A Roberto Diego Ortega,
por su generosidad y lucidez
Hay momentos en los que uno se pregunta si ya de plano dio el teporochazo. Si es mejor dejar de beber y volverse cristiano. A mi tío Mode le ocurrió. Dipsómano al igual que mi padre, Leonel. Papá murió a sus 61 años como leal feligrés de la santa religión del jaibol hasta su último trago. Mi tío vive aún, perdido provincia adentro, predicando al de Arriba, más seco que la presa del Sistema Cutzamala que alimenta de agua a la capital.
Carezco de esa madera de la vieja guardia para inflar de manera espartana, sin consecuencias graves inmediatas, amén de las terribles crudas. Más que el alcohol, la trinidad de la producción alimentaria industrial moderna fue la que nos dio en la madre: edulcorantes, sodios y grasas trans. Procesados, botanas —incluidos los fit—y embolsados mermaron de manera irreparable la genética de los que nacimos en los 80.
Todas estas cavilaciones llegaron a mi culpígena consciencia luego de un extraño acontecimiento. Hace un par de semanas me meé en la cama, de borracho. Mejor dicho, acostado hacia la pared al filo de nuestra king size, con el índice y el pulgar saqué mi pizarrín del pijama y comencé a orinar, lateral, hacia el vacío. El estruendo del chorro sobre el piso de la recamara despertó a Marisol, mi mujer, quien dormía la mona (la cruda) de espaldas a mis 81 kilos de masa briaga.
¡¡¡Amorrrr, noooo mamessss, teeee estássss meandoooo!!!
*
En la escala del borrachín, el meado pertenece a los peldaños más bajos. Es un soldado caído en el cumplimiento de su deber. Casi ahogado, naufraga con su razón en el abismo de las lagunas mentales. Un borracho que orina en la vía pública, en un árbol o tras un auto es tomado por cochino, repulsivo. Se aguanta la vergüenza pública para evitar que su vejiga reviente, alerta dentro de lo posible de que no le caiga la chota para llevarlo al Torito. Uno meado perdió la batalla entre la parranda total y una simple pedita. Es un outsider, encaminado en la senda de la teporochez sin remedio.
Aunque mi consumo de alcohol empezó a los 15 y el lector quizá piense que soy un pedote consuetudinario, fui un dipsómano tardío. Crecí rodeado de bebedores en mi familia y en la calle, aunque durante años no encaucé el goce de mi vida hacia la sagrada locura del giste. Parte de la adolescencia fui muy cerebral, inundado de sobrios y radicales atavismos anarquistas, producto de mi formación política y activismo preparatoriano. Gracias, hermanos Magón.
En la escala del borrachín, el meado pertenece a los peldaños más bajos. Es un soldado caído en el cumplimiento de su deber. Casi ahogado, naufraga
Lo mismo durante los semestres que cursé en la universidad, luego de haber sido un puberto maníaco semidelincuente que se salvó de caer en la correccional de menores o ser recluido en una escuela militar, como amenazó mi madre. Fumaba, vagaba, leía clásicos de terror, ciencia ficción y existencialismo. Poe, Verne, Wells y Hesse, mis héroes. Además de estudiar era garrotero en una cadena de restaurantes de pozole, pero no pertenecía a la hermandad de la uva que John Fante plasmaría en su novela, aunque mi padre era un trasunto de Nick Molise: tiránico lumpen, albañil duro e iracundo amante de la copa.
Eso cambiaría. Con el periodismo, las letras, las sustancias y el ambiente bohemio de mi nueva búsqueda de vida me dediqué con frenesí a recuperar el tiempo perdido, poniéndome al corriente con aquella verdadera civilización que definió Faulkner: la que tiene su origen en la destilación. Por otro lado, la ciencia define cuatro tipos de borrachos: Ernest Hemingway, el Profesor chiflado, Mary Poppins y Mr. Hyde. Un estudio con fines médicos en Addiction Research & Theory analizó el efecto de la embriaguez por medio de patrones de conducta claramente definidos.
En la escala del borrachín, el meado pertenece a los peldaños más bajos. Es un soldado caído en el cumplimiento de su deber. Casi ahogado, naufraga
Los Hemingway son el grupo más grande de briagos. Como el reconocido escritor, cuando se emborrachan no cambia gran cosa su personalidad, disminuye poco su capacidad intelectual o su nivel de conciencia. A los Mary Poppins se les exacerba el carácter extrovertido y amable. Como la niñera de la historia infantil, se vuelven felices y amorosos. Los Profesor chiflado, como el alter ego del químico que interpretó Eddie Murphy en la película, son tímidos, sobrios, pero extrovertidos tras unas copas. Pierden las inhibiciones, aunque no la conciencia. Finalmente, cuando se pasan de tarros, los Mr. Hyde son los pedotes oscuros. Su nivel intelectual y de conciencia cae por los suelos y pueden ser hostiles. Luego de los Hemingway, es el segundo tipo más común de borracho, vinculado con problemas de adicción.
Con el paso de los frascos en cientos de bacanales comprendí que en realidad los habitués del chupe somos uno y otro. Depende de los resultados de una competencia en nuestro interior entre todas las máscaras del yo. La ganadora toma la delantera en una carrera cuyo combustible es el cristalino etanol que tanto da y tanto toma, en su orgullosa posición moderna de ser la droga legal más consumida del mundo. Sutiles grados en un densímetro que marcan el derrotero entre el hombre apacible luego de unos tragos y el bestial malacopa que toma el timón cuando aquél se distrae, generalmente para servirse otra, la de estribo o la de Hidalgo: chingue su madre el que deje algo.
Ahora había aprendido que ambos pueden mearse encima.
Gulp
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Con jaqueca, tirado en la cama y con la mirada perdida en el techo, la mañana del sábado estaba hecho una piltrafa. Sentía una cruda de aquéllas. ¿¿¿Pooor??? Mar se había ido a trabajar. Mis recuerdos de la noche anterior llegaban en chispazos. Mi rostro iluminado por la pantalla de la laptop, sentado en el comedor, con el último vaso de cerveza a un lado, escuchando soul a bajo volumen en las bocinas de la sala. Luego me desvestía con trabajos. Al otro instante estaba recostado y luego todo a negros. Intuí que había algo más, así que regresé un poco más el casete: la tarde había transcurrido pasajera y me quedaría en casa.
Se me ocurrió que podía comprar una caguama en Abarrotes San Judas, cerca de casa, para hacer la tarea más amena, sin romper demasiado la dieta. Al final fueron tres, entusiasmado por mis lecturas y algunas conversaciones por el WhatsApp. Prendí un purito que guardaba en un cajón. Mar había llegado cansada, por lo que se fue a la cama, ajena a mi pequeña borrachera de buró.
Al volver me contó sobre la meada. Me habló de un yo que no reconocía. ¡No mamar!
—¿Qué hice quééé? —la increpé.
—Sí, amor, entre sueños creí escuchar que se tiraba agua y me paré en chinga. Pensé que habías volteado el vaso del buró o que alguno de los perritos se meaba en el pasillo. ¡Pero eras tú! Te empecé a mover y vi que
te estabas riendo, despierto. Te dije qué estás haciendo, no mames, te estás meando. Volteaste a verme enojado, gruñiste algo y te guardaste el pito. Luego del berrinche te diste la vuelta y yo me volví a acostar.
A la Capone en plena era de la Prohibición, pero legal y sin aspavientos, Mar mantuvo el barco a flote en su modesta fábrica mientras a la humanidad nos estaba cargando la peor de las resacas
La culpa es el sentimiento más hondo, una persona que se siente culpable se convierte en su propio verdugo, filosofaba el estoico Séneca. Ahora lo comprobaba. ¿Yo, mearme en la cama? Había borrado ese casete. Como cabalística, el efecto alquímico de tres caguamas bien frías se convirtió en el de una parranda de toda la noche. No obstante, ni en la peor de ellas me había acercado a mearme. Cuando mucho amanecía tirado en la sala o en la camita de mis perros.
Más despabilado, luego de trapear la recámara, salí al parque con mis compañeros caninos. Mientras observaba cómo ellos orinaban sobre el pasto verde y fresco hice un repaso rápido de mi reciente relación con el alcohol. Sobre todo porque llevaba medio año sin empinar el codo, adherido a un plan de alimentación por primera vez en mi vida, con nutrióloga incluida. Quizá esto último tenía algo que ver. Sin duda, encontraba algo extraño en los acontecimientos que culminaron con los restos de mi agüita amarilla en los azulejos color madera del piso.
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No es motivo de orgullo confesar que la mayor parte de la pandemia me la pasé inflando. Una vez que en el trabajo nos mandaron a casa para seguir en home office, le entré duro y directo a la chela en horario laboral y al pomo en fines de semana que comenzaban el jueves. Bastaba con pedir un uber y aterrizar en casa de mi amigo, el Pedotas, donde él vivía con su morra, mi amiga Pegina, con pretextos nimios como elucubrar planes que nos llevarían al éxito si sobrevivíamos a la hecatombe viral. Ay, ajá. Ahí se apersonaban Alcoholfo, su novia Jessmirnoff, Mar, y a meterle durísimo.
Otros motivadores fueron el hermoso clima primaveral —en marzo se declaró el confinamiento obligatorio en México— y que Marisol es maestra cervecera. Su chamba prácticamente es cocinar chela artesanal, neuromancia por la que se ganó el apodo Breaking Mar, a la Heisenberg de la serie de Vince Gilligan. Los años en su oficio le dieron la experiencia para asegurar el suministro de una cerveza de altura, bien preparada, para algunos clientes y establecimientos de la ciudad que sobrevivían a la guillotina comercial ante la cuarentena, mientras las chimeneas de Grupo Modelo estaban apagadas y por todos lados se sobrevendía el líquido vital a precios por arriba incluso que los artesanales. Curiosamente, nunca vi a algún briago rezongar por esto último, ni cuando se dispensaba un formato con poco alcohol como placebo de sabor insípido.
A la Capone en plena era de la Prohibición, pero legal y sin aspavientos pretenciosos, Mar mantuvo el barco a flote en su modesta fábrica mientras a la humanidad nos estaba cargando la peor de las resacas. Siempre, nuestro refri rebosaba de chelas. Mi favorita, el estilo IPA. Así que me bajaba unas cuantas para luego seguirla en reuniones casi secretas en casas, algunas piqueras clandestinas de la ciudad y ahí donde hubiera chance de arriesgar la vida por unos instantes de felicidad etílica, en pleno parón ante los principios del fin mundial.
Un año y medio después, sin más ejercicio que el levantamiento de tarro, mis triglicéridos habían subido como la espuma. Los telúricos mareos que atribuía al estrés laboral, al miedo pandémico y al exceso de café por las mañanas, provenían de una naturaleza relacionada con mi dipsomanía. Un doctor a domicilio vestido como un astronauta sanitizó el depa como en sede de la OMS y una vez dentro me tradujo los estudios de laboratorio que me había encargado hacer días antes: triglis, altos, es decir, 400 miligramos de azúcar por decilitro (mg/dL). Riesgos a corto y largo plazos: pancreatitis aguda, enfermedades del corazón, accidente cerebrovascular.
Se acabó la fiesta.
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“Triglicéridos, el enemigo silencioso”, me dijo un amigo docto en alimentación, deporte y, ahora me enteraba, autoayuda. Me hizo llegar mensajes encriptados, con frases como: “Poner manos a la obra”, “la presión arterial no la mencionas pero viene junto con pegado”, “la juventud antes de los 40 nos garantiza una regeneración celular, acompañada de buenos cuidados y disciplina”, “la clave, trabajo constante de baja intensidad”, “vida saludable para generar un hábito y vínculo con tu ser interior llamándolo a soltar y dejar morir lo que te llevó a tal estado y dar paso a nueva vida”, “anabolismo y catabolismo serán conceptos que comprenderás pero, eso sí, sin buenos hábitos sólo se distorsionan”, “este camino no será color de rosa, al sentir tu cuerpo y mente esos cambios tendrás episodios, afectando emociones levemente y sensaciones de apetito y cansancio; a este período se le conoce como adaptación”, “mucha cabeza fría y regulación, cada período superado te dará fuerza, ahí viene la tentación y búsqueda del placer de antaño: me siento chido”, “aprovechas y sigues o vuelves a los viejos hábitos”, “ánimo, me da gusto saber que estás listo para salir adelante, sí se puede, hágase”.
¡Dios mío!, me dije cuando terminé de leer su extenso mensaje. Me paniqueé, le di las gracias y destapé una IPA. La madrugada llegó fresca y serena, con insomnio. En la oscuridad de la habitación me llegaron pensamientos sobre la deliciosa alegría catártica que conlleva la embriaguez. Y su contraparte, esa relación tóxica que solemos entablar con la copa, presos de una simple pero compleja idea de poner límites o encontrar el equilibrio. Imposible en esta vida condenada al dolor. Flotando en la penumbra de mi mente, comprendí que se había encendido algo, una chispa intuitiva. Lalito, llegaste a un punto de no retorno.
Pasado el confinamiento me enteré en la oficina de que teníamos convenio con una nutrióloga clínica fresona, que nos cobraba la micha de lana por consulta. Dudé, cavilé y sudé como en una cruda horrenda. Finalmente, me miré al espejo con el dorso desnudo: un yo rechoncho, como el Ignatius J. Reilly de John Kennedy Toole, me regresaba la mirada. En mi interior, un zumbido tenue como el ruido blanco de una brisa lejana me comunicaba en una extraña clave que debía bajarle la velocidad al chupirul.
Por la mañana le escribí a la nutri para agendar mi primera consulta.
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—Tienes 29 kilogramos de más. Pesas 97, cuando deberías estar en los 70.
—¿Qué? ¿Cómo llegué ahí, doctora?
Literal, era como si todo el tiempo cargara a una persona muy ñanga en el lomo. Un niño o una morra flacucha.
—Tu nivel de obesidad es de riesgo medio alto y por todo el test que acabo de hacer, debemos actuar ya. Dame el primer mes con cero alcohol y sigue el Plan Alimenticio que te voy a hacer. Avanzaremos paso a paso, con alimentación balanceada, ejercicio, nada fati-goso ni que te sientas comprometido. El primer problema con este tipo de tratamiento es que las personas lo ven como una carga psicológica, debe ser en realidad un aliciente ligero del día a día. ¿Aceptas al Señor del Sagrado Cora Fit en tu alma?
—¿Hay de otra? ¿Ni una chelita? ¿Un wiskol? ¿Un gin? ¿Mezcal?
—No, si quieres vivir.
—Hágase.
Seis meses después, luego de apretar un güevo y la mitad del otro, había bajado 16 quilates de los que cargaba de más. Seguir el plan de alimentos no me pesaba, por lo que me adapté muy rápido. Regresé al box y a la natación. La cuestión era el chupe, pero me había mentalizado a tope sacando fuerzas de gordeza y las cosas funcionaban. Me alejaba poco a poco de la obesidad y el sacón de onda por los triglis, pero aún no podía cantar victoria. La meada llegó como un cisma. Sin duda esto del “plan” (“plaaaannn”, no le digas “dieta”, por favor, dice en cada consulta la nutri) había influido. Estaba desencanchado para la peda. ¿Tanto? Entonces otra teoría, ligada a un par de experiencias cercanas y al conocimiento etílico de Breaking Mar, comenzó a rondarme el cerebelo.
Acordé conmigo mismo mantener el rigor del plan, nula bebida por un buen tiempo, al menos hasta llegar a la meta de mi peso ideal, de la mano de la nutri. Alcohol, ya nos volveremos a ver las jetas
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Es por todos sabido que abundan en el mercado las bebidas adulteradas. Sobre todo botellas piratas de whisky, tequila y vodka, por citar las más consumidas por los parroquianos totonacas. Sin embargo, en recientes años y en menor medida, también se detectaron algunas cervezas industriales adulteradas o pirata. Un par de cargamentos decomisados en algunos estados del país lo confirman. Lo mismo ocurre cada vez con mayor frecuencia en los refrescos. La fayuca ya no es exclusiva de los perfumes, las cremas milagro o el mariguanol.
Además de las clones, existen algunas oficiales circulando en los expendios, que tienen una cantidad muy fuerte e inusual de alcohol. Si bien la respuesta al consumo depende también del estado anímico y corporal, a muchos nos pasa en ocasiones que nos empedamos rápido. El efecto de un par de birras se multiplica como bola de nieve. La razón son los llamados alcoholes superiores o fusel, presentes en algunos lotes de cerveza comercial.
De acuerdo con Mar, el proceso básico para hacer chela consiste en moler la cebada para quebrar el grano. Luego se vierte en agua caliente para macerarla, con el propósito de extraer los azúcares, también llamados mosto. Éste se pone a hervir y se le agrega el lúpulo, que da el aroma y el amargor. La mezcla se enfría, se inocula con levadura. Después de un par de semanas de fermentación y maduración tienes tu chela. Ahora bien, en su trajín por saciar la sed de la mala de millones de briagos, las grandes cerveceras realizan una extracción adicional de azúcares. Sobreenjuagan la cebada para sacar más producto con menos materia prima y en ese proceso nos llevan entre las patas.
Esas chelas con alcohol superior son peligrosas. Sus efectos son parecidos a esa leyenda urbana del chupe que te deja ciego, porque en realidad eso puede ocurrir. En su cuento “502”, Lucia Berlin dice que las licorerías son como pesadillas mastodónticas. La definición aplica para esas bebidas, cuyos efectos menores son los que me pasaron factura a mí: poca cantidad de ellos son suficientes para el blackout y conductas erráticas e impredecibles. En mi delirio onírico de las lagunas mentales yo estaba en el baño o en otro lado, entre la meada y las risas. Quizá me creía Manneken Pis, el querubín de bronce que orina en una fuente, símbolo de Bruselas, meca global de la cerveza. No hacía mucho había leído un reportaje sobre el curioso personaje neerlandés.
Con una cuarta caguama de ese lo-te maligno, quizá hoy estaría ciego. Como sea, es muy probable que esta explicación, aunada a los efectos de la seca por la dieta antitriglicéridos, hayan sido los ingredientes perfectos del coctel que me llevó a ser el Mr. Hyde del orín descontrolado.
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Hay momentos en la vida en los que uno se pregunta si ya dio el teporochazo. Luego de mi affaire con la meada en la cama y todo lo aquí narrado, creo que la respuesta, si es que la hay, tendría que relacionarse con una versión de esa regla cliché del vaso a medio llenar. En este caso no de agua, sino de algún delicioso destilado o fermentado. Después de todo, al igual que con el observador, la perspectiva depende del punto de vista… del bebedor.
Acordé conmigo mismo mantener el rigor del plan, nula bebida por un buen tiempo, al menos hasta llegar a la meta de mi peso ideal, de la mano de la nutri. Alcohol, ya nos volveremos a ver las jetas. Prefiero pensar en que como Faulkner, autor de El ruido y la furia, en este mundo de verdad tememos descubrir exactamente cuántas penurias somos capaces de soportar. Visto bajo la mirada de ese escritor que infló y creó en cantidades industriales, una meada en la orilla de la cama es cosa de niños.
Mientras lo averiguo, escribiré. Con la bebida ensayaré a la manera de esa proverbial bíblica que afirma sobre el de Arriba: teniendo mucho podría desconocerte, pero con poco podría robar y deshonrarte. Creo que tanto a mi padre como al tío Mode les gustaría esta sublime paradoja.
¿Somos, a final de cuentas, más que bebida y alimento?