América, escucha a los tuyos

“Es mejor burlarse de un muchacho por no tener gris la barba que burlarse de un pueblo joven por no tener tradición. La tradición, como una calva, aparece con los años, muy rápido. Y la cultura, la mayoría de las veces, es una silla maltrecha para una raza hastiada... La erizada Catedral de Milán vale un comino. ¿De dónde toda esta prosternación ante ella?".

Catedral de Milán.
Catedral de Milán. Foto: Steffen Schmitz (Carschten) / Wikimedia Commons

“América no tiene una tradición. No cuenta con una historia de la cultura”. Está condenada, en consecuencia.

Europa llega siempre invariablemente a esta conclusión autocelebratoria, por lo común desde el mismo punto de partida ordinario, la misma frase sobre la cultura y la tradición. Y lo que es más, por lo general a quien tiene en la mira es a los estadunidenses, pues en realidad no tienen nada más venerable que la Casa Blanca o más primitivo que [James McNeill] Whistler. Por lo que debieran estar agradecidos, proclamando con valentía esta gratitud.

LOS ESTADUNIDENSES en Italia, sin embargo, son muy humildes y desdeñosos. Saben de su desnudez e imploran perdón. Se prosternan admirados, posan sus frentes en nuestros elegantes fetiches. Pobre, nula América, vulgar América cerril, ignorada por los renacentistas del Cinquecento. ¡Cuán agradecida habría quedado! América no sabe cuándo está bien.

Italia consiste sólo en un gran arreglo de cosas para ser admiradas. A cada paso, una iglesia o un coliseo se mete entre los ojos, y hay que postrarse, admirar de rodillas. Y los estadunidenses se postran, sacuden a Italia con el impacto de sus rodillas en el suelo.

Es una pena. Es una pena que los estadunidenses se queden siempre tan asombrados con nuestros —nótese el adjetivo posesivo— monumentos culturales. No sé por qué han de ser más míos que suyos, aparte de que yo cuento con un pasaporte británico que hace valer mi existencia, mientras que us-tedes tienen uno que es americano. Sin embargo...

A fin de cuentas un montón de piedras es sólo un montón de piedras, aun cuando se trate de la Catedral de Milán. ¿Y quién sabe si ésta no sea una carga horriblemente erizada sobre la faz de la tierra? A qué viene que el Corriere della Sera tenga que señalar con tan altanero gozo: “Desde luego que ellos quedaron debidamente impresionados y se les vio rendidos de admiración” —en donde ellos son los Caballeros de Colón, i Cavaliere di Colombo.

Los Caballeros de Colón confesaron haberse divertido en Milán. ¿Otra vez? ¿Por qué no? Hace mucho, en Constantinopla, a la querida, susceptible y desdeñosa Anna Comneno le parecieron lo suficientemente divertidos Bohemundo, Tancredo y Godofredo de Boullión. Y los cebados romanos nunca dejaron de divertirse ante la boquiabierta admiración de godos y escitas en el interior de un foro o a las afueras de un templo, hasta que los velludos bárbaros salieron de su pasmo y empezaron a hacer pedazos la maravilla.

Por supuesto que detrás de godos y escitas y de Tancredo y Bohemundo no había ninguna tradición. Por suerte para ellos, pues con semejante impedimenta nunca habrían llegado tan lejos. De hecho, una vez que tuvieron una tradición se vieron entre arneses. Y si Roma hubiera logrado ponerles a tiempo el arnés, acaso los habría hecho ampliar su basto y pesado Imperio unos cuantos siglos más. Sin embargo, hombres con nombres tan buenos como Alarico y Atila no iban a abrir sus bocas tan fácilmente para tascar la embocadura de la tradición romana.

Es mejor burlarse de un muchacho por no tener gris la barba que burlarse de un pueblo joven por no tener tradición. La tradición, como una calva, aparece con los años, muy rápido. Y la cultura, la mayoría de las veces, es una silla maltrecha para una raza hastiada.

Que América se vuelva hacia América y a esa misma América que casi se aniquiló. ¿Quieren un sustento para el futuro?
Los americanos nunca lo obtendrán de los adorables monumentos de nuestro pasado europeo. Tienen un efecto narcótico en el alma

LO BELLO ES UN GOZO para siempre. Vivamos con esperanzas. Pero no se trata del fin de todas las alegrías. En el mar hay peces tan buenos como los que alguna vez salieron de él: tan buenos como ese erizo de mar de la Catedral de Milán, ¡oh Caballeros de Colón! En cuanto al mar: el mar soy yo. El mar son también ustedes, oh Caballeros de Colón (la mer, c’est moi. La mer c’est aussi vous, o Chevaliers de Colombe). Lo que equivale a decir que hay tantas maravi-llas por conocer en el espíritu humano como las que han salido de él: sea la Catedral de Milán o el Puente de los Suspiros. Y en las extrañas y desbordadas aguas de los Caballeros de Colón, ¿qué maravillas de belleza, y demás no han de nadar sin haber sido reveladas? La erizada Catedral de Milán vale un comino. ¿De dónde toda esta prosternación ante ella?

Lo bello es un gozo para siempre. Pero hay algo más que un viejo gozo. No es el límite. ¿Esperan que me quede boquiabierto ante Ghirlandaio, que la vida ha llegado a su límite, y que no haya nada más que hacer? No se puede fijar una marca máxima a la pleamar de la actividad humana: no hasta que se empiece a morir. Aquí está Europa nadando en el estancamiento de la bajamar y congratulándose por el amplio linaje de Catedrales, Coliseos, Ghirlandaios que señalan el horizonte de las máximas pleamares de la antigüedad: la gente pulula como los minúsculos cangrejos en las lagunas de Venecia, en mares desfallecientes, y se escabulle, boquiabierta, sumergiéndose presuntuosamente en la visión de San Marcos y San Giorgio, mientras más allá asoma la magia en la línea del cielo y el agua.

AY DEL PUEBLO que fijó su tradición y que definió el límite de la belleza. Ay de la raza que tiene una exposición de pinturas modernas como la de los Jardines en Venecia, en este Año de Gracia de 1920. ¿Qué queda sino volver a Tintoretto? Volvamos la vista al pasado entonces.

Que la belleza de Venecia sea una especie de zenit para nosotros, tras del cual no hay nada que ver. Que la Catedral de Lincoln agite sus alas en lo alto de nuestro cielo, como un águila en la curva de nuestro vuelo. No podemos hacer nada más. Llegamos a nuestros límites de la belleza. No son los límites de todas las cosas, sólo de nosotros.

Por lo tanto, San Marcos no tiene por qué ser una reprobación para un estadunidense. No es su San Marcos. Es el nuestro. Y nos gusta que los cangrejos se agiten en aguas someras y verlos boquiabiertos ante el exceso de nuestra propia gloria. Contempla nuestra Venecia dorada, nuestra Catedral de Lincoln como un ave negra en el cielo del atardecer. ¡Y piensa en nuestros ayeres! ¿Qué no dieras, oh América, por nuestros ayeres? Bastante más de lo que valen, te aseguro. ¿Qué no diera yo por tus mañanas?

Se empieza a entender la ira del bárbaro contra los grandes monumentos de la civilización. “Supera eso, si puedes”, le decimos al estadunidense señalándole a Venecia entre las aguas. Y el estadunidense reconoce con humildad que es irrealizable. Roma le dijo igual a Atila, tiempo atrás. “¡Supera Aquilea, supera Padua, bárbaro!”. De inmediato, Atila hizo añicos a Aquilea y a Padua y se siguió de largo. De ahí Venecia. Si Atila o algún otro villano bárbaro no hubieran aplastado las ciudades de la cabecera adriática no habríamos tenido Venecia. ¿Lloramos a Aquilea o celebramos a Venecia? Atila, ¿salvaje censurable o creador en cólera?

Desde luego que para América es sencillo. Venecia en realidad no le queda de camino, como Aquilea se cruzó al paso de Atila, o Roma al de los godos. Atila y los godos algunas coces debían de repartir. Los estadunidenses nos pueden dejar simplemente con nuestros monumentos.

Atribuido a Antonio Rodríguez, Retrato de Moctezuma II, óleo sobre tela, ca. 1680.
Atribuido a Antonio Rodríguez, Retrato de Moctezuma II, óleo sobre tela, ca. 1680. ı Foto: Fuente: commons.wikimedia.org

HAY LÍMITES. Pero para la raza humana no hay límites. La raza humana no tiene límites. Los milaneses sacaron de las profundidades de su propia alma a ese erizado oso de mar y ya no se han podido deshacer de él. Pero los Caballeros de Colón se van en el siguiente tren.

Dichosa la nación que no cuente con una tradición y que carezca de monumentos culturales. Lo dichosa que habría sido Grecia, mientras Egipto la miraba con el desdén de un joven don nadie sin educación alguna, y Roma la pasaba muy bien, en lo que la Hélade la veía con altanero y culto desprecio. En el mar hay peces tan buenos como los que alguna vez salieron de él.

Estados Unidos, por lo tanto, debiera dejar de estar tan postrado de admiración. La belleza es la belleza, y debe tener sus nostálgicos derechos santificados por el tiempo. Pero el alma humana es padre y madre de toda la belleza creada por el hombre. Una vieja raza, como un padre viejo, observa en su asiento el glorioso pasado. Pero las glorias doradas de la antigüedad son sólo hojas muertas a los pies de los jóvenes. Es un insulto a la vida misma el ser tan abyecto, tan sumiso ante la Catedral de Milán o el Ghirlandaio. ¡Qué es la Catedral de Milán sino una rebaba vacía y espinosa caída del árbol de la vida! Ya se habían comido la nuez incluso en el tiempo de Sforza.

Una raza joven no quiere una tradición ni un puñado de monumentos culturales. Quiere inspiración. Y no se adquiere inspiración como se adquiere una cultura o una tradición, yendo a la escuela y haciéndote viejo.

Primero hay que tener fe. No una fe pendenciera y demagoga sino firme e inmortal, fe en un destino sin revelar, desconocido. El futuro no es un producto acabado, como el pasado. El futuro es una responsabilidad extraña, urgente, desgarradora, algo que se agita en el interior de una raza joven como savia, o como una preñez, que ansía su realización. Esta ansia nunca hay que traicionarla ni negarla. Es superior a toda tradición, superior a toda la ley, superior a todos los modelos o los monumentos. Que el viejo mundo y la vieja manera de proceder sean lo que hayan sido, esto es otra cosa. Aténgase a lo que viene, no a lo que ya fue.

Y  búsquese apoyo y confirmación no en el perfecto pasado, ese que aparece en la perfección de los monumentos del tránsito humano. Sino vuélvase a lo inconcluso, a lo denegado.

QUE AMÉRICA se vuelva hacia América y a esa misma América que se rechazó y casi se aniquiló. ¿Quieren un sustento para el futuro? Los americanos nunca lo obtendrán de los adorables monumentos de nuestro pasado europeo. Estos tienen un efecto narcótico casi fatal y delirante en el alma. América debe volver de nuevo en pos de su propio, obscuro continente aborigen.

Eso que fue aborrecible para los padres peregrinos y los españoles, eso a lo que se llamó el Demonio, el Negro Demonio de la América salvaje, este gran espíritu aborigen es el que las Américas deben reconocer nuevamente, reconocer y también abrazar. El demonio y el anatema de nuestros antecesores ocultan la Deidad que andamos buscando.

Los americanos deben retomar la vida en el punto en el que la dejaron el indio piel roja, el azteca, el maya, los incas. Deben recoger el hilo de la vida en donde lo dejó caer la misteriosa raza roja. Deben recuperar el pulso de la vida que asesinaron Cortés y Colón. Ahí se encuentra la verdadera continuidad, no entre Europa y los nuevos Estados, sino entre la América roja asesinada y la inquieta América blanca. El presidente no debe volver la vista atrás en busca de Gladstone o Cromwell o Hildebrand, sino de Moctezuma. Una gran forma de vida buena, sin perfeccionar, cayó con Moctezuma. La responsabilidad de producir y de perfeccionar esta forma de vida recae en el nuevo americano. Es hora de que acepte su nueva responsabilidad. Representa una superación de la antigua forma de vida europea.

Significa un alejamiento del viejo rango de emociones y sensibilidades. Las viejas emociones están cristalizadas para siempre entre los monumentos de la belleza europeos. Ahí los podemos dejar, junto con las viejas creencias y los viejos principios éticos fuera de la vida. Moctezuma tuvo otras emociones, las cuales hasta ahora no conocemos o admitimos. Debemos partir de Moctezuma, no de San Francisco o San Bernardo.

En lo que Venecia celebra sus esponsales con el Adriático, que América abrace al gran continente pardo del hombre rojo. Se trata de un proceso misterioso, delicado, que no es tema para la demagogia y el clamor de las exposiciones. Y sin embargo es un tema que los escritores americanos han tocado una y otra vez, increíblemente, inconscientemente, con los ojos vendados, por así decirlo. Whitman estuvo a punto de ser consciente, sólo que lo confundió el tema de la democracia política. Hoy es el día en que los americanos cobren conciencia de manera autodependiente de su propia responsabilidad interna. Deben prepararse para un nuevo acto, una nueva extensión de la vida. Deben pasar los límites.

Adelante, América. Escucha a los tuyos, no escuches a Europa. Florencia, 1920

Fuente: The New Republic, 13 de diciembre, 1920.

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