Jorge Ibargüengoitia

El Boy Scout que escribía

En este 2023 recordamos cuarenta años de la desaparición de uno de los narradores mas lúcidos de la literatura mexicana contemporánea. Fallecido en un accidente aéreo el 27 de noviembre de 1983, Jorge Ibargüengoitia no deja de ser leído; tal vez incluso siga sumando lectores, a los que atrapa con su sarcasmo y manera cáustica de contar la realidad. Daniel Herrera aprovecha la efeméride para analizar un aspecto intrigante e íntimo del guanajuatense, que explica en parte la excepcionalidad de su estilo

Jorge Ibargüengoitia (1928-1983).
Jorge Ibargüengoitia (1928-1983).Foto: twitter.com
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En 1958, el guanajuatense compró un Libro de ingresos y egresos. Sistema Roca para anotar su vida económica. A lo largo de todo 1959, únicamente apuntó dos palabras: “Sin ingresos”. Su estreno como escritor fue, por decirlo de manera amable, complicado. Ese año de pobreza no fue el único que vivió así. ¿Cómo pudo Jorge Ibargüengoitia, repudiado por colegas e incluso por su propio maestro, Rodolfo Usigli, terminar viviendo en París con holgura y mudándose de una ciudad a otra para dedicarse exclusivamente a escribir?

Por extraño que parezca en estos días, lo hizo sólo a través de su obra literaria. No necesitó de ningún tipo de ayuda extraliteraria para conseguir

el éxito. Claro, es de esos casos raros del siglo pasado: un escritor que sí estudió para escribir. Hizo licenciatura y maestría. Fue profesor, escribió reseña, crónica y artículos, ganó becas y premios e hizo todo lo posible por vivir de la creación. Venía de una familia oligárquica caída en desgracia y no tuvo la ayuda económica o los contactos políticos para conseguir lo que buscaba. La mayoría de sus amigos no estaba involucrada en el mundo literario. Nada más complicado para un autor tímido y con poca vida social. Es un claro ejemplo de que fue su obra y nada más la que lo llevó adonde quería llegar.

EN 1962 TENÍA YA más de treinta años y seguía sobreviviendo como podía. En ese momento, Ibargüengoitia era un fracasado. Había dejado la escuela de ingeniería y se había matriculado en la Facultad de Filosofía y Letras. Con el título en mano había dado muchas clases en distintas universidades de México y de Estados Unidos. Vendió lo que quedaba de su herencia, el casco de una hacienda en Guanajuato, y compró un terreno en Coyoacán para construir su casa. Caminaba mucho para ahorrar y no gastar en el camión. Vivía aún en un departamento con su madre y su tía, porque se había quedado sin dinero mientras levantaba la casa. A esa edad, su padre ya tenía una vida hecha. Su abuelo había levantado un imperio agrícola y había luchado contra los franceses, aunque en realidad eso último siempre fue una mentira.

Jorge ya trabajaba en la Revista de la Universidad de México. No ganaba mucho escribiendo reseñas de teatro, además de que atraía la animadversión del mundo teatral nacional. Seguramente con gran preocupación, su madre y su tía, las dos mujeres que dependían de él, veían que Jorgito se iba a morir de hambre y a lo mejor ellas también. El panorama no era alentador. No había forma de que, en ese entonces, cuando la pobreza le arañaba la espalda, previeran un trampolín que lo llevara a una vida apacible de trabajo literario por la mañana y calmos paseos vespertinos por las calles de París, junto a la artista plástica Joy Laville. Para explicar el camino desde Guanajuato hasta París debo retroceder a cuando nuestro autor era un joven veinteañero que no sabía bien qué hacer de su vida. 

ME PARECE COMPLICADO entender cómo un autor pudo ser boy scout en su juventud, debo decirlo. Es, en apariencia y por decir lo menos, contradictorio. No presté mucha atención cuando, hace años, me enteré de que Ibargüengoitia fue un integrante entusiasta de esa estructura juvenil que aboga por valores como la honradez, la buena ciudadanía —lo que eso signifique— y las habilidades al aire libre. Con el tiempo me pregunté cómo alguien que estuvo en ese organismo, que siempre he ligado a la derecha más reaccionaria, pudo escribir las páginas más lúcidas de la literatura nacional.

Mientras leía más sobre su vida y obra fui comprendiendo que se trata de un escritor de moral muy clara. No la de un autor puritano y católico, pero sí la de un boy scout que puede sobrevivir en el bosque mientras reflexiona a distancia sobre la humanidad, en especial sobre la idiosincrasia mexicana. No le había dado mucha importancia a este fenómeno que es posible distinguir al fondo de las obras de Ibargüengoitia, pero leyendo a Alejandro Ramírez Lámbarry, quizá el mayor especialista que existe en la actualidad sobre el escritor, encontré que Jorge tenía, en su vida personal, la carga católica que siempre lo obligaba a revisar todas sus relaciones interpersonales. Sin importar que en entrevistas renegara de esta visión religiosa, según lo que Lámbarry descubrió en sus cuadernos personales, los Ejercicios Espirituales de los jesuitas pesaban sobre la conciencia del autor. Con este dato se puede cerrar un círculo que ayudaría a explicar su obra: procede de la provincia, del Bajío. Su familia perteneció a la oligarquía ranchera guanajuatense. Fue educado en el catolicismo y, por decisión propia, quiso ingresar a los Boy Scouts.

Entonces, ¿cómo pasó de ser un escritor pobre a uno que vivía exclusivamente de sus obras? Lámbarry explica que fue de los pocos creadores que lograron el sueño de los modernistas: el nacimiento del escritor profesional, es decir, aquél que vive sólo de su escritura. Como autor tiene una ventaja sobre otros narradores, misma que no he leído —al menos no de forma explícita—, en ninguno de los estudios de su obra que he leído.

No es que no se aborde de manera colateral; la señalan Vicente Leñero en Los pasos de Jorge Ibargüengoitia, su biografía sobre la obra teatral del guanajuatense, y también Lámbarry. Pero quiero aquí hacer hincapié en la ventaja literaria que el mismo autor sabía tener cuando decidió ingresar a la narrativa, después de pasar diez años escribiendo teatro. 

EN 1963 YA HABÍA TRABAJADO con tesón para lograr éxito como dramaturgo y había recibido, casi siempre, patadas. Ya su maestro Usigli lo había despreciado públicamente y una de sus mejores obras, El atentado, ganó el Premio Casa de las Américas, tan importante y reconocido en su momento, aunque luego nadie se preocupara por llevarla a escena. Entonces dio un paso a la narrativa. Lo que se perdió el teatro, sin darse cuenta, lo ganó la novela. El mismo autor lo explicó de esta forma: “El atentado me dejó dos beneficios: me cerró las puertas del teatro y me abrió las de la novela”.

Al año siguiente, Los relámpagos de agosto recibió el Premio Casa de las

Américas, ahora en novela, y en ese momento Ibargüengoitia se decantó por la narrativa y el periodismo. Toda-vía le tomaría varios años más, algo así como veinte, conseguir el tan anhelado éxito. Tuvo que tomar trabajos ajenos a la literatura. Ya antes había buscado ser agricultor y lo abandonó por el arte, pero ahora quería escribir de tiempo completo y no cejó en su

empeño hasta conseguirlo. Para ello continuó bregando con clases, con becas aquí y allá. Por fin en 1978, Carmen Balcells aceptó ser su agente literaria. Lo había logrado. Tantos años de escritura y tantas horas frente a la máquina lo habían recompensado. Lo irónico es lo poco que vivió esa vida. En noviembre de 1983, el avión en el que viajaba rumbo a un encuentro literario en Bogotá se desplomó a unos kilómetros de Madrid. Es una ironía que tal vez él mismo habría apreciado.

El asunto, entonces, es cómo logró, con su primera novela, una voz muy particular, que seguiría desarrollándose en las siguientes décadas pero que ya tenía una característica muy evidente: la ironía, escondida detrás de cierto humorismo. Si algo no le gustaba a Ibargüengoitia es que lo catalogaran como humorista. Afirmó en 1982, entrevistado por René Delgado: “Mi interés nunca ha sido hacer reír a la gente... No creo que la risa sea sana ni interesante ni que llene ninguna función literaria. Lo que a mí me interesa es presentar una visión de la realidad como yo la veo”.

El Atentado, portada del libro
El Atentado, portada del libroFoto: Especial
Los relámpagos de agosto, portada del libro
Los relámpagos de agosto, portada del libroFoto: Especial
Estas ruinas que ves, portada del libro
Estas ruinas que ves, portada del libroFoto: Especial

Al parecer, el supuesto humorismo le quitaba seriedad y peso a su obra,

por lo menos en su propio momento histórico, como si fuera sencillo sacar esa sonrisa para burlarse de la des-gracia nacional que termina siendo personal y conseguir que, al mismo tiempo, el lector no se deprima. Además, hacerlo creando estructuras literarias complejas, utilizando un lenguaje coloquial. Yo no veo a Ibargüengoitia solamente como humorista: pienso que lo suyo era la ironía, tan particular como su altura o sus ojeras. Proviene de cómo veía el mundo y de un razonamiento crítico constante sobre aquello que observaba. Esta ironía se mezcla con distintos géneros literarios, en general considerados como menores porque están enfocados al gran público. Así, cuando se internaba en alguno de ellos no podía evitar esa mirada suya, tan única.

La aplicó al escribir la novela de memorias que terminó siendo Los relámpagos de agosto, una parodia lúcida de los generales de pacotilla que quedaron vivos después del último momento de la Revolución Mexicana. Después lo hizo con la novela rosa. De ahí surgió Estas ruinas que ves, recreación de cómo una ciudad de provincia se vuelve escenario principal de un amorío que es imposible. Lo hizo también con la novela de denuncia social latinoamericana: escribió Maten al león, una hilarante obra donde los revolucionarios son tan estúpidos y superficiales como los dictadores.

Maten al león, portada del libro
Maten al león, portada del libroFoto: Especial
Dos crímenes, portada del libro
Dos crímenes, portada del libroFoto: Especial
Ibargüengoitia, portada del libro
Ibargüengoitia, portada del libroFoto: Especial

Luego transitó a la novela negra. Dos crímenes es una historia sin detective, que termina enredando a sus personajes en una serie de traiciones donde nadie sabe para quién trabaja. Y a la novela periodística. Las muertas es un macabro ejemplo de cómo la maldad también la esgrimen los ineptos.

Y, finalmente, lo hizo con la novela histórica. Los pasos de López, su último libro, es una obra verosímil que no se ciñe a la verdad histórica, pero resulta más creíble que aquello con lo que nos alimentaron por años en la escuela. Nunca la historia nacional se había convertido en algo tan atractivo. 

DE NUEVO, ¿CÓMO LOGRÓ que todas sus novelas tuvieran al mismo tiempo esa mirada y ese lenguaje tan bien construido? ¿Por qué su primera novela no fue algo menor, que antecedía al gran nombre que luego sería? La respuesta está en su etapa como escritor de teatro y guiones de cine. Es ahí donde experimentó y trabajó desde la novatez de un joven que esperaba crear la gran obra del teatro nacional. Esos años le dieron la experiencia necesaria. De ese modo, cuando llegó a la narrativa, todo estaba ya en su sitio.

No sé por qué, pero cuando se habla de Ibargüengoitia no se repara tan-

to en su etapa como dramaturgo, sino más en su vida como narrador y periodista. Me parece una visión equivocada. Sus obras teatrales tienen una calidad que no desmerece frente a su obra narrativa, pero creo que alcanzó cuotas todavía más altas cuando decidió abandonar la dramaturgia.

Finalmente me gustaría hilvanar sobre aquello que me sigue extrañando: entender a un autor que se dedicó a desmembrar a la ridícula clase media mexicana y al boy scout con una endeble moral católica. Después de leer a los estudiosos de su obra pienso que detrás del humorista, de un irónico como él, no estamos ante un comediante, pero tampoco ante un autor de sátira.

La mirada de Ibargüengoitia no está llena de maldad y amargura, lo suyo es una comicidad fina que ataca su objeto de estudio, pero sin destruirlo.

Ibargüengoitia no desea desaparecer los defectos de la clase media. En todo caso, la rescata del fango y la convierte en protagonista de sus libros

En esta mirada se exponen los defectos más repugnantes de la clase media mexicana, desde el general de la Revolución que se enriquece con sus puestos hasta el primo aprovechado que llega de visita al pueblo de su niñez. Cada uno de sus personajes revela aquello que lo identifica como mexicano: mezquindad, ignorancia, cobardía, corrupción, maldad, oportunismo.

Pero Ibargüengoitia no desea desaparecer los defectos de la clase media mexicana. En todo caso, la rescata del fango y la convierte en protagonista

de sus libros. No la arregla, no la enaltece, la deja así, tal como la encontró; luego nos la enseña con mirada irónica, con esa sonrisa de lado. 

Me ha quedado claro todo. Ibargüengoitia seguía siendo un boy scout. Al parecer no fue, en su juventud, el más entusiasta de los valores scout, pero ahí estuvo. Y no dejó de serlo cuando se convirtió en escritor. Al final, un humorista es un moralista que sabe reír. Tal vez por eso nos parece tan cercano, tan sencillo de comprender, tan poderoso a cuarenta años de su muerte. 

O tal vez es porque ese México que él retrató, el que está en el pasado pero que nos parece poderosamente actual cuando lo leemos, no es posible dejarlo atrás. Justo como cuando abrimos Dos crímenes y las primeras líneas dicen: “La historia que voy a contar empieza una noche en que la policía violó la Constitución”.