Las balanzas invisibles del umbral

Fetiches ordinarios

Umbral de la iglesia de Santa Hripsime, en Armenia.
Umbral de la iglesia de Santa Hripsime, en Armenia. Foto: Fuente: freepik.com

Un cambio de luz, una atmósfera fronteriza indica que nos adentramos en un espacio desconocido que bien puede ser un refugio o un laberinto. Ya sea que nos apartemos de la inclemencia del sol para encontrar cobijo en la sombra, ya sea que demos la espalda a la noche atraídos por el reclamo de una lámpara, esa cualidad terrosa e incierta de la luz es la que nos atrae y nos previene al mismo tiempo, la que nos hace detenernos un instante, ya con un pie en el escalón de la entrada, alertas y pensativos bajo el dintel, como si nos preguntáramos si debemos abandonar toda esperanza a las puertas de lo que ahora luce como un sospechoso castillo de Kafka.

Siento debilidad por los umbrales y también por la palabra umbral, por su promesa y su halo de misterio, porque en ellos se mezcla la idea de límite con la tentación del pasadizo. Aunque, desde el fondo de mi imaginación diurna, siempre haya creído que remite a esa zona de penumbra que debemos atravesar cuando entramos a una casa —ese interregno sombrío, ese arco umbroso que nos recibe con una variación de temperatura y de temperamento—, el término deriva más bien, según el diccionario de Joan Corominas, de “lumbre” y de “lumbral”, y remite, por tanto, al tránsito de la oscuridad hacia el llamado de la llama.

EL ATRACTIVO DEL UMBRAL no proviene únicamente del cambio en la iluminación, tampoco de que separe dos ámbitos contrastantes. Al igual que una puerta entornada, tiene algo de incitante y tentador en sí mismo, que invita a detenerse en su franja, a hacer una pausa expectante o pensativa antes de cruzarla. “No pises con pasos / uniformes / la hierba fronteriza. / En el umbral habitan / dioses aduaneros / que pesan / con balanzas invisibles”, escribe Antonio Deltoro, sibarita de los matices atmosféricos, poeta de la quietud y la revelación allí donde nadie se la espera.

Por su condición liminar, más que una mera línea divisoria el umbral semeja un campo de fuerza, un territorio indeciso que nos imanta o repele y en el que a veces sentimos el escalofrío de estar ante un punto de no retorno. Hay umbrales que se atraviesan una sola vez y para siempre, como el de la perdición o la muerte, y hay otros que se nos imponen en forma de muralla o de maleficio, y que no sabemos o no nos atrevemos a traspasar, como esas experiencias del tipo ángel exterminador en las que, a la manera del clásico de Luis Buñuel, nos enfrentamos a un poder desconocido que nos hace permanecer de este lado de la puerta.

Quizá porque no participa del todo del interior, pero tampoco es una extensión del afuera, el umbral es zona de duda e indecisiones. Aunque no sepamos muy bien lo que está en juego, atravesar una frontera puede transformarnos por completo, cambiar nuestra situación vital y el sentido de nuestra identidad; se diría que, más que una linde geográfica, el umbral tuviera alcances metafísicos. Hay quien jamás pondría un pie en una estación del metro, y eso lo retrata de cuerpo entero; el umbral para salir del clóset suele ser arduo y cuesta arriba, para muchos infranqueable; cruzar el umbral de la abyección toma, en ocasiones, pocos segundos, pero sus repercusiones pueden ser incalculables... Cuando en el siglo V a. C., en Atenas, los cancerberos de la moral increparon a Aristipo de Cirene por salir tan campante del burdel, respondió con una perla de su filosofía hedonista: “El problema no estriba en meter allí los pies, sino en no saber salir”. No todos los umbrales admiten el camino de vuelta, pero quizá la sabiduría guarde relación con una política de los umbrales, en especial los de dolor y placer.

Quizá porque no participa del todo del interior, pero tampoco
es una extensión del afuera, el umbral es zona de indecisiones

EN EL LIBRO DE LOS PASAJES, Walter Benjamin asocia los umbrales con los ritos de paso y subraya que su diseño arquitectónico encarna o materializa sus aspectos ceremoniales, que en última instancia remiten a lo onírico. Más allá de que una de las pocas experiencias de umbral aún reconocible para todos es la del sueño y la duermevela, las puertas de aquellos centros comerciales en ciernes prometían el ingreso a un mundo fantástico, marcaban el comienzo de un túnel de calles internas y deslumbrantes, dispuestas para el desbordamiento del deseo.

Hoy, en una era cada vez más despojada de rituales, atravesamos los pórticos simbólicos de la pubertad o del duelo quizá demasiado a la ligera, sin apenas nada que señale sus implicaciones sociales o su importancia psíquica, tal y como se cruza el pórtico de cristal y acero de un mall.

Benjamin observa una peculiaridad de los umbrales públicos: lejos de ser meros pasillos de tránsito, se convierten en espacios casi habitables. A la entrada de los pasajes (y no hay que olvidar que los pasajes, para él, en cuanto “casas o corredores que no tienen ningún lado externo”, serían equiparables a los sueños) solían apostarse las prostitutas como auténticos pilares de la noche, y es allí también donde los amantes se dan cita y se besan sin pudor. Bajo sus aleros, en esa zona de ambigüedad en que el exterior y el interior se confunden, no faltan los amigos que se detienen a recuperar fuerzas y a planear la siguiente escala de su deriva, y no es infrecuente que el alba sorprenda allí a quienes, por una circunstancia u otra, se quedaron sin techo toda la noche.

Así como hay umbrales del sueño o del despertar, hay umbrales característicos de los libros. Las palabras preliminares se sitúan antes del texto principal y se desenrollan como una especie de tapete de bienvenida, en negro sobre blanco, que presentan las claves de lo que vendrá, pero que ya en términos sensoriales nos ayudan a habituarnos a la mancha de escritura y a la extraña luz que dimana de ella.

No se puede pasar por alto, sin embargo, que antes de cualquier preámbulo hay un umbral más decisivo que conduce hacia el libro y nos hace traspasar su portada. (Aprovecho para mandar saludos y reverencias a Libros del Umbral, sello de nombre inigualable y títulos raros y escogidos, creado por los hermanos Soler Frost). En “Fronteras abiertas: Historia de una vagabunda intelectual”, Siri Hustvedt apunta que, a los trece años, leyó por primera vez Cumbres borrascosas de Emily Brontë. “Crucé las fronteras de mi experiencia inmediata y me adentré en otro mundo, y ese mundo pasó a formar parte de mi experiencia, como si se hubiera alojado físicamente en el engranaje cerebral de mi memoria”. Ella entonces no lo sabía, pero ese umbral la había convertido ya en escritora.

Hay umbrales que se atraviesan de una zancada y otros que apenas se cruzan con las yemas de los dedos de la mente, tras años de dar vueltas en sus inmediaciones. Quizá nadie note nada, ni siquiera un desplazamiento pero, una vez del otro lado, sabemos que ya nunca seremos los mismos.