que hizo el cielo y la tierra!’ Y quiere esconderse y desaparecer de esa presencia y no puede, porque está como entre la espada y la pared, entre Él y Él […] Y entonces le dije que no me diera más placer porque me iba a morir. Ya me dolía mucho.
Cardenal encontró su camino a Damasco entre las sirenas con las que un dictador se abría paso, arrebato único, “pues no se me ha vuelto nunca repetir”. Y a partir de entonces, buscó renovar ese éxtasis en la trapa, en la teología de la liberación, en la comunidad de Solentiname, en la revolución. De la soledad a la comunidad, de la contemplación a la acción, Cardenal indudablemente es una figura emblemática del siglo XX latinoamericano.
Cardenal se asume, antes de poeta y revolucionario, como católico. Y esto ya debería prevenirnos sobre cómo leer su obra, y, ante todo, sobre cómo entender sus acciones, sus decisiones políticas.
Muchos lectores han visto una soterrada autohagiografía en sus memorias; hay algo de verdad en ello, a veces parecen escritas desde quien está demasiado seguro de estar del lado correcto de la historia, y adoptan un cariz a veces ingenuo, cándido y otras irritante; pero lo cierto es que una y otra vez se encuentra en los lugares precisos y con la gente indicada, aquellos que trazaron, para esperanza o fracaso, los caminos que habían de seguir la historia política y la cultura latinoamericana del siglo pasado. Destaco un puñado desde esos momentos.
EL NOVICIADO
Poco después de su teofanía, Cardenal decidió ingresar al monasterio trapense de Nuestra Señora de Getsemaní en Louisville, Kentucky, donde su padre espiritual fue Thomas Merton (1915-1968). El monje trapense es símbolo de uno de los momentos más altos del catolicismo de los años sesenta, su fe y su carisma tuvieron una gran influencia pública, reforzada por sus libros, como sus propias memorias, La montaña de los Siete Círculos, que hay que leer si se quieren entender los movimientos del catolicismo revolucionario de aquellos años. Tendió puentes hacia otras religiones, especialmente el budismo; predicó la no violencia y criticó el racismo pero, acaso, su mayor logro fue rescatar y promover la tradición monástica occidental, ofreciéndola como una posibilidad de salvación espiritual frente a las tentaciones del siglo.
Si me detengo en el personaje es porque su influencia en la vida, no sólo espiritual sino revolucionaria y lite-raria es inequívoca. Se escribieron textos, hubo una influencia en los gustos poéticos y no se entendería la fundación en el extremo sur del Gran Lago de Nicaragua de la Comunidad de Nuestra Señora de Solentiname sin su ascendiente.
La mejor parte de su primer tomo de memorias, Vida perdida, son sus “Notas del noviciado”, un verdadero testimonio de la conversión:
El silencio es Dios. Pero no se alcanza desde el principio, porque después del silencio exterior aún falta el silencio interior; porque aunque nadie le hable a uno, uno continúa lleno de ruido, hablándose a sí mismo, oyendo el alboroto de la imaginación, de la fantasía y de los recuerdos. Los primeros días, este estrépito me traía loco; en mi cabeza un continuo ir y venir de imágenes; y de pensamientos, unos obscenos, otros tontos, otros disparatados, otros inteligentes, otros obsesivos. Pero poco a poco se fue haciendo el silencio dentro de mí. El silencio en el que espero ya no oír nada sino a Dios.
CUERNAVACA
Thomas Merton tiene sus propias crisis, en cierto momento quiere dejar el monasterio y predicar más al modo de monje mendicante sus enseñanzas, necesita que Cardenal hable con altos dignatarios para conseguir ese permiso. Y uno de ellos es Gregorio Lemercier, prior de un monasterio benedictino en Cuernavaca.
Cardenal ya había estado en México. Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras donde “las clases no eran interesantes”, pero “lo era el café de la facultad”. Allí se reunía con Ernesto Mejía Sánchez, Tito Monterroso, Rosario Castellanos, Dolores Castro, Wilberto Cantón y Ninfa Santos. Anota: “Tito no podía escribir, todos sabíamos, sólo leer”. Rosario Castellanos, por su parte, tenía “un humor semejante al de Monterroso, cosa rara en una mujer, porque las mujeres no suelen ser humoristas”.
Pero entonces se encuentra con otro de los católicos más interesantes de aquellos años. En su monasterio, Lemercier había permitido la práctica del psicoanálisis porque suponía que ayudaría a los novicios a entender las raíces de su fe y a afianzar su vocación. El asunto se convirtió en un verdadero escándalo que llamó la atención mundial. Llegaron periodistas de Estados Unidos y de Francia, y no sólo periodistas, sino poetas beat católicos que querían conocer el monasterio. Entre nosotros, un entonces joven escritor quiso hacer unreportaje de lo que sucedía en el monasterio, pero su impresión fue tan fuerte (él también, católico convencido) que terminó escribiendo su primera obra de teatro, Pueblo rechazado. El autor, Vicente Leñero.
El ambiente beat / hippie se hace sentir en el monasterio, Cardenal escribe: “me quisieron convencer bastantes veces que probara marihuana, que me ayu-daría con la oración. Pero yo no me atreví nunca porque temía poner en riesgo mi vocación”. Sin embargo, sí accede al psicoanálisis, pero lo despachan de inmediato: “yo no era un caso de psicoanálisis porque estaba muy feliz con mi vocación y con gran paz interior y sin ningún conflicto espiritual, mis malestares [sufría del estómago] no podía deber a causas psíquicas, sino que debían ser de origen orgánico”, y lo mandaron a ver a un médico.
INTERMEDIO EN CUBA
“Cardenal, aquí habla Celia Sánchez (la guerrillera de la Sierra Maestra que cuidaba a Fidel y también era su secretaria). Fidel quiere verlo. Quédese allí en el hotel, no se mueva de su pieza”. Cardenal se mantiene a la espera, a eso de las ocho, vuelven a marcarle, que baje, ya lo están esperando. Hay un carrito negro a la puerta del hotel, se abre la puerta trasera y alguien lo invita a subir. Adentro “traje verde y barba negra”, entre ellos un cerro de papeles donde Fidel apoyaba el brazo. De inmediato comienza a hablarle, como si se conocieran.
Le hablo de la importancia de la colaboración de la Iglesia para el triunfo de la revolución en América Latina, y dice: “No sólo para el triunfo. También para después; para consolidar el socialismo. Para animar a los sacrificios que exige el socialismo ¿Sabe? El socialismo no es la abundancia; sino que es la repartición y por tanto el sacrificio. El socialismo es la fraternidad, ¿verdad?”
El revolucionario termina siempre sus frases con una pregunta, quiere que el religioso asienta, que le dé la razón; pero Cardenal, es más sibilino, calla, quiere conocerlo. El carro da vueltas por el malecón. Pasan las horas. Fidel pide que vuelvan al hotel. Se quedan en el patio trasero donde hablan un rato más. “Mire, todas las condiciones de un sacerdote son las cualidades necesarias en un buen revolucionario”.
Leído desde nuestro siglo, el pasaje parece digno de Fausto, ahí tenemos a Mefistófeles endulzándole el oído a Cardenal, diciéndole exactamente lo quequiere escuchar y lo que a Fidel le conviene decir, pues lo quiere como aliado. Visto desde aquel momento y en medio del entusiasmo revolucionario, fue para Cardenal (él mismo lo admite), su otra conversión. Podemos hablar de candidez, de ingenuidad, pero en realidad se trata de su naturaleza, está viviendo el relato evangelista, lo que sucede frente a sus narices son trasuntos de las guerrillas entre zelotes y romanos.
SOLENTINAME
Su gran triunfo social fue la creación de la comunidad de Santa María de Solentiname. Una suerte de comuna hippie, donde sus miembros vivían de la agricultura y la pesca, donde se hacía artesanía, pero sobre todo donde transformó la misa en un conversatorio sobre los pasajes de los Evangelios.
Para Cardenal, la religión no era un mysterium, es decir un culto de iniciados, sino un instrumento defensivo contra las amenazas de la desigualdad social y la opresión política, un medio de cohesión para recuperar un equilibro comunitario. A Solentiname llegaba todo dios, poetas beats, hippies, vagos, y también llegó Julio Cortázar y participó en una de estas conversaciones sobre el evangelio.
Cardenal recuerda que comentaron elpasaje en que Jesús “es capturado en el Huerto de los Olivos mediante la traición de Judas”.
Para Cardenal, la religión no era un mysterium, es decir un culto de iniciados, sino un instrumento defensivo contra las amenazas de la desigualdad social y la opresión política
Cardenal, Cortázar, Sergio Ramírez y otros amigos comentan el versículo siguiente: “Jesús le dijo: Amigo, ¿a qué vienes?"
Relacionar las vivencias de los guerrilleros con las de los evangelistas puede parecernos un sinsentido, pero hay que entender que lo que estaban haciendo no era santificar a los hombres de la revolución, sino bajar a ras de suelo, de experiencia clara y concreta, los pasajes de la Biblia. Si hubieran estado en otra circunstancia, no hablarían de Sandino o del Che, sino de campesinos o artesanos que trataban de liberarse de la opresión política del momento.
Es sencillo condenar a posteriori, cuando conocemos el resultado de esa y otras revoluciones, pero al calor del momento quizás no exista otra posibilidad que mitificar los ideales para darse valor y valía. De lejos, parece una coartada, de cerca no es más que la necesidad psicológica de crearse una narrativa que convenga y refuerce nuestras esperanzas del momento.
Su entusiasmo por la revolución nunca decayó, y se le ha reprochado lo bastante; sin embargo, quizás en otros cien años o doscientos años Solentiname forme parte de la leyenda áurea de las herejías comunitarias, que han revisitado lo mismo Norman Cohn que Raoul Vaneigem.
Lo que estaban haciendo no era santificar a los hombres de la revolución, sino bajar a ras de suelo, de experiencia clara y concreta, los pasajes de la Biblia
POESÍA
A cien años de su nacimiento, nos encontramos en el mejor momento para entenderlo, porque su obra ya está cerrada, cumplida y, por tanto, sus versos son su verdadera voz, han dejado de ser el producto de una persona para convertirse en lo único que realmente queda de ella. El conflicto entre el monasterio y el siglo, entre el cielo y la revolución, entre el sexo y la espiritualidad que se resolvió en el poema.
Sería deseable saber cuál traducción de la Biblia leía Cardenal, supongo que en sus diversas estancias en monasterios debieron haber sido varias y por lo menos en dos idiomas, español e inglés; sin embargo, me gusta pensar que tuvo cerca la traducción de Casiodoro de Reina donde existe una conciencia del versículo, porque su libro de Salmos reproduce íntimamente ese procedimiento.
Borges apunta: “más allá del ritmo, la forma tipográfica del versículo sirve para anunciar al lector que la emoción poética, no la información o el razonamiento, es lo que está esperándolo”. Este puede ser un buen ejemplo:
Con Cardenal hay una restauración del pacto entre el poeta y su público. Por un lado, su poesía se vio beneficiada por su labor social, sus actos públicos, pero eso no justifica del todo su influencia en otros poetas, como José Emilio Pacheco y Jaime Sabines, ni su enorme popularidad; quiere decir, más bien que su obra cumplió una necesidad, tal vez no formulada, pero que se encontraba en el aire, y quizás tenga que ver con este modo de poesía coloquial, casi anónima, como un grafiti, una pinta en una pared que parece escrita (sólo lo parece, se necesita de un gran talento para lograr ese “anonimato”) por cualquiera de nosotros. Un buen ejemplo son sus epigramas:
En el fondo, podría decirse que hizo con su poesía lo mismo que con su idea de religión: la consideró como un ejercicio ético y civil, un ejercicio de divulgación en el más alto de los sentidos: fue un verdadero evangelista, es decir, un difusor de la “buena nueva”.
Del mismo modo que transformó la misa en conversación comunitaria de los evangelios, creando de este modo una suerte de poema anónimo y colectivo, hizo de su poesía un lugar donde cualquiera podía encontrar refugio y guía.
Cuando recibís el nombramiento
Como el de un verdadero profeta, no en el sentido de quien predice el futuro, sino de quien guía a su grey, su verso, más encantatorio que melodioso, intercede por nosotros. ¿No es ésa la verdadera labor del sacerdote, en todas las épocas y en todas las religiones, la de ocuparse de nosotros en nuestra hora más oscura y ofrecernos el viático de la poesía y la conexión con lo sagrado?