Tú, el ardor

Ojos de perra azul

Tú, el ardor.
Tú, el ardor. Foto: Cortesía de la autora

Aprendí a medir la temperatura de varias formas. En la playa, al sentir la brisa del mar en el pecho por la mañana, predigo cuánto calor va a hacer, en grados centígrados exactos, igual que los niveles de humedad. En la ciudad percibo el clima en la palma de la mano. Me gusta sacar el brazo por la ventana, atrapar el aire entre los dedos; así pronostico las condiciones climáticas y la velocidad del viento promedio. La lluvia se instala desde antes en mis párpados porque empiezo a llorar sin razón; los relámpagos me ocasionan cólicos por la tempestad que se acerca. Cuando llegas sin avisar, mi cuerpo lo intuye porque me viene, sin falta, un mareo.

Con los años he perfeccionado saber con exactitud la fiebre del organismo de los humanos. Mi técnica consiste en colocar la mejilla sobre la frente del otro, cerrar los ojos, permanecer ahí unos segundos y detectar si la tibieza es normal o elevada, si se debe a alguna infección o es otro tipo de acaloramiento. Soy un termómetro de carne y hueso, con manos frías y corazón ardiente. Y no fallo.

La otra noche un amigo se sentía mal. Le tomé la temperatura a mi modo. “38.4”, enuncié muy segura, pero dudó y me pidió que la midiera “como lo hace la gente normal”. Le coloqué el instrumento debajo de la axila y esperé. No funcionó y lo puse entre sus piernas. Después lo besé. Las manos me quedan grandes, soy torpe y suelo quebrar los objetos pequeños y delicados. Al retirar el frágil tubito de aquella zona, fue a dar al suelo. El cristal se hizo añicos, y muchas gotas brillantes aparecieron. “¡Plata líquida, fragmentos de luna o de estrellas!”, le dije, evocando mi infancia. No recuerdo de niña haber recibido la advertencia de la toxicidad del mercurio, al contrario, jugar con él forma parte de mis memorias más tempranas. De hecho, creo haber roto varios termómetros a propósito para explorar el fascinante elemento.

Soy un termómetro de carne y hueso, con manos frías y corazón ardiente. Y no fallo

Me arrodillé, hice a un lado los pedazos de vidrio, con un lápiz fui acercando las bolitas, se atraían unas con otras, y observamos cómo se incorporaron de nuevo hasta formar una sola esfera, la que antes había sido. El Hg, recordé la nomenclatura química, no se adhiere a ninguna superficie, pero si se separa, puede volverse a unir, parecido al imán. Asombrado, olvidó el malestar y se quedó dormido.

Soy hábil para abrazar y besar a los hombres, también se me caen y los rompo en pedazos, sin querer, igual que al termómetro. Si en alguna ocasión tú y yo nos fracturamos, le susurré a mi compañero al oído, espero que nos volvamos a reunir y a sentirnos completos, amalgamados, como las partículas de mercurio y su avidez por juntarse.

*** Visión cumplida.

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