Ariana Harwicz: la música está en las palabras

Esgrima

Ariana Harwicz.
Ariana Harwicz. Foto: Fuente: es.linkedin.com

La página jamás es muda bajo su pluma. Cada una de las frases canta, hay mordentes y trinos, la voz brinca de sílaba en sílaba, el timbre se transforma. Para Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977) la elección de las palabras no se basa sólo en la semántica. Considera también la melodía de los diptongos, el ritmo de las comas y sus pausas, la percusión de un enunciado corto. Su escritura es un pentagrama con fugas y preludios lingüísticos que se mezclan en un palimpsesto sonoro. Y luego están los temas. Violencia, erotismo, desviación sexual, maternidades conflictuadas. Busca los riesgos, le emociona sacar a la luz lo que la sociedad esconde debajo del tapete. Lo que incomoda. Leer sus textos es cruzar un umbral sinestésico. Es oír con la mirada.

Desde 2007 vive en un pueblo al sur de París, alejada del bullicio y las multitudes. Más de quince años envuelta en la fonética de otro idioma. Entre 2012 y 2015 fueron publicadas las novelas que ahora forman parte de La trilogía de la pasión: Matate, amor (2012), La débil mental (2014) y Precoz (2015). Su cuarta novela, Degenerado, fue publicada en 2019. Este año, Harwicz fue invitada del Festival Passa Porta en Bruselas. Ahí conversamos con ella para El Cultural.

¿Cómo ha marcado tu escritura vivir en otro país, habitar otra lengua?

Me provocó un shock muy grande el hecho de convertirme en inmigrante, en extranjera, exiliada, porque yo viví casi treinta años de mi vida en Buenos Aires. No es como si hubiera nacido hija del cosmopolitismo, esos hijos de culturas distintas. No. Nací en los setenta, crecí en los ochenta, con una sola cultura. Durante treinta años fue una sola lengua. Una sola violencia. Como si fuese un solo dios. Y de repente vino el shock, como quienes se convierten a una religión nueva. De repente llegar a Francia. Me acuerdo perfecto, fue hace quince años la primera tarde de mi vida en que salí a caminar. En Argentina era profesora de literatura y de cine en universidades. Hacía voz de teatro, cortometrajes. En Francia era nada, como si me hubieran lavado el cerebro, como ese verso de Fernando Pessoa que dice: “No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada”.

Fue una sensación muy angustiante. Muy parasitaria. Esa experiencia de ser un piojo. Muy mal. De estar en condición de inferioridad. No sabes ni pedir un yogurt. En París, si hablas mal te miran horrible, como si fueras alguien con menor capacidad intelectual. Lo cuenta bien Agota Kristof. Ella era una lectora voraz en su Hungría natal y en Suiza era una analfabeta, por eso escribió el libro. Bueno, me sentía una analfabeta, con esa sensación de inferioridad lingüística, porque yo estaba hablando de Borges pero me corregían cómo lo hacía, y eso ya te lleva a un lugar muy infantil.

De esa humillación surge mi literatura. Sin esa humillación no hubiera podido escribir. Nada de lo que escribí hubiera sido posible de haberme quedado en Buenos Aires con mis padres, mis amigos, sintiéndome una ciudadana de primera. Tuve que pasar por esa suerte de humillación elegida, porque nadie me obligó. No es como en la guerra. No es como en el caso de Kristof, que se vio obligada a irse.

Y además vives en el campo.

Sí, siempre trato de hablar del efecto lingüístico, sonoro, el estar como en una caja de resonancia. En una especie de crisol, no de razas, pero de lenguas. Porque no es la lengua de París. Es la lengua del campo, como le pasa a la Nobel austriaca, Elfriede Jelinek. Me gustan los escritores que se cortan un poco de la sociedad, que se aíslan. Se van a una cabaña al borde de un río o un lago, un entorno un poco salvaje, y escriben. Mi escritura surge de eso también. No estar en el ruido de la sociedad sino en medio del campo y retirada. Y entre franceses.

Has estado muy involucrada en la traducción de tus libros al inglés, imagino que también al francés. ¿Cómo vives ese proceso?

Me involucro muchísimo. Por suerte pude trabajar en las traducciones al inglés de los tres: Tender, Feebleminded y Die, My Love. Y en todas las traducciones, salvo quizás una o dos en las que no pude intervenir porque no quisieron o no se pudo, en todas trabajo mucho. No importa que no conozca la lengua. Estoy siempre con las traductoras. No hace falta conocer la lengua, se abre un diálogo sobre muchos aspectos. Te hacen preguntas sobre qué quisiste decir aquí, cuál es el significado preciso de esta frase. Siempre les digo: Estoy viva, soy la autora, todo lo que necesites, obsesivamente, aquí estoy para intercambiar, pensar, enviar imágenes, pinturas, melodías, ópera, música. Todo lo que pueda envolver a la traductora lo más posible en la obra. Y todos los detalles del humor, la puntuación. Todo. He trabajado muchísimo con la traducción al serbio, sin saber nada del idioma. Mucho con la traducción al hebreo, al inglés, al francés, al portugués. Si fuera por mí, me iría a vivir con cada traductora. Haría lo mismo con las directoras de las obras de teatro. La gente no quiere vivir conmigo. Pero si fuera por mí, lo haría.

Me provocó un shock el hecho de convertirme en inmigrante,
en exiliada, porque viví casi treinta años en Buenos Aires

¿Por qué te gusta tanto?

La parte políticamente incorrecta es que me gusta el control sobre una obra. No va a haber una coma que yo no haya decidido que esté. Nada. Ningún editor me va a decir “cambia el título”. Pero no puedo controlar las adaptaciones al cine, al teatro, y tampoco las traducciones. Entonces intervengo lo más posible. En mi sueño totalizante no las traduciría yo, pero me gusta tratar de que sea lo más cercano posible a la música original.

El ritmo es muy importante para ti.

La música. No es sólo el ritmo. El ritmo es un elemento más de la música. ¿Cómo suena una palabra? Yo estoy pensando todo el día si la palabra es correcta o no. Por eso me importa tanto que en la traducción o en la adaptación toquen bien el registro de las palabras. A veces hay que cambiarlas porque se cambia de lengua, pero que se respete ese trabajo tan minucioso con la palabra. Toda la dimensión de la palabra.

¿A qué desafíos te enfrentaste mientras escribías Degenerado?

Fue difícil porque una cosa es estar en la mente de una mujer con la que una puede tener empatía, una mujer alienada, desbordada, a veces en un ataque de nervios. Y otra cosa es querer entrar en la sensibilidad de un hombre. De por sí no soy un hombre y tampoco cometí ningún crimen.

Es difícil escribir hacia esos márgenes, pero para mí la intención de la escritura es ir a explorar límites de la violencia y de la ilegalidad, no quedarme en una zona de confort de lo que socialmente se acepta. Hoy en día se acepta el feminismo, entonces, ¿por qué me voy a quedar escribiendo libros feministas si ya hay un consenso?