Charles Dickens

Acerca de un mundo que está ahí

El 2 de julio pasado se cumplió el centenario del nacimiento del poeta cubano Eliseo Diego (1920-1994), quien vivió sus últimos años en la Ciudad de México y recibió, entre otros, el premio de la FIL Guadalajara en 1993. Lo recordamos a través de diversos filtros. De entrada, recuperamos del mecanuscrito original este ensayo sobre Dickens que apareció en una edición cubana de 1989, luego en la UNAM, 1993 —en su Libro de quizás y quién sabe— y alguna otra, difícilmente asequible. Aplicamos los criterios de este suplemento en la presentación de títulos, citas y demás. Agradecemos la invaluable generosidad de Josefina, hija del poeta, y de Diego García Elío —editor de buena parte de la obra, albacea de su legado literario en México— por compartir los materiales del archivo familiar que integran este número de El Cultural.

Eliseo Diego y su esposa, Bella García Marruz, en el departamento de María Luisa Elío. Edificios Condesa, Ciudad de México, ca. 1990.
Eliseo Diego y su esposa, Bella García Marruz, en el departamento de María Luisa Elío. Edificios Condesa, Ciudad de México, ca. 1990. Foto: Especial

Para Álvaro Mutis

I.

Una silla extraña, de estirado respaldo, labrada de la manera más fantástica, con un florido almohadón de damasco y los abultados globos al extremo de las patas envueltos cuidadosamente en paños rojos, como si tuviesen la gota en los dedos”: desde hace más de cien años la silla está donde la dejó Dickens, en aquel cuarto generoso al principio de Los papeles de Pickwick, esperando con toda su solidez de cosa definitivamente creada al lector que se acerca.

Y es que, a los ciento cincuenta años de su nacimiento, vamos comprendiendo que lo fundamental en el mundo de Dickens es sencillamente que está ahí: cuanto digamos de él, cuanto neguemos o afirmemos o polemicemos, ha de referirse por fuerza a la ficción de lo que llamamos “su arte”; pero su obra desconoce la barahúnda con la misma feliz inconsciencia con que las pirámides ignoran a los minúsculos egiptólogos que se afanan por sus flancos. Melodrama, exageración grotesca, sentimentalismo, son otros tantos efluvios que emiten los melodramas, los grotescos y los sentimientos de un mundo que es, nada menos, así.

Su minuciosa construcción comenzó ya en Los papeles de Pickwick y no había de terminar sino con el cataclismo de la muerte: El misterio de Edwin Drood queda inconcluso, como para hacernos más claro el carácter de naturaleza que tenía aquel universo. A veces hallamos su textura en una simple prolijidad (pues la Creación con mayúscula también lo es):

... la oficina de los señores Dodson y Fogg era un cuarto sombrío, mohoso, oliente a tierra, con un tabique argamasado para ocultar a los amanuenses de las miradas del vulgo: un par de sillas viejas, un reloj estruendoso, un almanaque, una bastonera, una serie de clavijas para sombreros, y unos cuantos estantes en los que estaban depositados varios legajos sucios, con sus rótulos, algunas antiguas cajas para archivos, con sus etiquetas, y diversos y putrefactos frascos de piedra para tinta, de diferentes formas y tamaños.

Otras veces es la penumbra hechizada de las estancias:

He aquí un largo corredor —¡qué enorme perspectiva le encuentro!— que lleva de la cocina de Peggotty a la puerta principal. A él da un oscuro cuarto de depósito, y este es un sitio junto al que debo pasar corriendo de noche, pues no sé qué pueda haber entre esos barriles y frascos viejos y viejos cofres de té, cuando nadie hay allí dentro con una opaca luz ardiendo, y brota por la puerta entornada un aire húmedo en que viene el olor de los jabones, los encurtidos, la pimienta, las velas y el café, todo en un soplo solo.

O a veces un recinto escuetamente siniestro: “la sala del tribunal estaba pavimentada, del suelo al techo, de rostros humanos. Ojos inquisitivos y ansiosos atisbaban desde cada pulgada de aquel espacio”. O meramente risueño:

corriendo a la ventana, la abrió y sacó la cabeza. Nada de nieblas, de brumas; un frío claro, brillante, jovial, estimulante; un frío cantarín que hacía bailar la sangre; luz dorada; cielo paradisíaco; dulce aire fresco; campanas alegres. Oh, gloria.

Y, en fin, magnífico: “ahora los bosques se aquietan en grandes masas como si fuesen un solo árbol profundo”.

El espacio en Dickens ofrece una peculiaridad: se trata de un espacio físico,
de una réplica fantástica del nuestro,
de tal modo, que no cabe imaginar
que pueda llevarse más lejos
el principio de la imitación de la naturaleza 

II.

En otros novelistas la transubstanciación del acontecer en poesía —extremo de todo arte— ocurre a través de las tensiones a que se someten espacio y tiempo, como en las terribles ráfagas de Fedor Dostoievski, o en el hechizo de la gradación apenas entrevista adentro de la palabra —el tiempo ahora idéntico al estilo— según el modo de Robert Louis Stevenson; pero Dickens de en-trada procede a instalarnos en ella. Si comparamos su creación con la del único genio contemporáneo del espacio, Franz Kafka, hallaremos muy pronto algunas satisfactorias diferencias. La angustia que nos recibe en aquel puentecillo inicial de madera —el que conduce al Castillo— emana de un mundo en que el espacio mismo se ha hecho problemático: no es el tiempo quien nos inquieta en los sueños, pues en los sueños no lo hay, sino que es el suelo el inquieto —la tierra, la estancia, en suma, el lugar donde se está. Contraponiéndole aun otra categoría espacial, aquella que es una con la memoria (como en El Gran Meaulnes, por ejemplo), y que se resuelve en una incesante transposición de espacio y tiempo, comprobamos al fin que el espacio en Dickens ofrece una increíble peculiaridad: se trata de un espacio físico, de una réplica fantástica del nuestro, de tal modo, que no cabe imaginar que pueda llevarse más lejos el principio de la imitación de la naturaleza. ¡Con qué enorme paciencia se han ido componiendo aquí aun los márgenes del foco visual, para que no queden sin existir siquiera los recovecos oscuros, el desconchado en la jofaina de flores grandes o la mancha de humo en la viga! Esta es una de las razones por las cuales se mezclan multitudes de lectores con las multitudes de personajes en las sólidas calles del sólido Londres de Dickens.

OTRA RAZÓN —habrá muchas— tendrá que ver con la limitación esencial de toda obra de arte. Si toda obra de arte es como la imagen en el espejo —ese mundo de lo otro que sin embargo depende de éste— no podrá darse nunca su contemplación en el vacío —aunque sea angélica o intelectualmente posible—, es decir, prescindiendo de aquel que desde la penumbra la proyecta y aquel que la recibe en la luz. De aquí que no haya obra de arte inocente: la imagen del espejo está viva, está ligada, y algún gesto, alguna sombra del creador, rechazada por el vidrio, ha de venir a inquietarnos con el reverso de la luz. De aquí también que las obras de arte, siéndolo, reviertan sobre los hombres, moviéndolos —y se supriman las prisiones por deudas. La amorosa humanidad de Dickens, bullente y fragante e inacabable en su largueza, nos convida así desde afuera para luego recibirnos adentro. Por esto también es que no acabarán nunca sus parroquianos —allí en el hondo, en el capaz abrigo de su taberna.

Pero la última y definitiva razón la hallamos, quizás, en estos fragmentos: era una lóbrega confusión —empañada aquí y allá por un color como el color del humo de un combustible húmedo— de velocísimas nubes lanzadas a los más extraños tumultos, abriendo alturas mayores que los abismos que había debajo hasta el último de los más profundos vacíos de la tierra, a través de los cuales despeñábase la salvaje luna como si, habiéndose desquiciado las leyes de la naturaleza, hubiese perdido la vía y sintiera miedo... El viento había soplado todo el día, y estaba alzándose ahora con un vasto ruido... Mucho antes de que viésemos el mar ya su espuma tocaba nuestros labios... El agua se había echado sobre el campo bajo, y cada lámina y cada charco laceraba sus propias orillas con la violencia de pequeños rompientes... Cuando llegamos a la vista del mar las olas en el horizonte, cernidas a intervalos sobre el angustiado abismo, eran como vislumbres de otra costa, llena de torres y edificios... Doblábanse los hombres al asomarse a las puertas, mientras volaban sus cabellos chorreantes...

Esta violencia, esta sostenida ráfaga de la poesía es la última, irrefutable razón de ser de Charles Dickens, tan concluyente como la que cierta vez hallé grabada en el bronce de un viejo cañón fundido en España y medio oculto entre los hierbajos de un yermo, en Santiago de Cuba: ultima ratio regis. Cruza veloz las calles de su Londres, anima los jirones de niebla, bate los postigos gruesos, levanta y lleva consigo toda la hojarasca... No hay remedio: quien entre aquí debe inclinarse ante este viento fuerte.