¿Qué tal si bajo la Ciudad de México, tal y como hoy la conocemos, se teje otra ciudad llena de seres extraños que esperan su momento de salir a la luz?
Ya sé que les estoy planteando una locura, pero qué le voy a hacer si yo a eso me dedico.
En el imaginario de la literatura mexicana sobrenatural y de terror fantástico late una premisa escalofriante: haber construido esta ciudad sobre una civilización previa es una transgresión de dimensiones incomprensibles que antes o después cobrará factura.
En el libro de cuentos Demonia (Almadía, 2016), de Bernardo Esquinca, hay un relato llamado “El gran mal”, en el que el narrador padece ataques de epilepsia. Se trata de un joven que creció en las Torres de Mixcoac, donde antes se erigía el lúgubre y legendario hospital psiquiátrico La Castañeda; en sueños y durante el trance de los ataques epilépticos ve a una enfermera, nítidamente, siempre la misma. No les voy a contar el desenlace porque soy malvada pero tengo mis escrúpulos. Transcribo aquí un planteamiento que me voló la sesera:
Las cosas que ocuparon un lugar y que luego fueron derribadas o borradas, no ceden tan fácil su territorio [...] Llegué a la conclusión de que en la Ciudad de México no se debía ser arquitecto, sino arqueólogo. Aquí no hay que construir más, sino desenterrar todo lo que está escondido.
Muchos son los testimonios de quienes viven en esa unidad habitacional y los insólitos sucesos que se registran en ella, es que somos seres simbólicos y todos nuestros símbolos existen por algo. Creo.
Aclaro que no pretendo convencerlos de nada, sólo asomo la nariz a esa identidad mítica y fantasmagórica que tiene nuestra ciudad, que tenemos como pueblo; conservamos la tradición del Día de Muertos con una fuerza implacable como ninguna otra, como un acto de fe que nada tiene que ver con el catolicismo cristiano que llegó con la conquista, eso tendría que decirnos algo; por lo menos, que somos un país con un misticismo más que propicio para las fabulaciones oscuras. Que el origen de nuestra narrativa y literatura no ha sido explorado con toda su potencia y profundidad.
En La ciudad que nos inventa (Cal y Arena, 2015), Héctor de Mauleón hace un repaso minucioso desde el año 1500 hasta nuestro tiempo y va descubriendo cómo las calles del Centro son un entramado de arqueologías superpuestas, sitios puntuales que se convierten en esquinas malditas a lo largo de los siglos, cíclicamente condenados a la tragedia. Y ésa no es literatura, es historia. Y las coincidencias son, por lo menos, fascinantes.
José Emilio Pacheco escribió un relato donde aventura un argumento genial: en el metro, en el pasillo subterráneo que conecta las estaciones Pino Suárez e Isabel la Católica, se abre una portal, un salto espacial que lleva a la Piedra de Ahuízotl, donde los dioses prehispánicos siguen exigiendo carne de sacrificio; se trata de “La fiesta brava” que pueden leer en El principio del placer (Era, 1972). El capitán Keller, extranjero curioso en nuestra ciudad, se topa con un vendedor de helados que va empujando su carrito mientras le habla al desconcertado Keller de la experiencia que vivirá si acude el viernes 13 de agosto a tomar el último tren en la estación Insurgentes y sigue las instrucciones.
"Haber construido esta ciudad sobre una civilización previa es una transgresión de dimensiones incomprensibles, que cobrará factura”.
Con la narración de José Emilio Pacheco se va sintiendo tal inquietud que hay que controlar las ganas de correr al pasaje de Isabel la Católica y Pino Suárez apenas terminar el relato.
Una ciudad de abajo. Más allá de lúdicas fabulaciones sabemos que existe, que los hallazgos arqueológicos están en pañales, ¿no les arrebata pensar en todo aquello que está debajo de nosotros y que aún no conocemos?
Tal vez los pueblos originarios no andan tan perdidos cuando piden permiso a la Tierra para actuar en más de un sentido. Ya pueden burlarse pero me parece tan válido o cuestionable creer en el mesías judeocristiano y sus milagros como en una mitología fundacional rayana en la fe. O en casos desesperados, como el mío, que nuestra religión sea la literatura. Ya que estamos. (Me río de mí misma a carcajadas, no crean que no).
Volviendo al asunto del relato fantástico, me pongo de pie antes de nombrarlo: Francisco Tario.
Si ustedes no lo han leído, se están perdiendo de mucho. Escritor reservado y magnético, casi inédito en vida, Tario tenía una de las plumas más creativas y talentosas que ha visto pasar este país. Creó un universo aparte: en él los objetos sienten y están erotizados, los guantes son asesinos, los féretros desean fervientemente un cuerpo femenino. Y las imágenes, el sentido del humor y el factor sorpresa de sus relatos son para morirse del gusto y del susto al mismo tiempo. O sea: orgasmo literario asegurado.
Cerca de 1943 escribió La noche, un libro de cuentos que incluye “El Mico”.
He aquí que un hombre joven que acostumbra tomar el baño en la tina, abre la llave y sale por una bebida para completar su ritual nocturno; cuando regresa, el cuarto de baño está a tope de vapor pero no ha salido agua. En su lugar hay un ser viscoso, raro, con rasgos de mico, entre humanoide y anfibio, diminuto. Ese algo está tratando de salir de la llave; asomando primero un pie y luego el otro, por fin logra su propio parto y cambia la vida de nuestro narrador pues esa criatura tierna y repugnante, se instala a vivir con él hasta llegar al día en que le llama “mamá”.
La antología completa de Francisco Tario compilada por Alejandro Toledo la encuentran en editorial Cal y Arena (2017). Sugiero que lo lean por las noches y que dejen que sus universos se queden para siempre con ustedes.
¿Ese mico o lo que sea que sea vino también de abajo? ¿El agua encuentra su cauce irremediablemente y trae lo insospechado? ¿Tenemos idea de lo que ocurre bajo nuestros pies?
Perdón por el mal gusto pero me atrevo a plantearlo porque sé que todos nos hemos hecho la misma pregunta, ¿cómo carajos vamos a explicar esos dos diecinueve de septiembre?
Ya sé, la razón dice que son casualidades, que dos variables no hacen una tendencia, pero. Pero.
Bendita ficción —esta vez maldita— que todo lo acomoda, que todo lo convierte en un mundo tan perfectamente posible como inexplicable.