Me despierta en la madrugada, como todos los días desde hace meses, el aullido de las ambulancias. Alguien más se despide de la vida.
La frágil, la maltratada, la que este año que termina sin terminar ha sido sin cesar abusada.
Tengo una amiga sobreviviente. Acaba de salir del hospital y me envía un mensaje. Me hace feliz. Hablamos, la oigo cansada pero con un entusiasmo que emociona. Tanto en su teléfono como en el mío se oyen ambulancias. Me dice lo extraño que es ir dentro de la ambulancia, medio viva, medio ahogada.
“Era como ir diciéndole adiós al año de la peste de mil cabezas, a las calles, a mi familia, a mis amigas. A ti también. Pero sabía que de alguna manera iba a contarte esto. Un doctor me dijo: ‘aférrese a contarle a alguien concreto lo que está viviendo como un pendiente de su vida. Alguien de verdad, con cara y nombre’.
“Y en mi delirio, te elegí. Nunca he sido buena para las despedidas. Ni las de los vivos ni las de los muertos. Tal vez porque los míos, vivos y muertos, regresan en mis sueños, me acompañan dentro de día, continúan nuestros diálogos y silencios. Me duele siempre el golpe del arrebato cuando alguien muere. Pero la ausencia total es otra cosa. Y me puse a pensar en ti cuando me estaba yendo sin irme”.
Nos quedamos callados unos instantes, como si fuera el turno de sus ambulancias y las mías, al fondo. Respiró hondo y me dijo: “Se está acabando el año y a mí se me perdió más de un mes. Mientras estaba intubada todo era una noche blanca. No estaba dormida. Estaba en otra parte, distinta y al mismo tiempo conocida. Y era otro tiempo. Lo de después venía antes. Como en los sueños que anotaba Nabokov en sus cuadernos, donde el futuro se le asomaba porque el tiempo no es lineal”.
Estabas delirando, le dije con demasiada seguridad. “Al contrario, insistió ella. Delirio era lo de afuera, en mi mente las cosas me llegaban como si se quitaran las máscaras. Por ejemplo, yo no sé si oí o soñaba que los médicos hablaban del número de muertos cada día pero nunca usaban las cifras oficiales, las multiplicaban por tres, más o menos. Había un grupo de doctoras jóvenes, sobre todo, que formaban una especie de guerrilla clandestina dentro del sistema de salud para luchar contra las mentiras, para decirse cómo conseguir medicinas, y de qué funcionarios había que cuidarse porque eran capaces no sólo de mentir sino de matar a más de una persona por complacer a sus jefes. Se llamaban a sí mismas ‘La resistencia’. Ellas llamaban ‘Guardias de los hornos y los campos’ a los funcionarios conocidos que desde enero del año anterior estaban a cargo de comprar medicinas, para niños cancerosos entre otros, pero que no lo hicieron porque tenían que ahorrar. Obedecían la orden de llevar cuotas crecientes de dinero al programa nacional de compra de votos. Una de ellas había trabajado con los ‘Guardias de los hornos’ y juraba con culpa que de eso se trataba. Yo, intubada, casi inconsciente, las escuchaba sin poder mover ni una ceja. Hablaban de votar todas el año próximo para que volviera a haber medicinas. ‘Mientras haya democracia, decía una doctora, porque pronto ni eso’. Desde mi silencio forzado, les preguntaba si se puede llamar democracia un sistema donde se justificaba usar casi todo el presupuesto del Estado para comprar votos. Y nadie me oía. Ya sé, era una pesadilla”.
Estabas delirando, dije. Al contrario... Delirio era lo de afuera,
en mi mente las cosas llegaban como si se quitaran las máscaras
Tus obsesiones son las mismas desde que éramos estudiantes de Ciencias Políticas. Decías que este juego trata de ser democracia: que apenas y tuvo un árbitro honrado pero nunca jugadores limpios, que todos compran votos porque este sistema se define como corporativismo autoritario. Le dije que ella siempre tenía que discutir que las cosas son distintas a como nos las cuentan y que ni moribunda iba a abandonar esa obsesión.
“Al contrario, me dijo, pude reflexionar mucho. Repasé todo el año. Yo estaba viendo claramente cosas que muchos no veían. Y me acordé de Casandra, la troyana que podía ver el futuro. El dios Apolo se enojó con ella porque no quiso acostarse con él y le escupió en la boca: hizo que ya nadie creyera en la verdad de sus palabras. Incluso cuando trató de prevenir a su pueblo que el Caballo de Troya estaba lleno de asesinos escondidos, nadie le creyó”.
No me digas que intubada te convertiste en Casandra. “No, no estoy tan loca, sólo me acordé de que al comenzar el estalinismo, Osip Mandelstam, que al principio deseó y apoyó la Revolución, observó cómo la dictadura creciente mentía sistemáticamente, justificaba todo, callaba de diferentes maneras a todos los pensantes anulando su crítica. Y le dijo a Anna Ajmátova: ‘Él no necesita censurarnos tapándonos la boca con su mano regordeta, este régimen nos ha vuelto a todos Casandra: como no nos acostamos incondicionalmente con Stalin nos escupió en la boca’.
“¿Te das cuenta?, me dijo mi amiga, cada vez que el poder miente nos escupe en la boca, y manda la verdad a la noche muda. Cada vez que toma una mala decisión haciéndola pasar por buena y justificada, nos escupe en la boca. Cada vez que influye en la gente para que no se cubra la boca y distribuya el virus nos está escupiendo literalmente en la boca. Cada vez que abusa de los sumisos voluntarios y los vuelve abusadores al aprobar leyes abusivas nos están escupiendo en la boca. Cada vez que muere una mujer abusada y cada día que alguien como Lydia Cacho, perseguidora de abusadores, tiene que estar exiliada porque su vida peligra mientras quienes pagaron por matarla están libres e impunes, nos están escupiendo en la boca”.
Según mi amiga sobreviviente, el 2020 pasará a la Historia como el año en que simbólica y literalmente nos escupieron en la boca.