Es invierno y ha estado lloviendo desde hace varias semanas en el norte de Francia, así que los campos de cultivo están anegados. Las Ardenas, a poco menos de hora y media de París, es una región que combina largos campos donde crecen los cultivos de trigo, maíz y principalmente remolacha, con bosques espesos donde los jabalíes y los ciervos todavía corren a sus anchas. Durante las dos guerras mundiales, los alemanes, al tener dificultades para atravesar por las montañas y ríos, deciden tomar el camino a través de Bélgica para invadir al enemigo.
Pero esas dos guerras sólo son consecuencia de una previa, la franco-prusiana. Es en los escarceos previos al conflicto, un año antes, cuando Rimbaud gana un concurso de versos latinos, además de publicar el que se considera su primer poema Los Regalos de los Huérfanos. Tenía 15 años y el ambiente en aquellos tiempos ya olía a violencia, a muerte. Pronto las huestes de Otto von Bismarck llenarían de sangre el territorio francés, hasta la capitulación. De esta manera el joven es testigo de cómo Prusia pasa a convertirse en el Imperio Alemán, luego de la caída de Napoleón III. Mientras veía cómo París era arrasada por las tropas teutonas, escribiría: La gran ciudad arde, a pesar / de vuestras duchas de petróleo.
Cuando llegamos Coralie, mi esposa, y yo a Roche, nuestra primera parada en este viaje, una ligera neblina acompaña los campos de cultivo, dándole a todo un aire fantasmal. La granja familiar donde Rimbaud escribió Una temporada en el infierno ya había sido parcialmente demolida. De ella sólo queda un muro del sótano, pero con los años fue reconstruida y finalmente adquirida por Patti Smith, una gran admiradora del poeta. Hay una foto de ella, trepada en su tumba, gritando.
No planeamos hacer nada parecido, lo nuestro es más un camino de reencuentro con nuestro pasado. Ambos lo leímos en su momento y sólo recordamos el mito. Eso sí, llevamos una copia de su obra, una edición bastante buena y barata, de apenas 3 euros, de ediciones Folio Classique. Cuando llegamos al lavadero de Roche sacamos el libro, y como si se tratase de una ceremonia laica, leemos el primer poema de Una temporada en el infierno.
El lugar es bellísimo, silencioso, un antiguo sitio donde la gente iba a lavar su ropa, con piedras para tallar, a la orilla de un afluente del río y una banca de madera indestructible que parece haber estado ahí desde siempre. Parece una pintura de Monet, con esos tonos verdes y el agua produciendo un ritmo relajante. Parece ser que necesitaba la tranquilidad para verter la furia de sus palabras. Los que han venido a visitar este sitio han dejado algunos poemas en las tablas del sitio: Le temps passe ? o Emma Azzu était ici rêvé pour l'hiver.
En 1873 la guerra había terminado y Rimbaud vivía en Londres con Verlaine, quien estaba enfermo. Pese a todo, en abril regresa aquí, a Roche, a la granja y al lavadero,donde comenzaría a escribir El libro pagano o negro, que luego se transformaría en Una temporada. Un mes después vuelve a Inglaterra, y con ello, a la mala vida al lado de su mentor y amante.
EL INICIO DEL BOSQUE. Roche está en el inicio de las montañas y bosques. Se supone que el nombre proviene del celta Ar Duen, es decir, La negra, como se le denominaba a las zonas muy boscosas. La reina que cuidaba los bosques en la tradición celta es Arduinna, a quien se le representa subida en un enorme jabalí, el animal que es el símbolo de la región.
Avanzamos hasta la granja y encontramos, en una esquina, el señalamiento. Ahí está una estatua del poeta, delgado, con un traje largo que le llega hasta casi las rodillas. Todo es tan tranquilo, los colores del ambiente son propicios para relajarnos. Los árboles sin hojas adornan la campiña. Todo esto que nosotros disfrutamos era lo que odiaba Rimbaud. Él quería aventura, vivir la vida intensamente, devorarla y ser otro. Leemos otro poema, Con diecisiete años, no puedes ser formal. / -¡Una tarde, te asqueas de jarra y limonada…
EL TREN, ESE ANIMAL MITOLÓGICO. La estación de Vonq, nuestra siguiente parada fue donde varias veces Rimbaud trató de escapar y llegar a París, no porque quisiera irse de su casa, pero sí de la asfixiante mirada de su madre, Vitalie. Rimbaud fue hijo de un militar que a la primera de cambios acabó por abandonar a su familia, prefiriendo algo tan duro como la guerra que dedicarse a la crianza. Ninguno de sus hijos lo volvería a ver, así que Vitalie tomó para sí todo el mando, inculcándoles una férrea educación católica. Lo único que estaba permitido leer era la Biblia, cosa que no hacía nada de gracia al joven poeta, quien devoraba los libros que sus maestros le facilitaban.
Hay un cuadro de ella en el Museo Rimbaud, junto a algunas fotografías. En la pintura está sentada, de perfil, con su cara enjuta y seria, con ese vestido negro, como de viuda perpetua. Coralie me dice apenas la ve, “qué mujer tan dura”. Coincido, tan dura como para acusar a los maestros de su hijo de quererlo pervertir con lecturas.
Sus fieles lo quieren seguir viendo vital, enloquecido, como cuando tenía dieciséis, detenido por siempre en esa adolescencia poética
Había uno en especial, Georges lzambard, de retórica, quien le facilitó, por ejemplo Los miserables, novela que en ese tiempo se discutía pues tenía poco tiempo de haber salido. Es también lzambard quien le da a leer poemas de escritores contemporáneos, como Verlaine, quien también era de la región. Rimbaud, emocionado de saber de la existencia de otros poetas, decide enviar una carta a Théodore de Banville, para luego decidirse fugar hacia París. Como no tenía dinero se sube sin pagar al tren y es detenido por la policía. Su maestro lo ayuda, brindándole tal apoyo que incluso lo alberga con unas tías en la pequeña población de Douai.
Leemos: Me iba, con los puños en mis bolsillos rotos… / mi chaleco también se volvía ideal, andando, al cielo raso, ¡Musa, te era tan fiel!
En esta parada de la ruta hay una lista de ciudades a las que viajó Rimbaud, que van desde Gibraltar, pasando por El Cairo, hasta lugares tan distantes como la Isla de Java. Hasta hace poco no se sabía que se había metido al ejército colonial holandés para poder trasladarse con los gastos pagados hasta allá. Una vez que estuvo en su destino desertó, para acabar andando a salto de mata, ya que el castigo era el fusilamiento. Enfermo, hambriento, regresó a Francia, solo para volverse a ir.
LAS MISERIAS DE UN POETA. La vida de Rimbaud está unida a la de Paul Verlaine. Pese a los pocos años que compartieron juntos fue una vida muy intensa, un amasiato que incluyó maltrato por parte del joven al viejo poeta. Desde esa carta que Verlaine le envió a Rimbaud donde le decía: “Ven, querida alma, te esperamos, te queremos”, junto al boleto de tren, hasta el disparo que recibió en la mano de Rimbaud, son poco menos de cuatro años juntos, con sus intermitencias.
La verdad sea dicha, Verlaine no era un hombre muy estable y pudo vivir con cierto decoro durante muchos años de su vida, hasta la decadencia de sus últimos años, debido a la fortuna de la madre. El inicio del viaje para conocer más a los dos escritores podría iniciarse en la pequeña ciudad de Rethel, ciudad en la que habitó Verlaine durante el año de 1877, y donde ocupó el puesto de tutor de literatura, historia, geografía e inglés en el colegio Notre-Dame de Rethel, dirigido por jesuitas. Digamos que tuvo un especial favoritismo por un alumno suyo de 17 años, Lucien Létinois, hijo de un matrimonio de agricultores. Los dueños del colegio se dieron cuenta y en agosto de 1878, su contrato no fue renovado. Paul y Lucien, su esposa, se fueron a Inglaterra prácticamente huyendo, otra vez.
En esta ciudad, además de una calle con su nombre, hay unas escaleras llenas de colores que celebran y recuerdan la casa donde vivió. Frente al caserón enorme, hay un hotel que lleva su nombre. Todos los días en la mañana, sacan las sábanas a orear, dejándolas al viento. No sé si sea un poema simbolista o no, pero la ciudad al ser tan silenciosa, tan como hecha con delicadesa, que da cierta tranquilidad ver las sábanas moviéndose al aire en completo silencio.
Otro de los sitios en los que reculó Verlaine fue Juniville, a media hora de Rethel, donde hay un museo en su honor. Sitio curioso, donde todo es lo que es, pero no es lo que es. Porque si bien se ostenta como casa del poeta, también advierte que era el hotel frente al cual se quedaba cuando visitaba la pequeña población. Y las cosas ahí, mesas, lámparas, hojas, plumas, son de la época, pero no le pertenecían. Sin embargo, el fondo iconográfico, la obra completa y la peculiar visita guiada por parte de su director, lo vuelven un punto obligado.
LOS CUERVOS. Uno no se puede imaginar lo grandes que son los cuervos. En México hay zanates, unas aves carroñeras, pero que son enanas comparadas con lo enormes que son los cuervos. Se les oye graznar por todas Las Ardenas. No por nada Rimbaud les dedicó un poema:
Nuestro último destino es Charleville, la ciudad de nacimiento de Rimbaud, la meca en la que todo amante de su poesía acaba reculando. Su casa de nacimiento está en una de las calles principales y tiene un par de placas, una más pequeña que la otra. Son casi imperceptibles y hay que alzar la cabeza para verlas. Llegamos, las miramos y les saco una foto. Avanzamos unos pasos y siento la necesidad de tocar el edificio, regreso y lo hago. Seguimos avanzando hasta llegar a un antiguo molino que es ahora el Museo Rimbaud.
Es una edificación enorme, dispuesta sobre el río, que anteriormente utilizaba su caudal para moler, ahora está dedicada a la poesía de su hijo más conocido. Con poco hacen mucho. El viaje inicia en la parte de arriba, donde una serie de bocinas dispuestas en el techo, reproducen poemas con distintas voces y entonaciones. Hay sillas bajo cada una, de manera que uno puede sentarse y dejarse llevar por la musicalidad de los escritos.
Si el piso de arriba está dedicado al sonido, el segundo está destinado a las palabras. Es ahí donde hay algunos originales, fotos, pinturas e incluso una pistola, muy parecida (lo reiteran en la ficha) a la que usara Verlaine para herirlo.
En las paredes hay frases e incluso poemas enteros. En uno de ellos, Coralie se detiene, se queda viéndolo, entonces se voltea y me dice: Mira, un soneto perfecto. Los cuenta y dice, catorce versos, dos cuartetos, dos tercetos. Me marca las rimas con su índice, luego cuenta en francés y me dice, sí, perfecto. Finalmente observa la frase, destacada en rojo, je est un autre. La lee de nuevo para sus adentros y me dice con seguridad: es que es un gran juego de palabras. Me intenta explicar cómo funciona en francés, me ve sin dejar de pensar y me dice simplemente: Yo soy otro. Y sigue con su recorrido.
Las siguientes salas son sobre sus viajes y los homenajes de otros artistas a su poesía. Todo hecho con recortes, pinturas y dibujos. Pienso, cómo se puede museografiar la vida de un hombre que abandonó la poesía muy joven y se dedicó a viajar con lo mínimo. Cómo hacer para mostrar físicamente lo inefable, pues así, echando mano de varios recursos, dejando un graffiti de él mientras cruzas el río, poniendo sus versos en las butacas del parque, haciendo que la poesía lo vaya llenando todo.
Sabemos que el viaje ha terminado, que debemos regresar, aunque todavía podríamos ir a la casa donde vivió de niño, ir de nuevo a Bélgica a buscar el lugar donde vivía la madre de Verlaine, pero por el momento mi hambre de poesía simbolista ha quedado satisfecha.
¡Murió muy joven!, se lamentan los que se acercan a Rimbaud con religiosidad. El promedio de vida de un francés en el siglo XIX era de cuarenta años. Verlaine, murió a los cincuenta y uno, le llevaba catorce años y parecía de setenta cuando murió. Pero sus fieles lo quieren seguir viendo vital, enloquecido, como cuando tenía dieciséis, detenido por siempre en esa adolescencia poética. Incluso le siguen mandando cartas al cementerio, cartas encendidas de amor, de pasión. Hay un buzón amarillo de la Poste que las recibe, la dirección a donde las remiten es: Arthur Rimbaud, cimetière de Charleville-Mézières.
Yo mandaré la mía.