Bukowski un escritor correcto

Guillermo Fadanelli, a quien sus lectores han asociado con Bukowski desde la aparición de El día que la vea, la voy a matar, detalla aquí el motivo de “aquella iluminación de luz negra” que lo lanzó de lleno a la literatura. A treinta años de la muerte del escritor estadunidense, Fadanelli dibuja el perfil personal que Bukowski tiene en su vida como lector y como escritor. El pesimismo, la ironía y la “música de las cañerías” son inclinaciones literarias que comparten estos dos autores. Aun así, “los escritores son tan distintos como la forma de las nubes”, escribe Fadanelli

Bukowski en el programa de entrevistas Apostrophes, de Bernard Pivot.
Bukowski en el programa de entrevistas Apostrophes, de Bernard Pivot. Fotografía: Ulf Andersen

Una mujer que contiene sus lágrimas a lo largo del día, porque sus labores cotidianas no le permiten semejante libertad en horas de trabajo: prefiere llorar durante las noches en las que se regala un tiempo y así las lágrimas logran manar libremente, sin poner barreras a sus quehaceres diarios. Qué rincones o recámaras tan tristes elige uno para llorar. Me pregunto si esta acción dramática es constante en los seres humanos que, si no interrumpen su trabajo para darle a su dolor un lugar visible, ponen en peligro la comida de sus hijos o de su familia. De manera inevitable recuerdo las palabras de Beckett: cuando un ser humano comienza a llorar, otro está terminando de secar sus lágrimas. Existen escritores que encuentran que la desgracia oculta está tras cada sonrisa o puñado de alegría: no he conocido dos buenos escritores que sean similares, ni que sollocen a un mismo ritmo: el temperamento, la cualidad de ser diferentes, la lectura los separa pese a que puedan juzgar y coincidir en la belleza o en la fealdad de un libro o de un pasaje de sus páginas. Es difícil comentar o explicar una obra, a menos que en el camino se pierdan fardos de sentido, cantidades considerables de detalles subjetivos. La conversación es, a fin de cuentas, un mal o un buen entendido, no una fotocopia.

De vez en cuando, acaece en el horizonte una luz negra, cegadora e inesperada; su aparición aniquila los reflejos, aun cuando su influjo traslada los sentidos a otra clase de dimensión o universo. Hoy, que Charles Bukowski cumple treinta años de evitar las insanas vicisitudes de esta vida, me parece sensato confesar que, en mi caso, él representó esa especie de luz negra: me encegueció y de inmediato trastornó mi noción del hecho literario en luz robustecida: sus historias me resultaban extravagantes e impostadas, absurdas e inverosímiles, sin embargo, no lograba despegar mis ojos de las páginas de sus libros. En un principio lo leí en Editorial Anagrama: La máquina de follar; Cartero; Escritos de un viejo indecente y Música de cañerías, libro de relatos que, desde entonces, formó parte de mi librero puerco e idílico. Otros libros: Mujeres; La senda del perdedor y Pulp, entre varios más, los encontré en Black Sparrow, la primera editorial que le dejó al viejo asqueroso unos cuantos pesos. Antes de correr tras aquellos pocos centavos, Bukowski trabajaba en una oficina del servicio postal, pero como suele sucederles a algunos escritores arrogantes, ellos prefieren obtener unas monedas por sus escritos que canastas de dinero a cambio de trabajos nocivos a su sensibilidad. No hay humillación en ser escritor y hacerse de unos pesos necesarios para vivir; al contrario, este hecho representa un impulso arraigado en una coherencia inevitable. “¡El correo ha de llegar siempre!”, le grita a Henry Chinaski (alter ego de Bukowski), un hombre desde su terraza al ver la camioneta de correos atascada en un diluvio. Luego de escuchar esta rígida consigna el conductor, Chinaski, le muestra al meteco su dedo tieso en señal de insulto, antes de abandonar su vehículo en un jardín cercano y salir de allí para tomarse un baño. Es éste uno de los pasajes que se narra en Cartero y que yo he elegido para añadirlo aquí en vista de que una noche de hace casi veinte años, mientras yo visitaba un antro pútrido y elegante en la avenida Lázaro Cárdenas, encontré allí a un cartero dormido y ebrio, sentado en una silla, abrazando una bolsa de cuero repleta de cartas no entregadas. La sujetaba de tal modo que daba a los noctámbulos la impresión de guardar en ella un contenido muy valioso. La madrugada y el respeto de la clientela lo arropaba como si se tratara de un santo. Estuvo así cerca de cuatro horas y a las seis de la mañana continúo su camino. Ningún mesero se atrevió a cobrarle sus tragos a aquel mercurio de alas caídas.

Hoy, en estos días mal nacidos, intento conocer el motivo de aquella iluminación de luz negra que me lanzó de lleno a la literatura. Es posible que no estén de acuerdo conmigo, pero, como he dicho unas líneas atrás: cada escritor roe nuestros huesos de manera diferente y la mayoría comienza a hacerlo incluso desde regiones antípodas. Charles Bukowski poseía un humor más allá de lo común: era un comediante malicioso. Quien no ría o se solace luego de leer sus relatos es que su amargura le ha causado ciertos estragos. Por otra parte, su honestidad es literaria; quiero decir que me tiene bastante sin cuidado si fue un hombre honesto u honrado, me parece que su literatura es casi inmoralmente inquebrantable en la exposición de sus historias y de su fábulas nocturnas y barriobajeras. Luego de este asunto se nos presenta el problema de su lenguaje; esto significa que su lenguaje no entraña ningún problema: escribe historias para niños cuya ancianidad pugna por manifestarse. Además de tales aproximaciones se encuentra el hecho de su fama tardía y del mito de su vida rastrera. ¡Obtuvo el éxito!, gritaría un mentecato desaforado. Y no es que Bukowski no deseara ser famoso, mas ello no se encuentra expuesto ni sugerido en sus libros, sino como un juego superficial. El hecho de marcharse a vivir a San Pedro, L.A. (un barrio de cierto prestigio); de asistir a la filmación cinematográfica de sus libros; de conocer celebridades de Hollywood, e incluso asistir a algunos programas televisivos en Europa, no son más que accidentes en la vida de un escritor borracho, o al menos desconcertado por su propia importancia. Su fama fue un juego más y varios dólares en su canasta. ¿Se lo merecía? Nadie merece más de lo que le sucede. Que las lágrimas escurran en un cuarto solitario.

Bukowski poseía un humor más allá de lo común: era un comediante malicioso. Quien no ría o se solace luego de leer sus relatos es que su amargura le ha causado ciertos estragos

De la admiración de Bukowski hacia John Fante se ha escrito mucho y Bukowski lo ha hecho explícito en el prólogo de Pregúntale al polvo, obra del escritor descendiente de la región italiana de Abruzzo; pero no puede haber dos escritores tan distintos, excepto que para ambos su propia vida fue el cenital de su escritura. Fante se hallaba atado a sus raíces, a su familia, a sus odiados hijos; Bukowski tuvo una hija de la misma manera que pudo sembrar un árbol silvestre. Fante era un inmigrante italiano; Bukowski mantenía su cinismo y barbarie germánicas. Durante aquellos años en los cuales Bukowski escribió, yo me había interesado en la literatura estadunidense. Y sí, encontré en Kathy Acker, Dennis Cooper, Richard Brautigan, David Leavitt, Robert Sabbag, Raymond Carver o Hubert Selby Jr., algunos aires de familia o de talante basurero. Ellos también buscaban, a partir de su escritura, de manera consciente o no, la disrupción o la incorrección moral, pero en esencia se hallaban lejanos a Bukowski y encontraron un lugar en mi librero debido a mi afán de encontrar en aquella literatura a una cauda de escritores malditos. A los beats jamás los soporté, a excepción de alguna novela de William Burroughs (sobre Ginsberg, Bukowski dijo: “bueno, probablemente él recoge energía de las multitudes. Recoge lo que yo pierdo.”) Yo, Guillermo, fui un lector asiduo de Patricia Highsmith, Flannery O’Connor y Carson MacCullers, estas dos últimas escritoras, superiores, línea por línea, a quienes yo leía a finales de la centuria pasada.

Sumaría a lo antes escrito una característica que, si bien es común a una miríada de escritores, se acentúa cuando se trata del viejo asqueroso. Llamarlo así, viejo asqueroso, no es despectivo en ningún sentido: es una contraseña, un guiño entre sus lectores. El escritor estadunidense ha creado una pandilla o concilio de lectores que al reconocerse entre sí se enorgullecen de pertenecer a un ágora semejante. Yo he conocido a varias personas, entre ellos un vendedor de periódicos, que formaban parte de este bruñido senado de la coladera. No he encontrado, en mi ya larga vida, a tantos lectores que se afilien a la literatura de este escritor, en realidad angelino, pero sobre todo que encuentren en él un horizonte de solidaridad nihilista y marginal. El hecho de que, en realidad, nos hallemos ante un nihilista podría ponerse en duda, en vista de la polisemia que le pone el pie a este concepto; lo que resulta casi innegable es que la fraternidad que Bukowski concede a sus lectores llega a ser abrumadora —acaso John Fante o algunos beats se le aproximen—; hoy en día ha perdido algo de esa infalible y provocadora adicción a causa del analfabetismo imperante y de la ridícula corrección literaria; no obstante, su narrativa sencilla, franca y graciosa lo mantienen de pie y en plena batalla.

Pareciera que la música de cañerías y la insana locura han dejado de hacer vibrar los sentidos de los lectores actuales

En 1982, la periodista Fernanda Pivano le realizó a Bukowski una entrevista que se hizo bastante famosa (se tradujo en castellano como Lo que más me gusta es rascarme los sobacos). A mí me pareció que ella no hizo más que destilar un conjunto de lugares comunes o tópicos predecibles; además, a Pivano le molestaba que siendo viejo su héroe se hubiera comprado un BMW y poseyera una casa en San Pedro. No obstante, ello le sirvió al anciano indecente como estímulo para explicarse a sus anchas. “En lugar de pagarle al gobierno me compraba cosas. Tenía un jardín porque el resto de imbéciles que vivía en ese barrio tenía jardín, y hay que pasar inadvertido porque si no comienzan a destruirte la vida. Igual que los vecinos de los cuartos minúsculos y sucios en los que viví y escribí toda mi vida. En 1979 mi viejo Volkswagen ya no pudo seguir y me compré un BMW en 16 mil dólares. Me iba en él a las carreras de caballos”, respondía Bukowski a su entrevistadora italiana. Esta conversación continúa circulando en caso de que alguien albergue interés en leerla. Resulta tan ordinario crear héroes a partir de esos seres complejos y atormentados que llegan a ser los escritores. ¿Cómo puede uno encontrar alguna clase de heroicidad en los personajes de Saul Bellow? Los sufres y los acompañas, nada más. Cuando muchos años después leí a Foster Wallace me pareció un escritor estupendo, creativo y pleno de alucinaciones, sin embargo, te exigía demasiado; su lectura te absorbía incluso en contra tuya. Muy al contrario de lo que le sucedía al indecente que se mudó a San Pedro en sus últimos años. Quizás sólo José Agustín llegó a acercarme a esa luz negra que, en esencia, proviene de uno mismo, y ello sucedió de manera inesperada; repentinamente encuentras una puerta abierta, entras y descubres un nido donde holgazanear a tu gusto.

Bukowski afirmaba que la naturaleza no le proporcionaba ninguna clase de emociones y afirmaba que no encontraba ningún empacho en pronunciarse contra el entorno ecológico adorado y hoy casi perdido. Una verdadera rata de ciudad; le respondía a Pivano: “La naturaleza no me proporciona emociones, ¿entiendes? Las flores, los pájaros, las abejas, las cosas que crecen. Si una pantera mata algo no me emociona. Todo este mecanismo de la naturaleza lleva mucho tiempo existiendo y no me excita gran cosa”. Concluyo estas citas insistiendo en la capacidad humorística de Bukowski; sus temas no nos permiten apreciar su relajamiento lúdico; si yo mencionara a Oscar Wilde o a Mark Twain, más de un crítico me lanzaría una piedra a causa de mi insana locura. Pese a ello hemos disfrutado, varios lectores me acompañan, su desgarbo juguetón y burlesco; su capacidad de crear una historieta amena aun narrando un episodio infame. Alguna vez leí a un poeta sobrevaluado escribir en un periódico mexicano que no lograba comprender por qué se le dedicaba tanta atención a Bukowski, si bien cualquiera, armado de un patrón o una simple guía, podría dar vida a múltiples creaciones parecidas. Mas como dije antes, los escritores son tan distintos como la forma de las nubes. No le respondí porque iba a ganarme un enemigo en las letras y él jamás divisaría esa luz negra que afectó a tantos escritores y lectores que disfrutamos de las historias de Charles Bukowski. A treinta años de su muerte, la orfandad que nos ha legado crece en varias direcciones. Pareciera que la música de cañerías y la insana locura han dejado de hacer vibrar los sentidos de los lectores actuales. Nada qué hacer al respecto: el mismo Bukowski podría, en malas épocas, haber vendido su BMW e ir en autobús al hipódromo. Quizás ya sólo podría tomar una cerveza en el Walker’s Café al lado de los motociclistas hasta que pagara la deuda que día con día crecía como un tumor imparable. Allí reside el temperamento literario de Bukowski, no su biografía: podría beber en un bar de San Pedro o en el más mugriento bar del centro de Los Ángeles —el King Eddy Saloon, por ejemplo— y sus letras mantendrían ese tufo de alcantarilla que nos reafirma que se habita una gran ciudad porque las ciudades no son para vivirse, sino para sufrirse.

Bukowski, en la época en que escribía  una columna para Los Angeles Open City.
Bukowski, en la época en que escribía una columna para Los Angeles Open City. Fotografía: Sam Cherry, 1967