Escuchamos música porque muchas veces se convierte en el arte que con mayor agilidad desestabiliza nuestro sentido estético, pero también porque otras veces, las más, suele ser el que mayor estabilidad brinda a nuestras emociones. En un intento por entender cómo y por qué la música logra eso, algunos artistas, compositores y músicos buscan exactamente lo contrario, descomponer las percepciones y expectativas que pueda tenerse de ellos y estrellar la cabeza contra el vacío de lo inestable. Autechre, Ulver, Talk Talk, Miles Davis, ejemplos para este tipo de conversaciones hay varios, pero ahora quiero enfocarme en un conjunto de cuerdas que lleva cincuenta años haciendo prácticamente todo lo que ha querido, haciendo al mismo tiempo, todo lo que se les ha pedido: Arditti Quartet.
Recientemente ofrecieron en la Ciudad de México una serie de presentaciones. Aprovecho esa visita como pretexto para repasar los efectos de una vida dedicada a la música, superando unas 300 grabaciones unidas solamente por un rasgo para el cual no encuentro otra palabra que no sea necedad, pero no la necedad ciega del artista joven en busca de validación, sino la necedad de conversar con un sentido de vanguardia que ya habita sólo bajo los puentes, gritando como un loco.
PARA EL CUARTETO, y en específico para su fundador y violinista principal, Irvine Arditti, la vanguardia no consiste —no puede consistir— en una impostura (ha declarado antes que en lo general no se propone hacer algo diferente, sólo hace lo que considera que debe hacerse), sino en una búsqueda. Se permite, como John Cage que compensaba su falta de inteligencia con un agudo sentido del humor —según él mismo—, rastrear con ánimo infatigable lugares pocos frecuentados. No sabe dar una respuesta concreta sobre qué le lleva a escoger una composición sobre otra. No es el reto virtuoso, no es el prestigio del compositor o compositora en turno, tampoco la necesidad de sumar alguna pieza fundamental a su repertorio. ¿Qué es, entonces?
Suelen permitir que el compositor indique cómo ha de ser realizada la interpretación
La marca de nacimiento que puede distinguirse en casi todos los intérpretes suele ser la ejecución, la forma particular de atacar una pieza. Pero en el Arditti no suele hablarse mucho de las características performáticas de las distintas alineaciones que el cuarteto ha tenido a lo largo de todos estos años. Esto no es casual, ya que suelen permitir que el compositor indique cómo ha de ser realizada la interpretación. La evidencia puede leerse en el libro Collaborations, un anecdotario donde Arditti recopila los métodos, las manías y, desde luego, las casualidades detrás de la escritura de una pieza. Ahí aparecen Xenakis, Stockhausen, Ligeti, Nono, Kagel, Paredes, Lachenmann, acompañados por un Arditti atento, paciente y abstraído, en fin, un Arditti alumno.
Sus aprendizajes pueden conducirnos a repensar la maltrecha figura del intérprete. Ese mediador, sometido a la demanda de espectáculo, cuyo mecanismo de supervivencia casi siempre consiste en adaptarse a los horizontes del público oyente, condenado a mostrarse interesantísimo en una la portada de su último álbum. Con la selección de piezas y músicos que ha hecho, Arditti parece decirnos que el intérprete puede siempre hacer mucho más, incluso cuando parezca que, al dejarse dictar, esté haciendo, de hecho, menos. Porque la selección de obras que quedan a su cargo parece filtrada por la posición del aprendiz que jamás ha dejado de lado su intuición y entusiasmo.
NO DEBEMOS OLVIDAR que el intérprete es, ante todo, un lector, esa otra figura en deterioro, cuyas herramientas, como el discernimiento, la atención y el cuidado en la lectura, han venido a ser sustituidas por el automatismo del gusto, la adolescente necesidad de identificación y el miedo a la exclusión. Y como lector traduce la energía de un pensamiento en una emoción del sentido, y entretanto nos revela el mecanismo detrás de la escritura de una pieza. Su Xenakis, su Ligeti, son transparentes, tan fieles al compositor como pueden serlo; su Lachenmann es de una precisión tan afilada que talla los dientes de quien lo escucha; su Neuwirth está calcada a detalle; cuando atacan una pieza de Stefano Scodanibbio o Giacinto Scelsi lo hacen como en un ejercicio de exorcismo pero no para expulsar a los demonios de la composición, sino para dejarnos verlos; en el camino de una interpretación de Schöenberg detectan y traducen a un lenguaje contemporáneo lo que alguna vez lo hizo tan relevante. Y si les encomiendan una pieza de Julius Eastman no son ajenos a la violencia y la fuerza de la misma, sino que la contienen y abrazan sin variantes que modifiquen la postura de uno de los compositores más radicales de los últimos cincuenta años.
El autor argentino Daniel Guebel dijo que el mejor desafío para un escritor es borrar lo identificable. La obra tiene que ser una criatura en constante mutación, nunca fija. Irvine Arditti y los distintos músicos que lo han acompañado a lo largo de cincuenta años, se nos revelan entonces como una invitación: las concesiones y las expectativas no tienen nada que ver con el arte, para que una obra realmente amplíe los horizontes de nuestra percepción ha de ser un poquito mutante, y nosotros hemos de escuchar esas mutaciones con los oídos bien abiertos.