Pocas derrotas tan dolorosas como la sufrida por la Selección Mexicana a piernas de Argentina el sábado pasado.
Desde que se dio a conocer el grupo de México en el Mundial de Catar una nube negra nos arruinó el ánimo. Algo posee el aficionado para olfatear la tragedia a años luz. Si bien es cierto que la Selección ha atravesado por pruebas más duras, todo indicaba que este Mundial encarnaríamos el fracaso entre los fracasos. Y por primera vez desde 1978 no pasamos de la fase inicial.
Argentina nos derrotó tres veces: en la cancha, al no anotarle un tercer gol a Polonia, y vía el Tata Martino, con unas decisiones más que cuestionables. Para uno, como aficionado, es fácil juzgar. Sin embargo, no podemos negar lo evidente. México se fue del Mundial al perder contra Argentina. Sólo teníamos una misión. Y ésa era ganar.
No se pudo. Pero un empate habría hecho el trabajo.
Con ese resultado habría sido suficiente. Con sabor a victoria. Pero no pudimos. Y aunque por muchos minutos albergamos la esperanza de pasar a la siguiente ronda por el triunfo que se obtuvo contra Arabia Saudita, la realidad es que pagamos cara esa derrota.
La frustración logra maravillas.
Se promete que se analizarán cosas
Y LA SEGUIREMOS PAGANDO. Apenas se acabó ese partido las reacciones no se hicieron esperar. Se puso sobre la mesa la palabra crisis. La urgencia de un cambio. Una transformación. Una renovación. El mismo fenómeno que se presenta en cada justa mundialista.
La frustración logra maravillas. Se promete que se analizarán cosas. Que el hartazgo de perder y perder por fin motivará una reestructuración. Pero apenas se le enfría la cabeza al aficionado, la indignación general se olvida y las cosas siguen como siempre. En cuatro años la película volverá a repetirse, el único cambio serán algunos de sus protagonistas. Otros continuarán ahí como si nada hubiera pasado.
Qué incomoda es la figura del futbolista mexicano del presente. Es depositario de la esperanza nacional. Se le retribuye jugosamente por ello. Recibe toda la atención de los medios. Le llueven patrocinadores. Su salario no es nada despreciable. Pero su rendimiento es mediocre, en ocasiones nulo. Y casi nunca justifica la arrogancia con la que se desenvuelve. Lo más insólito es que ninguno sea atacado por el síndrome del impostor.
Pero también qué cómoda es esa figura. El futbolista mexicano actual vive como atleta de alto rendimiento, pero se le premia por sus fallos. Es autosuficiente para transitar por la vida cargando una vergüenza que no parece afectarlo. Se conforma con el ya merito, con el se hizo lo que se pudo. Está en un Olimpo donde no importa lo que diga la opinión pública, jamás parece sentirse perturbado. Ninguno ha tenido la humildad de renunciar a su posición, no importan las críticas que lluevan sobre él.
Es imposible no prestar atención al ruido de fondo que sigue a una derrota. Al parecer la solución a todos los males, llámese corrupción, padrinazgos, malos manejos, existe. Y lo más insólito: está ahí, a la mano. Es cuestión de voluntad. Sería facilísimo cambiar el rumbo. Pero algo tan sencillo es también demasiado complejo. En la mesa de al lado de la cantina donde me encuentro alguien pregunta ingenuamente: ¿no se supone que una selección ganadora sería todavía más provechosa para el negocio del futbol mexicano? No sé cómo decir a esa persona que la respuesta no es posible precisamente porque ser mexicano consiste en complicarnos la existencia hasta el tuétano.
También se acepta, con resignación, que los resultados de la selección estaban presupuestados. Pero la realidad es también que el equipo nacional actuó como el estudiante que tuvo un mes para prepararse para el examen, no estudió ni madre y una noche antes de la prueba se desveló hasta las cinco de la mañana leyendo. Así se vio México contra Arabia. Quiso hacer el trabajo que no hizo en los dos partidos anteriores. Y a la espera de que una combinación de resultados lo salvara.
Algo ha quedado de todo esto: nos hemos ahorrado la pesadilla del quinto partido. Ese martirio que significa no poder superarlo. Si ésa era una ilusión que nos mantenía entretenidos, ha sido suplantada por otra más cruel. No importa que tengamos grandes futbolistas jugando fuera, que contamos con mejores (aunque no hayan sido convocados), que no importa cuántos millones genere nuestra liga, tenemos que abrir los ojos: somos un equipo chico.