Las chucherías: el estridente encanto

Fetiches ordinarios

Las chucherías: el estridente encanto
Las chucherías: el estridente encanto Foto: Fuente: retrobank.co.jp

La irresistible y bajísima pasión que ejercen las baratijas. El guiño fácil que nos lanzan desde su precio de bicoca, esa burda seducción del celofán que las envuelve y hace que nos apresuremos a comprarlas como tesoros efímeros y al mismo tiempo imperiosos, souvenir de una tarde afortunada así sea porque tuvimos la ocasión de encontrar esa ganga, que antes de que se oculte el sol ya se habrá transformado en un estorbo.

Preguntamos por aquel artículo que probablemente nunca habremos de usar, que no ostenta la pátina de ninguna autenticidad, y he aquí que, cuando el comerciante anuncia su precio irrisorio, lo que nuestros oídos escuchan es el sortilegio de la ocasión única. Tal vez ese objeto producido en serie, de colores chillones, a punto de precipitarse en lo horripilante, no produzca la avidez malsana de una antigüedad o la ensoñación de una piedra preciosa; pero hay algo en él, algo indefinible que quizá tenga que ver con las rebabas de sus acabados deficientes, con la estridencia de su tosquedad, que aguijonea nuestro afán de posesión como un alfiler impertinente, derrumbando en un instante todo lo que hubiéramos podido edificar a lo largo de nuestra vida en beneficio del buen gusto.

La nota característica de estos productos tan distintos entre sí es su manifiesta equivalencia. Con un par de monedas se pueden adquirir linternas, pisapapeles de cerámica, lupas, ceniceros con forma de coliseo romano, cortaúñas con insignia, bisutería, plumas con muchachas que se desnudan al girarlas, lentes de falso carey, espejos de mano, delineadores, llaveros con figuras flotantes, estampas de la virgen que guiñan un ojo, moños de fantasía, cápsulas de resina con tormentas de nieve, encendedores que parecen granadas de mano, bromas, muñequitas insinuantes, manitas rascadoras para la espalda... Cada cosa es cualquier cosa es cualquier cosa amontonada en las cordilleras inagotables de lo kitsch, y de no ser porque la fealdad modelada en tres dimensiones es un atributo que no suele pasar inadvertido, se diría que cada una alardea de su poquedad, de su absoluta insignificancia. Hasta donde se sabe, la única utilidad comprobada de estos artículos pintorescos es completar la metamorfosis del dinero en una entidad menos abstracta, en un esperpento que abulta nuestros bolsillos o decora la mesita de centro con su peso leve tan próximo a lo insustancial, pero, ¡ay!, no a lo invisible.

SON EL REVERSO DEL LUJO o su complemento vergonzante. Al ingresar a uno de esos santuarios del plástico en el que todos los artículos se venden a un mismo precio, el consumidor ha renunciado a la belleza y el refinamiento; el problema es que, por una lógica macabra que opera a un nivel más primario que las leyes de la oferta y la demanda, se ve imposibilitado de abandonar el lugar con las manos vacías. Ni siquiera en medio de la pobreza más angustiante se puede renunciar a esos objetos de poca monta que resultan tan necesarios para el equilibrio del ánimo. En caso de que el consumo ostensible no esté al alcance de nuestras posibilidades —aquel desplante de connaisseur que se traduce en vicios rebuscados y derroche—, queda el salvoconducto de la ostentación del consumo: hacer alarde de que compramos, no importa si baratijas. El dinero, en especial cuando nos hace falta, quema las manos, y hay que deshacerse de él a cambio de fruslerías y objetos fuera de temporada. Como escribe Thorstein Veblen en Teoría de la clase ociosa, “se soportan muchas miserias e incomodidades antes de abandonar la última bagatela o la última apariencia de decoro pecuniario”.

El dinero, en especial cuando nos hace falta, quema las manos, y hay que deshacerse de él a cambio de fruslerías

A DIFERENCIA DE LA MAYORÍA de las obras de arte y de los objetos suntuarios, que brillan con la luz prestada de nuestro deseo en el firmamento de lo inaccesible, la chuchería ofrece un consuelo inmediato a las mandíbulas de la ansiedad capitalista. Con tal de que la transacción nos regale la música monótona y relajante de la caja registradora, se ofrece como un remanso y una interrupción al péndulo fatal que va de la insatisfacción al hartazgo. Al fin y al cabo un equivalente del chicle dentro de la economía, no tarda en perder su sabor y volverse dura e insípida, y entonces plantea la dificultad de cómo deshacernos de ella, pues no siempre califica como basura instantánea. La bagatela es desechable no porque después de comprarla la tiremos al cesto, sino porque después de resplandecer con su brillo de abalorio termina en el cajón de las cosas inservibles y de valor incierto, en ese cajón que más bien se asemeja al purgatorio de los recuerdos. ¿Hay algo más triste que descubrir que el souvenir que trajimos de aquella playa inolvidable del Caribe sea Made in China? ¿Hay algo más inconsecuente que abarrotar la casa —y la propia cabeza— con recuerdos importados?

En la baratija, como en una perversión del deseo, la oportunidad precede a la necesidad y la rebasa. Lo que uno compra no es un artículo, sino la idea del precio ínfimo. Qué importa si esta lámpara con pelos danzantes ofende las pupilas como una nueva Gorgona, qué importa si aquel masajeador de espalda viola todas las reglas de la ergonomía, “¡estaban baratísimos!”. Se interpusieron en nuestro camino con la fuerza turbadora del hallazgo y el tintineo del remate. Ya veremos después dónde los acomodamos. Cumplieron el cometido de encandilarnos y eso basta. No sabíamos qué hacer con el tiempo muerto, no sabíamos dónde meternos a nosotros mismos, y entonces apaciguamos la zozobra con el tótem del $19.90. Gracias a la transacción, al ritual del cambio de dueño, la actividad salvadora de salir de compras no se confunde con un paseo miserable del que volvemos en blanco.

Ningún artículo de “todo por un dólar” puede estar a la altura de nuestro anhelo, pero nos distrae y nos maleduca. Si también habremos de hartarnos del jarrón de Ming y de la cristalería de Murano, si también esos objetos algún día nos mirarán a los ojos para restregarnos en la cara el horror de las horas muertas, qué alivio que en su momento no tuviéramos más remedio que optar por la vasta gama del plástico. En el afán inútil de colmar con objetos la sensación de vacío, de suavizar la decepción que el propio sistema de consumo nos inyecta, atamos a nuestro caparazón estorbos y pesos muertos, que sólo muestran su perfil de pesadilla durante el juicio final de las mudanzas, como un recordatorio implacable de que ese amasijo de chácharas y chucherías es sólo la ocasión de un tropiezo.

Un precepto de origen vagamente budista indica que no hay que acumular más objetos de los que podríamos llevar a cuestas y cargar con nuestros músculos. Al menos el lastre de las baratijas es liviano y puede arrojarse por la ventana.