A Emma
La autoficción ha sido practicada por varios de nuestros autores contemporáneos, como Marxitania Ortega, Verónica Gerber, Enrique Serna, Guillermo Fadanelli, Julián Herbert, Antonio Ortuño o Emiliano Monge, con obras donde los protagonistas reconocen que no son seres impolutos o intachables éticamente; todo lo contrario, en estos ejercicios narrativos sobresale el coraje y la honestidad. Un bosque flotante, de Jorge F. Hernández (Alfaguara, 2021), se incorpora a este género por su afán de saldar deudas y recordar lo relevante de sus años infantiles. El protagonista de este libro está obligado a rememorar cada hoja del bosque, cada amistad, porque su madre está impedida para hacerlo.
Una voz —que es y no es la de Jorge F. Hernández— narra la microhistoria de una familia que, tras varios viajes en el extranjero, se afinca en la zona boscosa de Mantua, Washington, D. C. Sin embargo, esta vida en apariencia sencilla tiene su punto de inflexión en el momento que May, la madre, padece una amnesia prácticamente irreparable, como secuela de una trombosis. El papá, empleado en la embajada mexicana, se alista con los niños para revertir en May el paso del olvido mediante juegos, acertijos y dibujos; todo con el propósito de lograr un gesto de reconocimiento, ese brillo que aparece cuando brota la memoria, ese “mirar con la mente” —a decir de Jorge.
Si el personaje de Por el camino de Swann, de Marcel Proust, tenía que evocar el trayecto a casa ante la dispersión endémica de su mamá, el perso-naje de Jorge debe hacer un mapa mnemotécnico que relacione las palabras y las cosas, las estaciones, las mentiras de Nixon, The Beatles, lecturas y conversaciones familiares, cómo se dividía el mundo entre lo mexicano y lo estadunidense, el inglés y el español, la literatura y la vida. Pero “no era la crónica fidedigna de nuestras vidas ni la historia clínica y minuciosa de la amnesia de mi madre, sino la yuxtaposición de lo que el tiempo había tras-tocado”, nos dice el narrador (p. 173).
Un bosque flotante es una novela sobre la memoria, la familia, el amor y la amistad, pero también un libro sobre el odio. Es una historia que refleja el esplendor de una familia bien avenida, pero no olvida a los frustrados y a los criminales en potencia, esos que reparten la mierda porque ya no se la acaban. Afirma el narrador: “Crecí y camino siguiendo las huellas de los que me quedan cerca, pero evitando pisar o seguirles los rodeos a los que trazan círculos concéntricos con sus mentiras y engaños” (p. 142). Con esta idea, Hernández ha metido las manos a la basura del pasado, y lo ha hecho encarando la culpa y el resentimiento. Por instantes evoca el film Río místico, de Clint Eastwood, pues sus páginas no serán un día de campo:
Creo recordar que llevábamos dos horas y media cuando, al volver a retomar un sendero, me pareció sentir miedo [...] y más cuando empecé a reconocer que en realidad estábamos caminando en círculos. [...] En cuanto Hampsted se adelantó con una de sus carreras fantasmas, le dije a Bill que todo eso estaba mal. También él se había dado cuenta de las vueltas, de que nos quería marear; todo en murmullos porque nos había prohibi-do hablar entre nosotros (p. 129).
El narrador se va preguntando si aún le falta algo a esta novela e integra documentos ajenos y propios. Quizá éste sea el epicentro de la historia, la forma
Si en obras anteriores Jorge F. Hernández había creado un personaje que representara lo español y lo mexicano, Pedro Torres Hinojosa, que era una suerte de alegoría viviente de la binacionalidad, en La Emperatriz de Lavapiés; si había buscado bautizar a sus personajes con los nombres de las colonias de la Ciudad de México en la no tan lograda Réquiem para un Ángel; y si había obtenido resultados muy superiores en el cuento, con Un montón de piedras y Seis cuentos seis y uno de regalo, donde ya había explorado la veta autoficcional —como en “Un farol en la noche” y “De regalo”—, en Un bosque flotante ha conjugado la precisión narrativa y la inmersión en el imaginario. En Hernández ya estaba el alegorista de la novela y el maestro de la técnica cuentística, los cuales coinciden en este nuevo libro.
Leyendo críticamente, veremos que el tema de la amnesia materna atrapa la curiosidad del distraído lector, sin embargo, no es el único dato oculto (set up) que sostiene la novela. Surgen otros: el silencio cómplice e inocente de los estadunidenses, la pedofilia que irrumpe en un mundo idílico, la religiosidad católica guanajuatense, las identidades históricas, la amistad y la evocación del Watergate.
Un bosque flotante salda muchas deudas del personaje, consigo mismo y con los otros —May, Gargantilla, sus hermanas, Bill Connors, Mrs. Grabsky—, pero sobre todo ofrenda su tributo a esos clásicos que Jorge F. Hernández frecuenta y defiende tanto. Ya que, si seguimos con la intertextualidad bien ejecutada, ésa a la que no se le ven las costuras, Un bosque flotante es sobrinanieta de Don Quijote de la Mancha. En su propia escritura el narrador se va preguntando si “aún le falta algo a esta novela” e integra documentos ajenos y propios con acierto. Quizá éste sea el epicentro de la historia, la forma. Aquí la escritura tenía voluntad de ser. La novela porfiaba por existir. Sin reparar en el tiempo ni en las envidias que han perseguido al autor, el bosque flotante terminó por encontrar sus propias raíces, en conversaciones de restaurantes, en mesas redondas, y alcanzó su definición mejor —Lezama Lima dixit.
A quien haya seguido las últimas cuatro décadas de Estados Unidos en el siglo XX, el sistema nervioso de Un bosque flotante lo cautivará durante la lectura. Jorge F. Hernández cuajó una novela desprolija de cualquier tipo de adornos y distractores, que se delinea con un estilete en ese mundo que es el del recuerdo.