En mis cuarenta y cinco años de vida nunca me había quedado atrapado en un elevador. Hasta hace unos días.
El maldito calor se adelantó y desde finales de febrero comenzó a espolear la ciudad con saña. Después de plantarme en tres ocasiones, el maistro por fin se presentó un lunes a las nueve de la mañana. Yo estaba desesperado, me había pasado el fin de semana sin poder dormir a causa del bochorno. Y lo que debió ser un procedimiento de rutina, darle mantenimiento al aire acondicionado, se convirtió en un episodio cagadito.
No soy claustrofóbico ni le tengo miedo a los payasos.
Y pensaba que quedarse atorado en un piso sólo ocurría en las películas. El edificio donde vivo data de los sesenta. Y el elevador siempre se descompone. Pero en los diez años que llevo aquí nunca me había quedado dentro. Ni me habían dado el chisme de que se comiera inquilinos.
Cuando vi al maistro sentí mariposas en el estómago. Por fin tendría aire. Por fin podría dormir. Subimos al elevador en la planta baja y cuando las puertas estaban por cerrarse llegó la portera del edificio y se coló dentro. Y cuando estaba por cerrarse de nuevo, una persona se asomó y la portera detuvo la puerta para permitirle entrar. La capacidad del elevador es para seis personas. Así que no podemos culpar al último pasajero por la falla.
Uno no elige con quién quedarse encerrado en el elevador. Y no sé si fue mala o buena suerte, pero creo que las cosas podrían haber sido mucho peor. Todo transcurría de manera normal hasta que en el segundo piso el elevador se detuvo por sus pistolas. Tras picar todos los botones caímos en cuenta de que no se movería. Por fortuna era espacioso. Los cuatro estábamos de los más cómodos. Arriba hay un abanico con respiradero que garantiza que el aire circule sin broncas. Así que no había motivos para alarmarse.
Media hora. Y el técnico del elevador no aparecía. Los cuatro estábamos campantes
LA PORTERA LLAMÓ AL TÉCNICO encargado del mantenimiento del elevador. Le explicó la situación. Llegaría en diez minutos. Así que había que esperar y todo se iba a solucionar en poco tiempo. Imagino que durante la pandemia esta situación podría haberse convertido en una experiencia traumática. Pero ahora no había razones para volvernos presas del miedo. Todos estábamos tranquilos. El maistro sacó su celular y se puso a ver memes. De pura chingadera yo traía Memorias de un amante sarnoso, de Groucho Marx, y me puse a leer. Pasaron los mentados diez minutos. Luego quince, veinte. Media hora. Y el técnico del elevador no aparecía. Los cuatro estábamos de lo más campantes. Nadie mostraba signos de perturbación. Cuarenta minutos después apareció el dichoso técnico. Ignoro si alguien respiró aliviado, pero sacarnos no fue nada sencillo. Las llaves de seguridad no respondieron. Entonces comenzó la tarea de abrirlo de manera manual. No sé de marcas de elevadores, pero éste era en particular caprichoso.
Se percibía cierto nerviosismo, aunque mis compañeros de celda seguían sin inquietarse. A lo mejor en sus cabezas temían que el elevador, como una fortaleza antigua, fuera inviolable y que nos quedaríamos para siempre enjaulados. Transcurrió una hora antes de que pudiéramos saborear la libertad. A mí lo único que me incomodaba era el pinchi calor. Por suerte había almorzado temprano. De rigor, mis gorditas de prensado.
EL ELEVADOR SE ABRIÓ lo suficiente para que pudiéramos escapar. El hueco era incómodo y la portera se dio un ranazo al brincar fuera. Los demás salimos sin bronca. Y el maistro y yo subimos a la azotea. No puedo hacerlo, me dijo. No entendía a qué se refería. Lo volteé a ver y estaba pálido. Blanco como pared de psiquiátrico. Le estaba dando un ataque de pánico. No puedo, repitió. Me siento mal. Me voy a caer. Y salió huyendo antes de que le pudiera ofrecer un tafil de dos miligramos. Maldita sea, me dije y fui detrás de él. Pero corrió de mí con el espanto que uno le tiene al SAT. Me ofrecí a picharle el desayuno. A comprarle dos caguamas, pero no conseguí que se quedara.
Le hablé a otro maistro, pero podía hasta el jueves. Llamé a otro y podía hasta el sábado. Me quedé otros cinco días sin aire acondicionado por culpa de los chistes del elevador. Cuando por fin apareció otro maistro lo subí por las escaleras. Por qué no usamos el elevador, me preguntó. No lo entendería, le respondí.