Amos Oz, leer: ser el otro

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larazondemexico

para Rafael Pérez Gay, que sabe

Ha comenzado 2019. Me interesa hablar de quien fue hasta pocos días antes de que concluyera 2018, un año especialmente complicado para todo mundo, empezando para mí mismo, el principal escritor de Israel.

Me refiero a Amos Oz.

Quiero recordarlo no sólo por la importancia de su literatura. Además de extensa y variada: novela, cuento, ensayo, no me cabe duda que se trata de una obra perdurable, que a diferencia de las aves pasajeras, se seguirá leyendo dentro y fuera de Israel, no solamente por las alturas que alcanza, sino por los puentes que tendió entre el occidente goy, el pueblo palestino, el Medio Oriente, el globo terráqueo, el puente entre tú y yo lector, entre mi yo y mi otro yo en que, con suerte, logramos escapar de nuestra condición de meros individuos: sobre todo en el acto de, por ejemplo, amar, leer, pensar o escuchar música.

Daniel Barenboim y el finado profesor, ensayista y melómano Edward Said formaron, en una amistad profunda, un puente que ha probado ser de ese cemento armado llamado to-

lerancia: la West-Eastern Divan Orchestra en 1999 y la Barenboim-Said Akademie en 2005.

Si bien Amos Oz también tendió puentes de tolerancia en su vida, como miembro fundador en 1975 del movimiento pacifista israelí Shalom Ajshav —Paz Ahora—, es precisamente su obra, ese brazo que busca alcanzar al otro de la única manera en que la literatura puede hacerlo, intentando luchar contra el fanatismo y la intolerancia. Donde, por ejemplo, Saul Bellow vislumbró un experimento totalitario, Oz reconoce un accidente histórico, una espeluznante contrariedad que incluso le costó ser vilmente condenado:

Pienso por mi experiencia que el choque entre judíos y árabes palestinos no es una historia de buenos y malos. Es una tragedia: un choque entre derecho y derecho. Y lo he dicho tantas veces que me he ganado el título de “traidor redomado” a ojos de muchos de mis compatriotas. (Contra el fanatismo).

De igual manera, criticó públicamente los ataques a Líbano y Gaza, así como el avance israelí en los asentamientos en territorios palestinos. Pero el puente que construyó con su obra Amos Oz posee —así lo creo con una convicción que es a la vez una ética— una extensión universal que logra conectar con el interior de quienes habitan y se toman el tiempo de meditar, vagabundear, pensar, caminar sobre este planeta. En otras palabras, salir de nuestro propio, insuficiente, triste, ciego, sordo, narcisista y a la vez

temeroso yo para imaginar otras vidas, distintas a las nuestras, que nos ofrecen las artes: la vida misma.

Buena parte de sus novelas y decenas de sus cuentos se refieren a las relaciones de pareja, a sus complicaciones y desenlaces en ocasiones desastrosos. En Amos Oz la pareja siempre es el problema que, en la vida real, en efecto resulta ser —doy por descontados a esos matrimonios atontados por los fuegos de artificio de sus posesiones, su supuesto éxito y que viven, o mejor dicho, sobreviven en su Disneylandia de la mente para acabar por igual en la ruina, los mismos que jamás leerían a Amos Oz, no se diga estas líneas.

Cierta crítica cavernícola local —es decir, lo que sigue de mexicanísima— encuentra en el relato de no ficción, la supuesta carencia absoluta de la imaginería e ingeniería que vendrían a ser, cosa ridícula, propias de la literatura de algo así como la invención abstracta y puramente literaria y que daría por descontado el Aleph de Borges porque éste reproduce las cosas del mundo, no las inventa. Nadie inventa nada. Es decir, la crítica de miras cortas que afirmaría que la Vida del Doctor Johnson es una patraña, un mero reflejo de su tiempo que nada tiene que ver con la literatura. Se trata de la misma crítica a la que habría que llevar al psiquiátrico más cercano si leyera esto de Amos Oz: “Todas las historias que he escrito son autobiográficas, ninguna es una confesión”.

El origen de la exploración que hace Amos Oz de las relaciones entre hombres y mujeres, pero especialmente de las mujeres, proviene —sostengo— de la historia de su abuelo, Alexander, el eterno enamorado del sexo femenino que, acompañado de su prometida a bordo de un barco que llevaría a la pareja de Odesa a Nueva York, se enamoró locamente de otra mujer, pero gracias a la tenacidad de la abuela Shlomit, Alexander vivió décadas sometido, como escribió en un poema, a un viento de tormenta que azotaba sobre un alma ensombrecida.

Como cuenta Oz en Una historia de amor y oscuridad, apenas pasaron unos meses después de la muerte de la abuela Shlomit para que Alexander, a sus venerables setenta y seis años descubriera —estamos hablando, obvio, de una época anterior al viagra— el sexo.

Sin el menor viso de machismo, decía el viejo Alexander que todas las mujeres son guapas, sin excepción: “Los hombres están ciegos. ¡Completamente ciegos! Sólo se ven a sí mismos, ni siquiera a sí mismos. ¡Están ciegos!”.

Desde joven, Amos se preguntó cuál era el secreto del viejo. Recordando al abuelo dio por azar, como ocurre en la mejor literatura, con una tentativa de respuesta: sabía escuchar a las mujeres.

Un día, el mismo jovencillo se acercó de nuevo al abuelo Alexander para indagar, de la manera más inocente posible, acerca de las diferencias entre mujeres y hombres. El abuelo reflexionó un instante, se arrojó al pozo de la memoria, reemergió a la superficie y dijo:

—¿Pero en qué sentido las mujeres son exactamente iguales a nosotros y en qué sentido son muy, muy diferentes? Bueno, en eso —concluyó levantándose de su asiento—, en eso aún estoy trabajando.

Tenía noventa y tres años, y quizás siguió “trabajando” en esa cuestión hasta el fin de sus días. También yo sigo trabajando en ello.

La obra de Amos Oz no sólo ha dejado puentes para cruzar de la intolerancia a la tolerancia. Sobre todo nos ha dejado, a hombres y mujeres por igual, la imposible tarea de trabajar en ello: nuestras vidas.