LE DEBO A LUISA VILAR PAYÁ el privilegio de haber conocido a Richard Taruskin (1945-2022), el musicólogo norteamericano fallecido el primero de julio en California. Junto con Luisa lo trajimos a México en 2016 para que impartiese algunas conferencias y un curso para jóvenes investigadores. Que el especialista más importante de nuestro tiempo haya venido a dar clases ya nos dice algo acerca de cómo la musicología ha dejado de ser, en nuestro país, un asunto de aficionados para convertirse, paulatinamente, en una disciplina académica formal y reconocida. Desde luego no canto ninguna victoria, los espontáneos siguen saltando al ruedo, pero algo se mueve y cambia.
De aquellos días se dibuja en la memoria el recuerdo de una tarde cuando, tras comer opíparamente en Xalapa, nos trasladamos al auditorio de la Facultad de Música para una mesa redonda donde nos habló de dos temas favoritos, la relación entre crítica y mal gusto y los peligros del pensamiento utópico. Apenas pudimos entrar y en todos mis años en Xalapa no recuerdo haber visto así de abarrotado aquel auditorio. Cuando salimos, Taruskin estaba feliz de haber tenido un público tan numeroso como interesado, con los jóvenes sentados en los escalones, pero como en Xalapa lo más importante es la comida, nos dimos a la fuga para ir a cenar con otro grupo de alumnos al famoso Asadero Cien. Recuerdo también que mientras caminábamos, rodeados de jóvenes que le pedían las consabidas fotos y firmas de libros —Taruskin era en aquellos momentos un pop star—, una burócrata me alcanzó para decirme que todavía no estaban listos los fondos que harían posible su visita. El espíritu kafkiano vive a sus anchas en la Universidad Veracruzana y aquella ocasión no dejó de mostrar la estulticia de su sonrisa administrativa.
TARUSKIN INICIÓ AQUELLA VISITA a México en Cholula, adonde lo había invitado la Universidad de las Américas antes de los problemas también kafkianos que hoy la invaden. Ahí dictó una estupenda conferencia sobre interpretación musical (uno de sus temas favoritos) y nos hizo escuchar diversos ejemplos, incluido el famoso pasaje a solo del Quinto concierto de Brandemburgo tocado por Furtwängler. Entre cursos y conferencias lo llevamos a Teotihuacán, que lo deslumbró; al Museo Nacional de Antropología —donde Antonio Saborit, su director, nos regaló una inolvidable visita guiada— y, a firme petición suya, a la casa museo de Trotsky en Coyoacán. Ahí Taruskin fue nuestro guía especializado. Reconocido como el gran experto en música rusa —para enojo de los musicólogos soviéticos— la historia de ese país le apasionaba y le había dedicado no pocos esfuerzos. Sus famosos volúmenes sobre Stravinski son referencia obligada y sus libros Definiendo a Rusia musicalmente y La música rusa, en casa y en el extranjero son fuente inagotable de reflexión y aprendizaje.
Para quienes estudiamos cualquier asunto vinculado con la vida musical mexicana en los siglos XIX o XX, la lectura de los ensayos de Taruskin sobre música rusa es siempre reveladora, y basta sustituir el nombre de ese país por México para darnos cuenta del provecho y valía de sus reflexiones. En particular, la historia de la Unión Soviética le apasionaba. Quizá por ello, una de sus más famosas columnas en el New York Times, del que fue colaborador habitual, fue aquella de 2016 donde polemizó sobre la novela que Julian Barnes dedicó a Shostakovitch, El ruido del tiempo. ¿Hasta qué punto un novelista deja de ser historiador? ¿Por dónde pasa la línea que divide las tareas de un literato de las del musicólogo metido a biógrafo?
Los novelistas —escribió Taruskin— tienen todo el derecho de utilizar los datos históricos para dotar de verosimilitud sus obras, y entera libertad de traspasar más allá de los hechos, hacia donde su deseo les lleve. Los historiadores, sin embargo, están atados por las circunstancias, condenados a las vistas parciales y obstruidas que sus fuentes les ofrecen. Su único recurso es seguir buscando y rezar mientras los novelistas pueden gozar de una vista sin cortapisas. Pero ¿qué es lo que ven? A menudo, describen deliberadamente lo que nunca sucedió.
A esa lúcida oposición metodológica añadió en la frase más demoledora de su reseña una conclusión muy dura: “[Julian Barnes] quiere la libertad del novelista y la autoridad del historiador. Al buscar ambas se queda sin ninguna”.
En efecto, la música está en medio de las cosas, de la historia,
de la vida. Un musicólogo es el duende garcialorquiano que entra y sale de ella, nadando en sus aguas sonoras
NO ME IMAGINO cómo habrá sido polemizar con Taruskin. Y menos me habría gustado hacerlo más allá de alguna sobremesa o correo electrónico que alcanzamos a cruzar. Era un hombre enciclopédico y poseía una memoria descomunal. Así lo retrató James R. Oestrich, su editor en el New York Times, pero no hace falta ningún testigo en el estrado para quienes lean algo de su Oxford History of Western Music, un tour de force en cinco volúmenes (más un sexto de índices y referencias) que, después de todo, puede pensarse —según él mismo decía— como la última obra de su especie.
¿Puede una sola persona saber tanto de música? ¿Y puede, además, ponerlo por escrito e ilustrarlo con toda suerte de ejemplos musicales? Si la misma idea de una historia de la música ya es difícil de contemplar, en virtud de las dificultades técnicas que implica escribirla, la noción de una historia de la música a cargo de un solo autor hoy se antoja imposible, más la necia insistencia de algún aficionado que un libro medianamente serio. Pero la Historia Oxford de Taruskin acaba con tales prejuicios: que se detenga en tantos detalles y se meta a profundidad con varios compositores, técnicas y estilos; que subraye o se detenga sobre músicas poco exploradas (como las páginas que dedicó a Julián Carrillo como artífice de la música moderna) y que dé cuenta de tantos y tantos aspectos de la música estudiada, se antoja una tarea titánica pero digna de ser emulada, siquiera entre varios musicólogos.
Cierto, no es una lectura fácil ni todas sus páginas están destinadas a un público amplio pues a menudo exige de sus lectores una buena formación musical, capacidad para leer partituras y conocimientos sólidos de armonía y análisis. Pero nadie dijo que la musicología fuera fácil y sólo los muy sordos dirán que se puede hablar o escribir sobre música sin saber de música, sin saber leer música.
Esa capacidad enciclopédica no era gratuita. “No lo hurta, lo hereda”, dirían en mi familia. Taruskin había estudiado con Paul Henry Lang, cuyas mil cien páginas intituladas La música en la civilización occidental fueron el libro de referencia que hace cincuenta años se antojaba insuperable. Así vemos hoy la Historia Oxford de Taruskin, aunque no faltan quienes acusan omisiones (habla casi nada de Sibelius, no menciona a ciertas compositoras norteamericanas, etcétera). Como le confesó él mismo a un reportero, “mientras Taruskin sea el rival a vencer, Taruskin está contento”.
FUE UN MUSICÓLOGO EJEMPLAR, capaz de escribir para el mundo académico y para el público que seguía sus reseñas o sus polémicas columnas periodísticas. Sus críticas hacia consabidos compositores norteamericanos como Milton Babbitt o Donald Martino, su visión inquisitiva sobre figuras consagradas como Schöenberg o Prokófiev y su cuestionamiento de la llamada interpretación históricamente informada levantaron ámpulas, gritos y sombrerazos. Cuando en 2001, tras los ataques de septiembre, la Orquesta Sinfónica de Boston decidió censurar algunos coros de la ópera de John Adams, La muerte de Klinghoffer (donde terroristas palestinos matan a un judío en silla de ruedas), el llamado de Taruskin a distinguir entre paciencia y censura causó un revuelo que se sintió en ambas orillas del Atlántico... ¿qué nos habría dicho de la cancelación que hoy pende sobre algunos artistas rusos?
La respuesta, casi con seguridad, le habría llevado a uno de sus leitmotiv. En uno de sus libros cuyo título lo dice todo, El peligro de la música y otros ensayos antiutópicos, reunió muchas de sus reseñas donde es fácil encontrarle en medio de los temas más polémicos. “La música es una poderosa forma de persuasión que opera en el mundo, un arte serio que posee una fuerza ética y que impone responsabilidades éticas”, afirmó respecto a la interminable discusión sobre Wagner y el antisemitismo. “Es mejor que Wagner siga siendo tref (“sucio”) en Israel y que la polémica arda [...] antes de que se convierta, en la vida de los conciertos en Israel, tanto como en cualquier lado, en otro narcótico suave”.
Cuando Taruskin vino a México, hubiera sido lógico que nos hablase de sus trabajos acerca del nacionalismo en la música, o de algún compositor o repertorio que tuviese rasgos afines con la música de México. Desde luego, no quiso nada semejante y dedicó su seminario para darnos a conocer uno de sus nuevos ensayos dedicado a Liszt y el mal gusto. Al inicio, las ideas de Taruskin parecían lógicas y previsibles: habían sido los despliegues ostentosos de técnica los que, con Liszt a la cabeza, se habían convertido en el rasgo distintivo de los intérpretes del siglo XIX. ¿Eran tales despliegues música o circo? De la necesidad de distinguir entre ambos surgió una crítica informada, seria, que pudiera ocuparse de los aspectos más importantes de la música, de su significado, de sus alcances estéticos, culturales; y no de los tristes o aparatosos devaneos de intérpretes o directores. Pero veinte cuartillas y dos horas después, su discurso nos había llevado al centro mismo del problema de la música clásica en nuestro tiempo: su elitismo y su percepción como un arte lejano y en decadencia.
Theodor Billroth, el mecenas y amigo de Brahms que deseaba escuchar a solas la Primer Sinfonía, corporeizaba el problema, es decir, la construcción artificial de la música clásica como un espacio de élite; una noción que había sido alentada mil veces (por Schöenberg, entre otros, nos recordó Taruskin, con su demoledora frase: “Si es arte, no es para todos, y si es para todos no es arte”). Pero Liszt, que había escrito las obras más avanzadas y sofisticadas, lo mismo que una “Rapsodia Húngara II” que hasta Bugs Bunny interpretó, “había creado, con su impulso generoso y expansivo para incluir a todos y a todo, muchos problemas para ese proyecto”. A Brendel, a Charles Rosen, la incorrección —musical, política, nacionalista— de esa obra les causaba problemas. Si algo aprendimos en aquella memorable sesión fue el poder del pensamiento crítico acerca de la música y, en particular, de olfatear y desmoronar los discursos utópicos preconcebidos que a menudo son el verdadero obstáculo para darle a la música un espacio amplio y floreciente.
“LA MUSICOLOGÍA es uno de los agentes inventivos de la música”, afirmó en alguna página de Text & Act, otro de sus libros imperdibles. La tonalidad que tal frase sugiere es acaso la que hoy impera tras estas líneas donde la tristeza de su partida y la admiración por su trabajo se funden. Si algo había que aprender de Taruskin era su infinita capacidad para construir, para inventar la música desde un discurso renovado. No importa si se trata de su visión sobre músicas recónditas —como en el primer volumen de su Historia Oxford, dedicado a las músicas más antiguas—, o sobre las más conocidas —Liszt, Beethoven, Chaikovski—, o si se trata de las páginas finales de su monumental opus donde habla —¿quién lo diría?— de los textos de Rosario Castellanos utilizados por John Adams para su oratorio El niño, estrenado el año 2000. Al hablar de esta obra, Taruskin no sólo se remonta a la Conquista o a la matanza del 68, sino también al Londres de Händel, otra época en que lo sacro y musical resultaron en un repertorio comercialmente viable, como el de Adams, o como el de las pasiones de Gubaidulina o Rihm, de las que también da cuenta al final de su texto. “Esa nueva espiritualidad, ¿es meramente otra pantalla tras la cual el arte elevado se aboca a su tarea cotidiana de reforzar las divisiones sociales al crear ocasiones de élite?”, se pregunta sin ofrecer más respuesta que su conclusión: “El futuro es cosa de los adivinos. Nuestra historia termina, como debe hacerlo, en medio de las cosas”.
En efecto, la música está en medio de las cosas, de la historia, de la vida. Un musicólogo es el duende garcialorquiano que entra y sale de ella, nadando en sus aguas sonoras, ya hacia lo más hondo, ya hacia las gotas que salpican el aire. Taruskin fue un duende maestro de la musicología, un Puck de las pautas y sus arcanos, cuyas diatribas e ideas telúricas, a veces demoledoras, siempre desestabilizantes, echaremos en falta y habremos de añorar.
RICARDO MIRANDA (Ciudad de México, 1966) es autor de Manuel M. Ponce (Akal, 2020) y Ecos, alientos y sonidos, ensayos sobre música mexicana (FCE, 2001). Fue director del Conservatorio Nacional de Música, donde imparte clases de Musicología, Historia y Análisis musical.