Chocohongo (floating in space)

El corrido del eterno retorno

Chocohongo (floating in space)
Chocohongo (floating in space) Fuente: vice.com

Vi la nota en Televisa: “Chocohongos, droga de moda entre los jóvenes, puede provocar daños graves a la salud”. Abrí mi refrigerador y descubrí uno. Lo despojé de su envoltura dorada y me lo tragué. Dos horas más tarde viajaba en la cajuela de una pickup con varios amigos, entre ellos Lala Land. Salimos a carretera y a la altura de La Marquesa viramos a la derecha y nos internamos por un camino de terracería. Nos detuvimos frente a unos cubículos entre los árboles. Bajamos de la troca y entramos a uno. Dentro no había nada, sólo otra puerta.

Del otro lado de dicha puerta había otra carretera. La cruzamos a pie y nos encontramos con un asentamiento de agua estancada. Me hundí en el lodo. La profundidad era como de setenta centímetros. Caminé hacia dentro y entonces me hundí por completo. El agua era demasiado turbia y negra. De drenaje. La corriente se dirigía de izquierda a derecha. Pero no podía nadar. Entonces apareció una burbuja de tamaño gigante. Nos aferramos a ella con las manos. Una vez que estuvimos bien sujetos la burbuja comenzó a ser arrastrada río abajo.

Caminé hacIa dentro y me hundí por completo. El agua era turbia y negra. De drenaje

En un punto de nuestro recorrido la consistencia del agua cambió. Se volvió cristalina por completo. La burbuja comenzó a sumergirse. Y nosotros con ella. Me preocupaba ahogarme. Sin embargo, no me solté. Segundos después me percaté que podía respirar debajo del agua sin pedos. En el fondo topamos con todo un sistema de callejones subterráneos. Predominaba un azul como de piscina, pero no contenía ni una gota de cloro. Nos deslizamos por varios minutos entre pasadizos. Hasta que el camino se volvió tan hongosto que la burbuja se reventó y caímos en una especie de claro.

Otra puerta nos condujo a unos baños. Ya no había agua. Pero sí regaderas. Y gente transitando. Unos se duchaban, otros fumaban mientras platicaban en un sauna. Nuestro grupo hizo lo propio. Nos aseamos y acicalamos. Una vez listos pasamos a una sala de espera con cientos de sillas y más gente. En las pantallas había un documental sobre los beneficios de obtener branquias a precios módicos.

En lo que esperábamos nuestro turno decidimos comprar helados. Una rampa conectaba con un pequeño mercado improvisado. En sus pasillos había dos o tres carpas con sillas donde podías comer quesadillas. Pero el gran atractivo del lugar eran los helados. No sé en qué momento me separé del grupo. Lo buscaba cuando escuché mi nombre a través de los altavoces. Hasta que me acerqué a las garitas comprendí que aquello era una frontera. La tarea de los aduanales era determinar de dónde procedía toda la gente. Éramos cientos de personas. Nadie trataba de ingresar. Sólo queríamos salir. No se nos interrogaba sobre el motivo por el que deseábamos cruzar, sólo nos preguntaban de dónde proveníamos. No se necesitaba pasaporte alguno. El único requisito era saber de dónde venías.

Mientras caminaba hacia el agente comencé a sentirme nervioso. No sabía qué decir. De dónde era. Lo había olvidado. Sólo recordaba mi nombre. Era mi única pertenencia. Mi única posesión. Al fin y al cabo es el único equipaje indispensable, me dijo una persona a mi derecha.

Podía leerme la mente.

En los casos como el tuyo te preguntan por los nombres de tus padres. De tus hijos, si tienes, de tus hermanos. Y si no consigues responder te mandan a un cuartito. Puedes durar ahí horas.

Oh, no, me dije, el cuartito no.

Tú que sabes leer la mente, le pregunté a esa persona, dime de dónde soy.

Ese dato no está en tu cabeza, dijo. Ya revisaste tus calzones. Algunos llevan escrito ahí su lugar de origen.

Lo hice, nada.

Di lo primero que se te ocurra, me aconsejó.

Algo me hacía sospechar que si mentía me descubrirían.

Llegó mi turno y el agente me increpó.

De dónde salió usted.

De Murania, respondí.

Segundos después caminaba por un pasillo larguísimo. Experimentaba un alivio superior al que sientes cuando logras pasar por el aeropuerto con un par de gramos de cocaína o como cuando atraviesas la frontera gringa con la visa a dos días del vencimiento.

Traspasé una puerta y el paisaje se transformó. Del otro lado había un campo verdísimo. El sol brillaba como en una postal. Una imagen de esas que aparecen en los folletos que promocionan el paraíso. No había nadie. Pero no importaba. Ya tendría tiempo de buscar a mis amigos.

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