Miren ustedes.
En alguna de sus andanzas don Quijote fue acogido por unos cabreros con los que él y Sancho pasaron la noche. Uno de ellos contó la siguiente historia.
Esa misma mañana había muerto un “pastor estudiante” llamado Grisóstomo, hijo de un rico hidalgo. Había sido estudiante de la Universidad de Salamanca, “muy sabio y muy leído”. Conocía “la ciencia de las estrellas”, lo que le permitía predecir con exactitud los eclipses de luna y sol. Pero se había convertido en pastor y como tal vestía porque estaba prendado de una hermosa pastora, de nombre Marcela.
Ella, “una endiablada moza”, era hija también de un hombre rico. Su madre murió en el parto y, de pena, su padre falleció después, heredándole toda su fortuna. Y “cuando llegó a edad de catorce a quince años, nadie la miraba que no bendecía a Dios, que tan hermosa la había criado”. Una legión de pretendientes estaba prendada de ella. Su fama se extendió por aquellos lares y muchos le proponían matrimonio. No obstante, “jamás ella respondió otra cosa sino que por entonces no quería casarse”.
Su tío, una especie de tutor, no la contradecía no sólo por ser un buen hombre, sino por estar convencido de “que no habían de dar los padres a sus hijos estado contra su voluntad”, y respetaba la decisión de Marcela. Ella trabajaba como pastora e irradiaba su hermosura de manera natural. Fue en esos menesteres que Grisóstomo quedó deslumbrado.
Y ASÍ SE INICIÓ el cortejo y el drama. La afabilidad y hermosura de la moza se convirtieron en un imán, pero “su desdén y desengaño” orillaron al pobre Grisóstomo al suicidio.
De inmediato se desataron las habladurías y la búsqueda de culpables. Y por supuesto la víctima propiciatoria no podía ser otra que la vanidosa Marcela. Fueron todos, don Quijote, Sancho y los cabreros, al entierro al día siguiente. Era la comidilla del día y en el camino se fueron uniendo otros curiosos o amigos del difunto. Sobra decir que en el trayecto don Quijote no dejó de pontificar sobre la noble causa que encarnaban los caballeros andantes como él y que no era otra que la de ayudar a “los flacos y menesterosos” y sobre la obligación de todo caballero de tener una dama que fuera al mismo tiempo su inspiración y refugio.
El entierro debía celebrarse al pie de una montaña donde el difunto había ordenado que se le sepultase. Un fiel compañero, Ambrosio, fue el encargado de dar las últimas palabras. Dijo que Grisóstomo muchas veces le contó su desdichada historia. “Allí me dijo él que vio la vez primera a aquella enemiga mortal del linaje humano, y allí fue también donde la primera vez le declaró su pensamiento tan honesto como enamorado, y allí fue la última vez donde Marcela le acabó de desengañar y desdeñar; de suerte que puso fin a la tragedia de su miserable vida”.
Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos . Marcela no sólo se rehúsa a ser tratada como un ser al que se ronda
Marcela era la villana, la que con su conducta lo había conducido a la muerte, la desconsiderada que había truncado una vida prometedora. Mientras, decía Ambrosio, Grisóstomo “fue único en el ingenio, solo en la cortesía, estremo en la gentileza, fénix en la amistad, magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza, y, finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin segundo en todo lo que fue ser desdichado”.
Su pecado había sido, de acuerdo con Ambrosio, rogarle a una fiera, importunar a un mármol, correr tras el viento. Subrayaba la “ingratitud” y la “crueldad” de Marcela y cuando dio lectura a un largo poema del extinto se pudo escuchar, entre otras ideas desgarradoras, las siguientes:
... vivo
celoso, ausente, desdeñado y cierto
de las sospechas que me tienen muerto;
y en el olvido en quien mi fuego avivo,
y, entre tantos tormentos, nunca alcanza
mi vista a ver en sombra a la esperanza...
Pero, sorpresa, de repente aparece Marcela en el sepelio y Ambrosio todavía tiene arrestos para retarla. Le dice: “¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas montañas!, si con tu presencia vierten sangre las heridas deste miserable a quien tu crueldad quitó la vida? ¿O vienes a ufanarte en las crueles hazañas de tu condición?”.
Entonces Marcela, con un aplomo que sacude a todos, inicia un potente discurso de cuño feminista, aunque hace cuatrocientos años el término no existiera. Y si no le creen a este escribano, lean por favor:
No vengo, ¡oh Ambrosio!, a ninguna cosa de las que has dicho, sino a volver por mí misma y a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan... Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa... a que me améis os mueve mi hermosura. Y por el amor que me mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo obligada a amaros... no alcanzo [a ver] que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama...
SE TRATA de una reivindicación de independencia rotunda. Marcela les dice con su actitud: ustedes pueden querer conmigo, pero eso no me obliga a nada. No soy una entidad a cortejar, forzada a responder con un sí, sino una mujer que tomará sus propias decisiones. Dice: “Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos”. No sólo se rehúsa a ser tratada como un ser al que se ronda, casi como una cosa inanimada, sino que reivindica su libertad e incluso su resolución de vivir sin pareja. Y resuelta, afirma:
A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras; y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo... bien se puede decir que antes lo mató su porfía que mi crueldad... Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato?
Su defensa no puede ser más clara. Le resulté atractiva —dice— pero le dije que no quería. Fui honesta —es su argumentación— pero él siguió empecinado. Murió por él, no por mí.
Se trata de un alegato contemporáneo escrito por Cervantes hace cuatro siglos. Digo: por si alguien no se ha enterado.
1 Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote de la Mancha, edición del IV Centenario, Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua Española, Alfaguara, 2004, primera parte, capítulos XII a XIV.