Delicia plegada en dos, prodigio del comal y del anafre, la quesadilla merecería un elogio así sea por todas las veces que nos salva. ¿Ya hace hambre? ¡Quesadillas! ¿Llegó un regimiento inesperado a casa? ¡Quesadillas! ¿El invitado no come carne? ¡Quesadillas! Pilar de los mercados, as bajo la manga en la cocina de la prisa, sofisticación amigable con forasteros y turistas, la quesadilla no será el platillo más célebre de la cocina mexicana, pero sí su bastión cotidiano, su piedra angular, su válvula de escape.
Mi favorita es la de huitlacoche, ese doblez de oscuridad y brillo, excrecencia dormida y cobijada, bodas inmemoriales del hongo y el maíz, vianda de los dioses al alcance de la boca. Por enésima vez, en el puesto del mercado, asistí salivando a su preparación: el hongo se fríe en una cama de cebolla, chiles y epazote picados. Al mismo tiempo se preparan a mano las tortillas: azules, blancas, rojas o decoradas con hierbas. Se les vuelca con prodigalidad el guiso, se doblan y se dejan en el comal hasta que se cuezan. ¿Queso? A veces, ¿por qué no? Pero no es un requisito indispensable, como claman ciertos paladares tercos o puristas o sólo embotados.
LA DISCUSIÓN ACERCA de las quesadillas sin queso dio un giro bizantino desde que dio la espalda a la práctica de los comales. Entonces se perdió en disquisiciones filológicas o históricas delirantes, muy lejos del firme suelo de pruebas y documentos; disputas no niego que también sabrosas, pero a fin de cuenta laterales. La etimología como una rama insospechada de la literatura fantástica llevó a la invención de quetzaditzin como supuesto origen nahua del vocablo, disparate desesperado para defender la raíz prehispánica de suculencia tan sencilla. Sergio Zepeda de Alba puso fin, diría que de manera tajante, a tanto entuerto y maroma de alto grado de dificultad cuando descubrió que la palabra se utilizaba en España antes de que Colón zarpara del puerto de Palos: “En 1490, dos años antes de la invención del Nuevo Mundo, Alfonso de Palencia escribe para su Universal vocabulario en latín y en romance: ‘Artocrea es empanada de carne, como artotira es empanada de queso, que dezimos quesadilla’”.
Permítanme un poco más de salsa verde para desmenuzar las implicaciones de tamaño hallazgo. La palabra tortilla es de origen latino y no por ello concluimos que esas membranas delgadas y redondas, “compuestas en un chiquihuite y cubiertas en un paño blanco”, a decir de Bernardino de Sahagún, se hayan inventado en Castilla o Roma. Sin embargo, tlaxcalli, el vocablo en náhuatl para tortillas, se conserva, mientras que se desconoce el equivalente de quesadillas. ¿El simple recurso de doblar por la mitad ese pan de maíz (voz originaria de Haití) y terminar de cocinar en él algún relleno fue regalo de ultramar? Poco probable. En muchos recetarios de cocina “indígena y popular”, que recogen platillos ancestrales con quelites y guajolotes, armadillos y escamoles, figuran exquisiteces que incluyen la elegancia del pliegue y alojan preparados variopintos, ya sea de flores o insectos, de hongos o de carne.
Éste es otro punto a destacar: se afirma con una mano en la cintura que la quesadilla sin queso es engendro de la Ciudad de México, pero en el Recetario nahua de Morelos, por ejemplo (saludos a Dante A. Saucedo que lo rescató de una inundación), hay quesadillas de hongos cazahuate y de ajolotes y ranas, desde luego sin una pizca de derivados lácteos. Los pleitos alrededor de lo provinciano y lo capitalino tienen la brújula averiada y hacen un embrollo con la línea del tiempo. Al igual que El diccionario del español de México y la tan vilipendiada RAE, el Cocinero mexicano, quizás el recetario más influyente del país, que data de hace casi doscientos años (1831), acepta sin tapujos la noción, para muchos aborrecible, de la quesadilla sin queso:
Un taco de queso fundido no alcanza la condición de quesadilla por ese motivo: le falta la integración decisiva
Quesadillas de Chicharrón, de Sesos, etc. Con la masa sin cernir se forman tortillitas y después de echarles el medio de chicharrón molido, sal, hepasote [sic] picado y pedacitos de chile ancho o pasilla tostado, se doblan y fríen.
¿Entonces llamar quesadillas a esas piezas que prescinden de la intromisión de la leche cuajada es mera licencia poética, como sugiere Zepeda de Alba al citar el Cocinero mexicano? Es posible que estemos ante un caso de desplazamiento, pero también frente a un uso paradigmático o un ideal regulativo. Para explicarme, daré un breve rodeo por las diferencias entre quesadilla y taco, no exentas de dificultad y controversia.
EN SU TEXTO YA CLÁSICO, “De la quesadilla al taco: un mito mexicano”, Graciela Alcalá y Juan-Pedro Viqueira exploran un fenómeno llamativo alrededor de la división sexual del trabajo en la preparación de antojitos: ¿por qué son mujeres las que elaboran quesadillas y hombres los que se ocupan de los tacos? A través de un repaso de los tabúes relativos al contacto con la carne y de los mitos fundacionales sobre la transformación del maíz en alimento original en las culturas de América, observan que la mujer, al trabajar en el nixtamal, reproduce y se pone en contacto con el proceso sagrado y primigenio de la creación de vida. A fin de cuentas, fue después de varios intentos fallidos que también los dioses dieron cuerpo al ser humano a partir del maíz, mezclándolo con su propia sangre.
Esta aproximación antropológica arroja luz no sólo sobre el nombre de poblados como Tres Marías —escala quesadillera por excelencia—, sino también sobre la idea misma de una quesadilla sin queso. Cuando se prepara un taco, más allá de su forma cilíndrica que, de tan rebosante, rara vez se cumple, las tortillas ya están listas y lejos del comal. El taquero nunca manipula la masa y se limita a colocar preferentemente carne en la tortilla y su copia, para servirlo de inmediato, incluso sin enrollarlo. La quesadilla, en contraste, requiere que la tortilla y el relleno (si involucra carne, hablamos de un guiso: tinga, picadillo, chicharrón prensado, etcétera) se compenetren y terminen de cocerse o freírse juntos, durante un tiempo que en los recetarios y mercados ronda los cinco minutos. Un taco de queso fundido no alcanza la condición de quesadilla ni sabe a tal por ese simple motivo: le falta la integración decisiva, el cachondeo molecular, las nupcias de fuego entre la masa y el queso. Lo mismo podría decirse de casi cualquier relleno y de la harina de trigo.
La quesadilla se llama así no sólo por el antecedente de una empanada española muy parecida, sino porque la manera en que el queso se funde y se entrega al maíz es paradigmática de lo que ha de suceder al interior del doblez —con o sin queso—, hasta conseguir la alquimia secreta e incomparable de la quesadilla.