Castellanos vista por una poeta actual

¿Cómo acercarse desde el siglo XXI a una escritora que murió en 1974, pero cuyo trabajo creativo nos conmueve? ¿Si se busca hacer un libro sobre ese personaje falible y sólido, que el mito ha convertido en el lugar común de una amante dolida por el abandono? ¿Y cuando también se persigue que la creación literaria involucre una pluralidad de voces, más la participación de la artista visual Verónica Gerber Bicecci? En pandemia, Sara Uribe se enfrentó a estas preguntas para conformar Materia que arde. Rosario Castellanos (Lumen, 2023), donde revisa la obra de la chiapaneca —casi 30 volúmenes— y ofrece una visión personalísima de la autora vital que fue. Que es.

Rosario Castellanos (1925-1974).
Rosario Castellanos (1925-1974). Imagen: podcast.uaem.mx

Se deslizaba por las galerías.

No la vi. Llegué tarde, como todos,

y alcancé nada más la lentitud

púrpura de la cauda; la atmósfera vibrante

de aria recién cantada.

Bella dama sin piedad,

ROSARIO CASTELLANOS

Cuando leí por primera vez a Rosario Castellanos en 1991 yo era una adolescente de 13 y ella tenía 17 años de haber encendido aquella lámpara funesta. De no haber fallecido, cuando me topé su libro Bella dama sin piedad —una antología poética editada por el Fondo de Cultura Económica, en su colección Letras Mexicanas— en el estante de una biblioteca del ISSSTE, en Ciudad Valles, San Luis Potosí, Rosario debería haber tenido 66 años. ¿Te puedes imaginar a Castellanos de esa edad? ¿En qué cargo diplomático? ¿Viviendo en qué país? ¿Recibiendo qué premio? ¿Entregada a escribir qué libro? ¿Dictando clases en qué universidad?

Pero no. Habían pasado casi dos décadas de su muerte y, aunque yo tampoco la vi, aunque yo también llegué tarde, como la mayoría de quienes amamos su obra, todavía alcancé el paisaje de resonancias que su literatura sigue produciendo. Ése en el que sentimos que podemos tocar lo ausente. Ése en el que diseccionamos y desmantelamos las más complejas relaciones de poder, opresión y/o afectos que nos unen con todo lo demás. Ése en el que podemos partir de nuestra cotidianidad más íntima para construir las reflexiones cruciales y urgentes del presente común.

Esa aria que recién cantaba Rosario en 1991, cuando aquella lectora precoz que fui comenzó a hojear Bella dama sin piedad en aquella biblioteca perdida, era la misma y era otra cuando volví a cada una de sus obras en 2020, en la plena pandemia, tras recibir la encomienda de Fernanda Álvarez, editora de Lumen, de escribir un libro de divulgación sobre su vida y su quehacer literario. Pero, ¿te digo algo? Si te consigues uno de sus libros, ahora en 2023 o mañana, en 2024, te aseguro que al pasar tus ojos sobre sus palabras te envolverán los purpurinos brillos de su cauda, que su “atmósfera vibrante de aria recién cantada” te cubrirá.

¿CÓMO CONTAR la historia de una mujer tan entrañable, brillante, como Rosario Castellanos, tan divertida y cambiante, con una obra tan decisiva para la literatura y para el pensamiento mexicano y universal de la segunda mitad del siglo XX? ¿Cómo reescribir las narrativas del imaginario colectivo en torno a su figura autoral y a la persona que fue en el ámbito de lo privado? ¿Desde qué sitio de enunciación enmarcar y entrecruzar su escritura y su vida? ¿Qué preguntas formular para revisitar su feminismo, sus relatos en torno a los pueblos originarios de Chiapas, sus juicios sobre el arte, la cultura y las problemáticas de su tiempo? ¿Cómo escribir un libro lo suficientemente riguroso en cuanto a investigación, fuentes y análisis, pero con un enfoque, estructura y tono que provoque que quienes lo lean sucumban de admiración, amor, asombro y fascinación lectora?

Estas y muchas más preguntas me ronda-ban a finales de marzo de 2020. Recién había firmado el contrato con la editorial y, mientras la pandemia se declaraba en pleno —y nos sumíamos, los que tuvimos el privilegio de poder hacerlo, en ese confinamiento que, en mi caso, ocurrió en solitario y durante cerca de año y medio—, me aboqué a tomar una serie de decisiones escriturales estéticas, éticas y políticas en torno a cómo reimaginar y rearticular el relato de la mujer y la escritora que fue, que sigue siendo, Rosario Castellanos.

EL VASO COMUNICANTE más evidente entre los poemas “Bella dama sin piedad”, de Castellanos, y “La Belle Dame Sans Merci”, de John Keats, uno de los poetas ingleses románticos por antonomasia, es el canto nostálgico a lo que ya no está más, a la ausencia de lo que se ha esfumado, de lo que, ya sea realmente vivido, presentido o sólo soñado o inventado, permanece como una presencia abrumadoramente fantasmática, que inunda todo nuestro aquí y ahora. En el poema de Keats hay un amor que se extraña y se espera en soledad: “Y es por eso que permanezco aquí / solo y vagando pálidamente, / aunque la juncia del lago se haya secado / y ningún pájaro cante”.

En el de Castellanos, lo único que queda es el innegable rastro de aquello que ha partido irremediablemente:

Porque no es el cisne. Porque si

[la señalas

señalas una sombra en la pupila

profunda de los lagos

y del esquife sólo la estela y

[de la nube

el testimonio del poder del viento.

Imagina la sensación de tus dedos casi rozando la traza, la huella de lo que se ha desvanecido. Esa distancia tan breve y tan definitiva entre lo que fue y ya no es. Esa súbita falta de aire que es la imposibilidad de recuperar lo que se ha ido. Pero, también, piensa en la melancólica belleza de cómo ese canto a lo ausente puede sentirse como un hálito de pertenencia. Acunar la poética de la pérdida, tanto para Keats como para Castellanos, podría significar que alguna vez, por lo menos, estuvimos en presencia, aunque fuera sólo del eco, de aquello que añoramos. Que lo que perdimos aún reverbera muy dentro de nuestro pecho.

*

DESDE UN PRINCIPIO tuve muy claro lo que no deseaba que ocurriera en la escritura de Materia que arde: no quería presentar a una Rosario en particular doliente a causa del desamor. No digo que el sufrimiento por cuestiones amorosas no haya sido parte de su vida —¿en la de quién no ha estado presente?—, lo que sostengo es que la Rosario que conocí a través de la lectura minuciosa y dialogante con su obra y sus cartas —que efectué durante un año y medio, tiempo suficiente para conocernos bien—, fue una que la mayor parte del tiempo superaba, con creces, la imagen de la mujer devastada por las infidelidades o el desamor. Y lo afirmo porque también yo, como ella, fui Dido y lamenté la partida de mis Eneas. Por tanto, sé perfectamente que siempre somos más que aquellas que lloraron y se afligieron porque alguien nos puso los cuernos o nos dejó de amar.

Portada del libro "Materia que arde"
Portada del libro "Materia que arde"

Rosario Castellanos es infinitamente más que una escritora que redactó poemas y cartas de amor, más que una mujer que se enamoró a profundidad. Me importaba mucho no tanto decir esto en el libro, sino mostrarlo. Hacérselo sentir a quienes lo leyeran. Reducir de manera primordial la narrativa existencial y profesional de Castellanos o de cualquier otra escritora o artista a sus historias de amor es presentar una versión sesgada y sexista.

Contar la vida de las mujeres implica preguntarnos, ante cada suceso, ¿por qué queremos relatarlo? ¿Por qué queremos otorgarle específica relevancia a ese hecho sobre otros? ¿Qué consecuencias tienen nuestras elecciones escriturales con respecto del imaginario que construimos acerca de ser mujer?

Para escribir Materia que arde leí biografías de artistas y escritoras, en las que la mayoría de las páginas se enfocaban en quiénes habían sido sus padres, sus amigos, sus maridos o amantes, sus colegas o mentores. Páginas y páginas sobre los hombres destacados de sus vidas. Al final, esos recuentos siempre eran más acerca de otros que acerca de quien debía ser, sin duda, el centro de las narraciones.

Me propuse que a Castellanos la acompañarían las presencias masculinas relevantes de su historia, sí, pero sólo en su justa medida. A finales de 2020, el confinamiento me provocaba insomnios terribles y, para calmar la ansiedad, comencé a ver, por cuarta vez, la serie completa de Grey’s Anatomy. En una de esas vigilias descubrí que lo que alguna vez el personaje de Cristina Yang le dijo a Meredith Grey, acerca de ser la protagonista indiscutible de su propia vida, aplicaba perfectamente para mi libro: “He's very dreamy, but he is not the sun, you are”. Tú eres el sol, Rosario. Tú siempre serás el sol, le dije aquella noche.

Tuve muy claro lo que no deseaba que ocurriera en la escritura de Materia que arde: no quería presentar a una Rosario doliente a causa del desamor

ME HUBIERA GUSTADO ahondar aún más en todas las ausencias que habitan la literatura de Castellanos. En cómo me parece que su obra es, en gran medida, producto de ese sentirse inconsútil que Rosario menciona en sus cartas. Me habría encantado tejer a profundidad los hilos o los vasos o el ectoplasma comunicante entre las muertes de su hermano, su madre y su padre más su proclividad por lo etéreo, su obsesión por aquello que permanece en la tierra a pesar de ya no tener materia tangible, que se tradujo en algunas formas de su poética.

Porque es en sus versos, sobre todo, que podemos percibir más claramente esa consistencia inestable de lo que es efímero, vulnerable y frágil, de lo que es finito. En sus “Elegías del amado fantasma”, por ejemplo, formula arquitecturas que se desvanecen instantáneamente como “los breves edi-ficios de la espuma”, mientras la voz enunciante se declara “ingrávida del canto”. Y es en este mismo poema que declara “yo no sería [yo] si no fuera / este castillo en ruinas que ronda tu fantasma”, es decir, que postula una realidad poética que cartesianamente podría sintetizarse como: soy el lugar de las ausencias, luego existo.

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COMENCÉ EL PROCESO de escritura de Materia que arde leyendo las cartas que Castellanos le mandó a Ricardo Guerra —durante su noviazgo y, después, en dos etapas de su matrimonio. Y, si bien es evidente que hubo un destinatario preciso de las misivas, lo cierto es que yo sentía que, de alguna manera, también me las enviaba a mí. Se percibían tan frescas, tan vivas, que a pesar del más de medio siglo de distancia entre nosotras, experimentaba la sensación de que Rosario las había escrito apenas hace unos cuantos días para remitírnoslas, como parte de su cauda y su aria recién cantada, a quienes la leemos.

Mi criterio para acercarme a su obra completa fue avanzar internándome por género literario: primero su poesía, después su narrativa, su teatro, enseguida su ensayo y, finalmente, sus artículos. ¿Tú en qué orden habrías leído sus casi 30 libros? Fui, además, cronológica al interior de estos rubros. Quería ser testigo de cómo su estilo iba evolucionando. Examinar de qué modo las estrategias y prácticas de escritura de su poesía se filtraban a su prosa y cómo esa prosa se trasminaba a su poética y así, con el resto. Me interesaba la filigrana de ese tipo de hibridaciones genéricas.

La narradora que Rosario fue iba más allá de la poeta, y la ensayista, más aún que la narradora. La dramaturga y la articulista, idem. Mi asombro y mi gozo no tenían fin. Leer todos sus libros me tomó año y medio. Tiempo suficiente para enamorarme perdidamente de su literatura. Así que, si en algún momento había pensado leer toda su producción literaria para determinar de qué libros hablaría en Materia que arde, una vez hecha la tarea, no pude dejar fuera ninguno. Decidí que todos y cada uno de sus libros estarían en el mío.

*

¿QUÉ DICEN DE lo que escribimos los objetos que mencionamos en nuestros textos? ¿Da igual si en nuestros poemas hay sopas instantáneas, cantaritos de arroz, cheques al portador y coca-colas en vasos quebradizos, que si sólo hay cosas sublimes y abstractas? ¿Qué atmósferas se construyen si el fogón del horno, si el verdor del follaje, si el olor y la humedad de la lluvia, si la dureza pétrea de las montañas invaden nuestra narrativa?

Que la literatura de Castellanos es sumamente material y viva fue un descubrimiento que no me habría sido posible tener si Verónica Gerber Bicecci —ilustradora de Materia que arde, artista visual que escribe y amiga muy cercana— no me hubiera planteado una inesperada petición metodológica de trabajo. Verónica me solicitó que efectuara lo que denominamos “una lectura material” de la obra de Castellanos. Mi tarea consistía en subrayar o encerrar cada objeto material —pero también cada ser vivo o inerte parte del entorno, es decir, cada planta, cada flor, cada fruto, cada animal, cada roca, cada mota de polvo o cada extensión de agua estancada o en flujo— que apareciera.

De esta manera fueron brotando aquí y allá machetes, bastones, barriles, hachas, costales, ollas, peroles, baúles, sábanas, canastos, marimbas, espejos, papalotes, jícaras y flautas de carrizo, mecedoras de mimbre, abanicos, tapetes y lámparas; también hormigas, tigres, caballos, gallinas, burros, moscas, ciervos, ratas, mariposas, palomas negras y mulas blancas; duraznos, manzanas, perones, membrillos, limoneros, hiedras, hojarascas, piedras y bosques enteros; relámpagos, ríos, mares, aljibes. Este extraordinario conjunto de objetos y seres, al volverse visibles mediante un recuadro o una línea bajo sus letras, me revelaron otro universo de Castellanos. Todo lo no humano que pervive en su obra literaria construye escenarios y ambientes que dialogan con los conflictos humanos que se libran en ella. Toda esa materia arde para iluminar nuestra mirada sobre la complejidad de lo real, sobre nuestros vínculos con todo lo que nos rodea.

La escritora con su hijo Gabriel, alrededor de 1964.
La escritora con su hijo Gabriel, alrededor de 1964.

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EN SU DECÁLOGO sobre cómo ser una escritora, la ensayista estadunidense Rebecca Solnit afirma que “escribir es enfrentar tus miedos más profundos y todos tus fracasos, incluyendo lo difícil que es escribir la mayor parte del tiempo y lo mucho que detestas lo que acabas de escribir y que eres la persona que acaba de cometer esas oraciones defectuosas”. Trabajar Materia que arde resultó una lucha constante con dos sensaciones que se adscriben a lo que señala Solnit: por un lado, el miedo a escribir un género en el que no tenía experiencia y en el que mi mente catastrofista auguraba que fracasaría estrepitosamente y, por otro, la emoción rampante de aborrecer de inmediato y a fondo todo lo que escribía.

Lo que redactaba me parecía poca cosa, deficiente. En eso sí que tenemos semejanzas Rosario y yo. Si en un aspecto de su vida podría definir como feroz a Castellanos sería en lo autocrítica que fue con su propio trabajo —al fin, bella dama sin piedad. Y lo irónico es que, mientras yo desaprobaba las formas tan duras en las que ella se refiere a su trabajo e identificaba con nitidez lo innecesariamente severa y lo equivocada que estaba respecto de la calidad de sus obras, yo hacía exactamente lo mismo con mi propia escritura.

Por fortuna, Solnit nos brinda una salida a este tipo de escollos autocríticos: “Cuando todo apesta, haz una pausa, mira por la ventana (siempre debe haber una ventana) y di: estoy haciendo exactamente lo que quiero hacer”. En aquel momento yo no la había leído, pero de forma intuitiva hi-ce pausas y miré por la ventana —ésta daba a un patio interior, pero por lo menos había una. Y sí creo haberme recordado a mí misma que escribir este libro significaba cumplir el insospechado sueño de aquella muchachita de 13 años que se topó, por casualidad, con Bella dama sin piedad. Sí creo haberme dicho una y otra vez que la razón por la que había aceptado esta propuesta de trabajo era acercar a más personas lectoras a la obra de Castellanos, para hacer que la gente se enamorara de su literatura tanto como yo lo estaba. Sí creo haber respirado profundamente antes de tragarme todos mis miedos, mi inseguridad y mi descontento, antes de asumir que a pesar de todo aquello, yo en realidad quería continuar escribiendo este libro.

*

Ante cada atolladero escritural recurría a ella para que me iluminara. ¿Cómo le harías tú en esta situación, Rosario? ¿Cómo contarías esta parte de tu vida? 

DE HABER TENIDO MÁS páginas y más tiempo, habría querido escribir todo un subcapítulo sobre las hormigas de Castellanos. Habría seguido el rastro iniciático de estos pequeños insectos que llegaron a su primer poemario, titulado Trayectoria del polvo, desde Muerte sin fin, de José Gorostiza. Las “hormigas incansables, que pululan”, las “ácidas hormigas” del poeta tabasqueño se traducen en una “fiebre de hormigas” en los versos de la chiapaneca. Las hormigas de Gorostiza y Castellanos van, sin duda, bordeando la muerte. Tejiendo caminitos donde se entreveran vida y catástrofe.

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A MEDIDA QUE la pandemia avanzaba, muchas personas que estábamos confinadas sin más compañía que nosotras mismas comenzamos a hablar solas. El impacto del aislamiento prolongado puede causar efectos como éste. El hecho es que yo pasé de hablar conmigo misma a dialogar con Rosario Castellanos.

La primera vez que le pregunté algo fue si aquella casita para pájaros que su padre, César Castellanos, había mandado construir en el centro de su nuevo hogar en Constituyentes, a su llegada a la Ciudad de México, le recordaba, por los trinos que reunía a su alrededor, a Comitán. Sentí muy natural no asumirlo como un hecho, sino preguntárselo. Después de eso, ante cada atolladero escritural recurría a ella para que me iluminara. ¿Cómo le harías tú en esta situación, Rosario? ¿Cómo contarías esta parte de tu vida? ¿Cómo hablarías de esta novela, de este libro de ensayos, de este poemario?

Por supuesto, nunca me contestó de forma literal. Sin embargo, sí me respondió de formas, por demás, alegóricas. Y es que, lo que racionalmente era mero azar, preferí entenderlo como el modo de Rosario de dar respuesta a mis cuestionamientos. Después del trabajo de año y medio de lectura y toma de apuntes, todos los tomos con su obra quedaron por completo subrayados y marcados con banderillas. Aunque en la etapa de investigación fui transcribiendo las citas que consideraba pertinente archivar para su posterior uso, era prácticamente imposible hacerlo con todo el material seleccionado. Entonces, cuando me hallaba ya en la fase de escritura, el proceso para localizar las citas que me pudieran ser útiles para los subcapítulos que estaba redactando consistía en volver a cada libro y hojearlo a partir de las banderillas y los subrayados. Es en esas lecturas azarosas donde quiero imaginar que Rosario me contestaba. Yo hacía una pregunta o tenía un tema sobre el cual ya no sabía cómo seguir escribiendo y ella me guiaba, obsequiándome felices e insospechados hallazgos de sus propias palabras, que las más de las veces me sacaban del apuro de no saber por dónde continuar avanzando en la escritura. O sea que, básicamente, lo mío con Rosario no fue la ouija ni el ectoplasma, sino pura bibliomancia imaginativa.

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EN LA IMPONENTE ESCENA del incendio de la hacienda Chactajal de Balún-Canán, Castellanos describe un fuego que devora todo a su paso como si fuera “una fiera salvaje”, “una roja bestia del exterminio”. En algún punto desplaza el foco de la narración del ámbito de los seres humanos hacia el de la naturaleza y los animales; nos traslada, asimismo, de la visión del escenario mayúsculo a la mirada sobre lo ínfimo, que también forma parte del desastre:

... los pájaros enloquecen de terror. Y las hormigas se desparraman sobre la tierra con una fiebre inútil, con una diligencia inútil, sin concierto, con una desesperada agitación.

Me quiero detener en ese diálogo de lo humano con lo no humano: en las palabras y los hechos que median entre ambos cataclismos, cada uno a su escala; en la mirada periférica y abarcadora de Rosario, ésa que era capaz de verlo todo.

La poeta, narradora, ensayista, dramaturga  y articulista,   hacia los años 70.
La poeta, narradora, ensayista, dramaturga y articulista, hacia los años 70.

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DESDE HACE POCO MÁS de una década sólo me interesa escribir si se trata de libros que, de alguna manera, involucran procesos y/o estrategias coautorales y polifónicas. Hace apenas unos cuantos días, un usuario de Twitter me escribió, a modo de invectiva o insulto, que nada de lo que yo había publicado en todos mis años como escritora no era original, sino más bien “obra derivativa”. Lo chistoso es que lo que esta persona considera una falla o defecto en mi modo de escribir para mí es, más que una virtud, una postura estética, ética y política.

Escribir acompañada de y dialogando con otras autorías implica para mí una forma de socavar la idea patriarcal, jerárquica y purista del autor. Un autor masculino que se escribe con mayúscula y cree, ingenuamente, que produce obras originales, obviando lo que ya hace mucho dijeron tanto Julia Kristeva como Roland Barthes: que todo texto es un tejido de citas, de parafraseos, de reformulaciones. La figura del genio original, más propia del siglo XIX que del XXI —y que, por supuesto, se me exigió emular al calce en los primeros talleres literarios a los que fui—, por fortuna, con los años dejó de ser un modelo estético crucial para mí. La pregunta entonces al respecto de Materia que arde era cómo, de qué manera iba yo a escribir un libro de carácter biográfico y de divulgación cultural siguiendo la premisa de una escritura a muchas voces.

Ahora bien, en una de mis clases de la maestría en Letras Modernas había leído un ensayo de Josefina Ludmer, titulado “¿Cómo salir de Borges con Borges?”. El texto había sido publicado por el centenario del nacimiento del autor bonaerense y la problemática que dilucidaba era cómo leerlo sin cargar con el peso simbólico de todo lo que él representa para la tradición literaria no sólo argentina, sino latinoamericana y universal. Leer a Borges, el escritor, sin Borges, el monstruo canónico, ésa era la pretensión crítica de Ludmer.

Por mi parte, quise proponerme algo parecido con Castellanos. Deseaba, muy específicamente, dos cosas: la primera, que quienes leyeran Materia que arde pudieran acercarse a una Rosario Castellanos que no estuviera colocada en el altar de ser una de las autoras fundamentales para la literatura mexicana y latinoamericana, una de las pocas escritoras incluida en las lecturas de secundaria y preparatoria. Y la segunda, que este libro no sólo estuviera configurado a partir de mi papel enunciante, sino que lo habitáramos varias voces. Así, las vías que articulé para conseguir estos propósitos fueron: que quienes leyeran mi libro sintieran que podían hablar de tú a tú con Rosario y que Rosario hablara en él por sí misma.

Y La pregunta al respecto de Materia que arde era cómo, de qué manera iba yo a escribir un libro de carácter biográfico y de divulgación cultural siguiendo la premisa de una escritura a muchas voces

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Materia que arde es mi propia Bella dama sin piedad, mi propio canto a lo perdido, pero considerando siempre aquello que dice el refrán: “de lo perdido, lo hallado”. Lo que perdí al nacer tantos años después de una Rosario viva fue la posibilidad de cohabitar el presente con ella. ¿Cómo habría sido ir a una presentación de uno de sus libros; escucharla responder, de viva voz, una entrevista; oírla leer su poesía o conversar en una mesa de un festival? ¿Me habría acercado a pedirle que me firmara uno de sus libros?

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Lo hallado fue la posibilidad de fraguar, así como Cristina Rivera Garza hizo con Juan Rulfo, un “Rulfo mío de mí”, una Rosario mía de mí. Muy, pero muy mía de mí. Mi cauda. Mi aria recién cantada. Mi fantasma purpurino. Mi “fiebre de hormigas en los pulsos”. Mi lugar de las ausencias. Mi bella dama sin piedad.

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Justo cuando Materia que arde. Rosario Castellanos comenzó a llegar a librerías, apareció también un volumen con cartas inéditas entre Castellanos y Raúl Ortiz. Exprimenté entonces una agridulce frustración por no haber tenido ese material textual a la mano durante mi escritura, pero también la felicidad de que aún me quedaban nuevas palabras suyas por leer. El epistolario está en mi librero, lo voy leyendo de a poco. No me atrevo a acabarme las últimas frases frescas que Rosario sigue enviándome desde el pasado.