La Ciudad de México: sus 501 años

Un año después del quinto centenario de la toma de Tenochtitlan, Álvaro Enrigue revisa el periodo más confuso en la historia de la urbe: el medio siglo que siguió al 13 de agosto de 1521. En ese lapso la ciudad perduró como hábitat de indígenas, con sus templos y chinampas, aunque a su vez aparecieron conventos, damas, caballeros, el cabildo español. Si bien Hernán Cortés —con el apoyo decisivo de grupos indígenas— destruyó el apoyo al tlatoani, la unidad política básica tenochca siguió funcionando como receptora y administradora de tributos. Esta indagación muestra que no se ha dicho todo sobre la caída del imperio prehispánico.

Encuentro de Xicoténcatl y Cortés, Lienzo de Tlaxcala, detalle, siglo XVI.
Encuentro de Xicoténcatl y Cortés, Lienzo de Tlaxcala, detalle, siglo XVI. Fuente: noticonquista.unam.mx

Dice Bernal Díaz del Castillo sobre la tarde de ese 13 de agosto de 1521: “Después que se hubo preso Guatemuz, quedamos tan sordos todos los soldados como si antes estuviera un hombre encima de un campanario y tañesen muchas campanas y, en aquel instante que las tañían, cesasen de tañerlas”.1 La toma de Tenochtitlan había sido tan larga, tan brutal y agotadora que su rendición repentina se registró entre los soldados españoles como una onda de silencio.

LA METÁFORA ES IRRESISTIBLE: algo enorme —un imperio, una manera de producir sustento, un andamiaje político que se expandió por un par de siglos, un sistema de ritos y creencias— estalló y dejó como registro la sordera posterior a una explosión.

La manera en que recibimos un relato lo modifica. El futuro desde el que leemos, el sitio y la lengua en que se cuenta y el medio que contiene el mensaje —un volumen rabiosamente canónico— dicen tanto como lo contado, le agregan significado y valor.

Lo que sucedió el 13 de agosto de 1521 no se parece a la construcción que hemos alzado en torno a esos hechos para generar lo que Dennis Tedlock identifica en su prólogo al Popol Vuh como mitohistorias 2 —y que Matthew Restall ha utilizado como una categoría crítica para leer no sólo los textos de los pobladores originales de América, sino también las crónicas de los conquistadores.3 Los hechos de ese 13 de agosto son infinitamente más chicos que las interpretaciones que les han seguido desde entonces.

Un capitán español, García Holguín, miembro de uno de los ejércitos aliados que batallaban por derrotar el altepetl (unidad territorial habitada por una comunidad) de Tenochtitlan, atajó la huida de Cuauhtémoc, el tlatoani demasiado joven que dirigía la resistencia en la ciudad. Lo que hemos leído durante cinco siglos como una épica gigante que cambiaría la historia del mundo fue para sus actores, sobre todo, un reacomodo político y fiscal. Desde el punto de vista de los europeos, la ciudad imperial pasaba a la égida del rey Carlos I de España y por tanto se convertía en una fuente de extracción de riqueza, como lo habían sido las Islas Canarias y las del Caribe. Desde el punto de vista de los americanos, el altepetl de Tenochtitlan había sido sometido; ahora sus habitantes pagarían tributo.

LA EXTINCIÓN DEL RUIDO que cuenta Díaz del Castillo opera en nuestra imaginación —por lo sucedido después— como la metonimia de la onda de silencio que siguió a la explosión de todo un mundo. En términos míticos es como si la singularidad americana se hubiera terminado ahí para siempre, pero la verdad es que lo único que se derrumbó el 13 de agosto de 1521 fue el gobierno de Cuauhtémoc —no se acabó ni siquiera su línea dinástica: sus parientes siguieron siendo tlatoques del altepetl de Tenochtitlan por un siglo.4

Conocemos con detalle extraordinario todo lo que sucedió a los conquistadores desde el desembarco en Cozumel. La épica del viaje, el encuentro y la guerra contra los tenochcas ha sido contada por cada generación. Y vamos conociendo mejor y mejor, conforme se revisan y releen los documentos escritos en lenguas originales de América, cómo fue vista esa guerra por los descendientes ya latinizados de los tenochcas —que redactaron sus historias en los colegios de San José y de la Santa Cruz en Tenochtitlan y Tlatelolco.

Tras el silencio que describe Díaz del Castillo, sigue para esa historia épica que todos conocemos la limpieza de Tenochtitlan, comandada por aquel Cuauhtémoc avasallado. Sigue la disputa por el oro y el tormento del tlatoani. Sigue la violación y distribución de las princesas tenochcas y la catastrófica expedición a las Hibueras, en Honduras. Todo lo primero pasó inmediatamente después de la rendición de la ciudad, lo último ocurrió dos años y siete meses después; no sabemos nada de lo sucedido en medio, salvo por referencias vagas contadas años más tarde en las crónicas y el juicio de residencia de Cortés.

Muchos Urbanistas del siglo XX vieron el origen de la cuadrícula mexicana en el trazo precolombino
de ciudades como Cuzco y Tenochtitlan: el amor por los grandes espacios abiertos y las líneas rectas de las urbes prehispánicas 

El 8 de marzo de 1524, es decir, 31 meses después de la rendición de Cuauhtémoc, se firma la primera acta de la reunión del Cabildo de la ciudad de México, celebrada en casa del gobernador Hernán Cortés —reubicada, aunque se ignora exactamente cuándo, en el que fue el palacio nuevo de Moctezuma. En el acta se registra la asignación de seis lotes para casas-habitación y uno para la huerta de la ermita de San Hipólito, al interior de la traza cuadriculada —la ciudad de México propiamente dicha— del que sería el barrio español de la gran Tenochtitlan.5 Las actas anteriores, las del cabildo que se reunía en la casa de Cortés en Coyoacán, si las hubo, están perdidas.

Antes había Tenochtitlan, con sus templos, islas artificiales, torres, chinampas cuajadas de cultivos, tenochcas dignos y fieros. Y ahí aparece un día, como en un acto de magia, una ciudad con imprenta, fuerte, cabildo, conventos y colegios; capas españolas, zapatos con hebillas, damas con copete y perlas; junto a ellas, sosteniendo la escenografía, lo que el poeta Bernardo de Balbuena llama “el indio feo” —que en su Grandeza Mexicana extrae de la tierra el oro que “por tributo dél tus flotas llena”.6 La ciudad de México, que un siglo más tarde sería la primera moderna de la historia —multiétnica, multilingüe, globalizada y diseñada como una máquina de extracción y comercio para la acumulación de capital en manos de una minoría de descendientes de europeos que racializan al resto de sus pobladores—, surge en la historia como Palas-Atenea, vestida y con las armas puestas.

Hay que olvidar el ruido de la batalla por la conquista de la capital mexica —la sordera del campanero— y poner atención a la otra historia, silenciosa, modesta, tal vez bochornosa, de la fundación de un barrio europeo en un altepetl americano, para entender el momento de gestación de la ciudad anfibia que sustituye a la antigua y terminó convirtiéndose en el modelo de todas las ciudades que se fundaron después de ella. Ciudades que, en buena medida, siguen gestionando la riqueza global hasta nuestro tiempo.

EN AQUEL ENSAYO SEMINAL, “Espacio Social”, Henri Lefebvre dedicó unos párrafos de su teoría sobre la producción de espacio a las urbanizaciones españolas de la América Colonial. De acuerdo con las ordenanzas para el descubrimiento y la población del continente de 1514 —promulgadas para el alzamiento de la ciudad fallida del Darién—, las poblaciones hispanas de América tenían que responder a un trazo rectangular en el que “desde una inevitable plaza mayor”, un emparrillado de manzanas y calles todas de las mismas dimensiones “se pudiera extender infinitamente en cualquier dirección”.7 Esto resultaba, según Lefebvre, en “una organización estrictamente jerarquizada del espacio”, que disponía qué iba dónde en el centro de la ciudad y se extendía hasta “alcanzar los pueblos que la rodeaban”.8 Ese orden implicaba necesariamente un sistema de racionalización del espacio que imponía quién producía y quién disfrutaba de la plusvalía de ese trabajo. La ciudad, así, se convertía por primera vez en “un instrumento de producción”.9

Si lo que pensaba Lefebvre se sostiene, la retícula cuadrangular de la traza de la ciudad de México es el punto de quiebre entre las ciudades antiguas —que funcionaban por acumulación y no estaban diseñadas para generar plusvalía—, y las modernas, que responden a un diseño sólo productivo y anterior a la ocupación del espacio que las delimita.

Los mexicanos, alucinados de clasicismo por culpa de las ideas de Alfonso Reyes y la prosa de Martín Luis Guzmán, quisiéramos, por supuesto, que ese emparrillado capitalino que según Lefebvre cambió al mundo, fuera un último registro del diseño renacentista en América. Que viniera de las ideas sobre urbanismo de Leon Battista Alberti o de las traducciones —también renacentistas— de los textos clásicos de arquitectura de Marco Vitruvio Polión y de las meditaciones de Flavio Renato Vegecio sobre la funcionalidad de la cuadrícula en el castrum (campamento militar) romano. Muchos urbanistas del siglo XX vieron el origen de la cuadrícula mexicana en el trazo precolombino de ciudades como Cuzco y Tenochtitlan: el amor por los grandes espacios abiertos y las líneas rectas de las urbes prehispánicas pudo influir en el momento en que primero Hernán Cortés y luego su primo, Francisco Pizarro, encargaron una traza geométrica para las capitales que fundaron. Hay además teorías sobre el surgimiento espontáneo del emparrillado como una reacción racionalista frente a la angustia que producía el paisaje hispanoamericano —la ciudad en damero o cuadrícula, supongo, como consuelo y aspirina para la nostalgia del orden europeo, como si lo hubiera habido en la época de la conquista.10

La verdad es que incluso discutir el asunto es innecesario después del minucioso estudio con que Lucía Mier y Terán antecedió su estudio sobre La primera traza de la ciudad de México —de 2005—, en el que demuestra incuestionablemente que la idea de la cuadrícula urbana es española. Viene de los tratados sobre el emplazamiento de ciudades del valenciano fray Francisco Eiximenis en el siglo XIV.11

El diseño urbano en damero fue puesto en práctica primero en las ciudades campamento que atendían las necesidades de los peregrinos del Camino de Santiago 12 y fue repetido en las urbanizaciones fundadas en territorios recién recuperados en la etapa final de la reconquista. Puerto Real en Cádiz y Santa Fe de Granada tienen retícula cuadriculada y fueron fundadas antes de la expansión americana de España.13 Santo Domingo, la capital de República Dominicana, también tiene retícula y se comenzó a construir en 1502 —cuando los españoles ni siquiera sabían que existía Tenochtitlan.14

Dicho lo anterior, sí hay una coincidencia casi de prodigio entre las ideas del urbanismo tardomedieval español y el plan urbano de Tenochtitlan. En el texto de fray Francisco Eiximenis, que Lucía Mier y Terán cita extensamente, el fraile valenciano dice que toda ciudad, para ser bella, debe ser cuadrada y estar partida por dos avenidas, una que vaya del oriente a occidente y otra “del mediodía al tramonte” —sur a norte. Dice que en la plaza central, cuadrada, debe estar el templo principal y detrás de él, la casa de gobierno. Los cuatro espacios que generarían, según este diseño, los ejes sur/norte y este/oeste, deberían integrar cuatro barrios, cada uno con sus parroquias y edificios de servicios.15 Cuando los españoles llegaron a la cuenca del lago de Texcoco se encontraron una ciudad flotante, dividida en parcelas rectangulares —lo que las comunicaba no eran calles, sino canales—, en la que el núcleo urbano principal estaba dividido en cuatro parcialidades —campanes, les decían los mexicas en nahua—: Atzacoalco, Cuepopan, Tecpan y Moyotlan. Las cuatro parcialidades tenían, como recomendaba Eiximeins, sus propios templos, plazas centrales y edificios de gobierno.

Bernal Díaz del Castillo recuerda, sin darle importancia, la secuencia de hechos que condujo a la traza de la retícula de la ciudad de México. Inmediatamente después de su rendición, Cuauhtémoc le pide a Cortés licencia para evacuar la ciudad. Cortés acepta si Cuauhtémoc se compromete a que su gente arregle el acueducto, sepulte a los muertos, levante los puentes “... y que los palacios y casas las hicieran nuevamente”. Después de eso le señaló “qué parte (han) de poblar (los tenochcas) y la parte que habrían de dejar desembarazada para que poblásemos nosotros”.16

Cortés ordenó que la ciudad de México quedara emplazada en un cuadro sobre el islote central de Tenochtitlan, en el otoño de 1521—en noviembre, según José Luis Martínez 17 o en septiembre, según Mier y Terán.18 Estableció que la ciudad fuera anfibia, con un barrio central para europeos y otros periféricos para americanos, y encargó la traza a Alonso García Bravo, que fue marcando los lotes de a uno para los vecinos recién llegados y dos para los conquistadores.

El mapa más antiguo de México Tenochtitlan, en Segunda carta de relación de Hernán Cortés, detalle, 1524.
El mapa más antiguo de México Tenochtitlan, en Segunda carta de relación de Hernán Cortés, detalle, 1524.

LA NUEVA CIUDAD ERA CHICA, mucho más chica que la gran Tenochtitlan que la engolfaba. Los cuatro barrios indígenas quedaron también en el islote; detrás de ellos, las islas artificiales urbanizadas que se extendían por el lago y la ciudad de Tlatelolco, con la que la capital seguía conectada hacia el norte. Los españoles no pasaban de tres mil en la traza, mientras la población indígena era de cuando menos 75 mil personas.19 El emparrillado estaría delimitado hoy por la calle de Belisario Domínguez por el norte, al oeste por el Eje Central, al este por las calles de Topacio y al sur por José María Izazaga. Viendo el mapa de Uppsala —que incluye la ciudad y alrededores en 1550—,20 la cuadrícula es central y distintiva, pero también es sólo una parte de la zona urbana.

No se conocen las razones por las que Cortés decidió emplazar la capital de Nueva España en Tenochtitlan, más allá de la explicación sumaria que ofreció al emperador en su tercera carta de relación: era hermosa y muchos de los edificios que quedaron en pie, magníficos. Los documentos que produjo en ese periodo muestran, sin embargo, una ansiedad muy curiosa en un hombre al que muchos millones de personas, no sólo en México, consideran un genocida. Tanto las Ordenanzas del 20 de marzo de 152421 como la carta al emperador del 15 de octubre del mismo año son documentos obsesionados con evitar que en el continente sucedieran las barbaridades que condujeron a la despoblación de las islas.

En ambos documentos, el capitán general devenido gobernador insiste en que si alguien se muda a la ciudad de México debe hacerlo para asentarse definitivamente —los solteros deben casarse en año y medio o devolver su solar, los casados deben traer a su mujer en el mismo plazo—,22 y en que la explotación de los pobladores originales está regulada y es humana. Cortés no era una buena persona y no me parece que haya tenido una preocupación real por la vida y cultura de los habitantes originales del México antiguo, dijera lo que dijera en sus cartas al emperador, siempre defensivas y resbalosas. No se puede ni debe olvidar que el noventa por ciento de la población originaria de América murió en los primeros cien años de ocupación europea del continente, un crimen sin precedentes ni repeticiones en la historia. Entendía, sin embargo, que la sostenibilidad de su empresa demandaba la colaboración de los pobladores originales. “En estas partes”, le dice al emperador en un momento de candidez, “los españoles no tienen otros géneros de provechos, ni maneras de vivir ni sustentarse en ellos sino por el ayuda que de los naturales reciben”.23

Cortés se había aprovechado desde su desembarco de la ayuda de los pobladores originales del continente —sobrevivió al camino a Tenochtitlan gracias a sus negociaciones con los tlatoques de los altepemes por los que iba pasando—; una vez que se hizo con el altepetl principal de la región —Tenochtitlan—, estableció una colaboración con su nobleza —después de apresar, explotar, torturar y asesinar a Cuauhtémoc. Según cuenta José Luis Martínez,24 apenas desazolvados los canales y mandada a hacer la traza de la ciudad, le dio cargos, tierras y tributarios a los antiguos señores tenochcas.

No se puede ni debe olvidar que noventa por ciento de la población de América murió en los primeros cien años de ocupación europea del continente, un crimen sin precedentes

TAL VEZ PORQUE se percibía a si mismo mayormente como un traductor, James Lockhart notó en su The Nahuas After the Conquest que la palabra altepetl o altepemes (en plural) —Tenochtitlan, Texcoco, Tlaxcala o Coyoacán fueron eso— singularizaba a una entidad política cuyos pobladores, en el México prehispánico, obtenían de ella su identidad, sin que el término pueda ser traducido precisamente a expresiones como ciudad-estado o república. Según Lockhart, un altepetl era una unidad territorial conformada por partes constitutivas (barrios si era una ciudad, villas si era un conjunto de poblaciones); estas partes constitutivas, que se definían como calpollis, estaban identificadas por nombres permanentes, una deidad particular y el gobierno de una dinastía de tlatoques. Había altepemes minúsculos, como el de Churubusco; medianos, como el de Xochimilco, o enormes y complejos, como Tenochtitlan y Tlaxcala. Un altepetl estaba asociado a una ciudad, a veces a una villa, pero era sobre todo la identidad de una comunidad productiva. Los nahuas, como los griegos, no se identificaban como miembros de una cultura unificada por la lengua común. Los altepemes competían entre sí y, cuando uno ganaba, imponía un tributo al perdedor. El imperio de Moctezuma era, en estos términos, más que un mantel político, un sistema para la producción de riqueza mediante la extracción de tributos.

Al destruir los conquistadores el equilibrio político de la Triple Alianza, destruyeron también la estructura imperial que permitía el cobro de tributos que sostenían al huei tlatoani de los tenochcas —el más tlatoani de todos los tlatoques—, pero las unidades políticas básicas —los altepemes— seguían funcionando como receptoras o generadoras de tributos en conflictos locales.25

Cortés, seguramente asesorado por los nobles mexicas que habían administrado el imperio fiscal de Moctezuma, a los que dio tierras y privilegios si regresaban a la capital y colaboraban con él, repartió entre conquistadores y la nobleza local encomiendas que ocupaban el espacio y juntaban a los súbditos de los altepeme que habían convertido a Tenochtitlan en una máquina de extraer riqueza.

El hallazgo más inquietante de Lockhart señala que cuando las Leyes Nuevas prohibieron las encomiendas en 1542, los altepemes se convirtieron en parroquias, conservando su territorio y personalidad. Siguieron pagando tributo, como también siguieron pagándolo cuando las parroquias fueron transformadas en municipios. Charles Gibson relata en su ya clásico libro The Aztecs Under the Spanish Rule, que en el siglo XIX temprano las autoridades indígenas de los barrios de la ciudad de México todavía recolectaban tributos de los altepemes de Xalpa, Chalmita, San Lucas Tlepetlalco y Popotla.26

Y es que Tenochtitlan en realidad nunca cayó ni se fue a ningún lado. Su nombre fue absorbido por el del barrio con traza cuadriculada que fundó Hernán Cortés en el sitio donde estaba la cabeza de la Triple Alianza, pero esa fundación dejó imperturbados, por lo menos por 350 años, los calpollis de los tenochcas. En su artículo “Barrios versus traza”,27 sobre las reacciones de la población de la ciudad de México durante la guerra de intervención contra los Estados Unidos, Luis Fernando Granados demostró que, tan tarde como 1847, las identidades de los barrios tenochcas seguían perfectamente vigentes y separadas tanto de la personalidad como de la administración de la traza española.

Reproducción de 1773 del original Lienzo de Tlaxcala, detalle, 1584.
Reproducción de 1773 del original Lienzo de Tlaxcala, detalle, 1584.

Barbara E. Mundy ha explicado este fenómeno en su extraordinario La muerte de Tenochtitlan, la vida de México. Fue la colaboración entre el poder virreinal —asentado en la traza de la ciudad de México— y la nobleza descendiente de Moctezuma —que gobernaba la vida comercial de Tenochtitlan, administrando tributos desde los barrios—, lo que permitió que la capital virreinal mantuviera el dominio, primero del centro de México y luego, de toda Nueva España. Si la empresa cortesiana y después imperial tuvo éxito se debió a que la estructura tributaria de Tenochtitlan se mantuvo en funcionamiento mediante el control de los altepemes.

Fue la flexibilidad laberíntica de los barrios —en los que para asentarse no había que seguir ningún tipo de ordenanza, siempre y cuando se pagara el tributo a la nobleza indígena—, que aceptaban primero migrantes de otras regiones de Nueva España, pero pronto también a los esclavos africanos que se casaban con mujeres indígenas para que sus hijos fueran libertos y los chinos, filipinos e indios llegados de Asia como servidumbre en las naos, lo que permitió que la ciudad se globalizara y convirtiera en el emporio comercial y cultural que ya era para el siglo XVII.

EL CUADRO NO ES HALAGADOR: el costo que Tenochtitlan pagó por su supervivencia secreta en las calles de México es la racialización de los pobladores que no descienden de europeos —todos los “indios feos” del poema infame (no sólo por sus ripios) de Balbuena.

La ciudad de México es la cuna del urbanismo moderno y el primer asiento del comercio global, pero también es el nido del racismo sistémico, sin el cual las economías basadas en la extracción no pueden funcionar.

La meditación de Lefebvre sobre la invención del espacio productivo en las ciudades españolas de Hispanoamérica suele ser citado por los historiadores decoloniales de habla inglesa, que a menudo se saltan una segunda parte, en la que el filósofo francés compara los emparrillados del siglo XVI hispánico con el de Nueva York, trazado y construido en el siglo XX. Después de plantear el problema, Lefebvre duda sobre la validez general de la teoría sobre generación de espacio productivo que acaba de proponer. Nota que no hay nada más opuesto al sistema extractivo imperial español —que desplazaba bienes y capitales de las periferias a la metrópoli—, que la manera estadunidense de producir riqueza: los gringos producen, acumulan y gastan capital con el fin de generar riqueza en su territorio. Al final concluye que una forma abstracta puede generar estructuras diversas, sin que ello indique que “la forma es indiferente a la función”. En ambos casos, nota, lo que se buscaba era homogenizar un espacio destruyendo otro preexistente y en ambos casos “el objetivo de la destrucción se cumplió”.28

Las ciudades modernas se ejecutan de cierto modo para convertirse en máquinas de generación de riqueza. Esa manera de hacer ciertamente fue practicada por primera vez, con éxito y a gran escala, en la ciudad de México.

Luis Fernando Granados demostró que, tan tarde como 1847, las identidades de los barrios tenochcas seguían vigentes
y separadas de la administración de la traza española 

Notas

1 Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de Nueva España II, Porrúa, México, 1977, p. 63.

2 Popol Vuh, Dennis Tedlock (traducción), Touchstones, Nueva York, 1985, pp. 21-60.

3 Matthew Restall, When Moctezuma Met Cortés, Ecco, Nueva York, 2018.

4 Barbara E. Mundy, La muerte de Tenochtitlan, la vida de México, Grano de Sal, México, 2018, pp. 165-169.

5 Lucía Mier y Terán Rocha, La primera traza de la ciudad de México, FCE, México, 2005, pp. 144-145.

6 Bernardo de Balbuena, Grandeza mexicana, Academia Mexicana de la Lengua, México, 2014, p. 284.

7 Henri Lefebvre, The Production of Space, Donald Nicholson Smith (traducción), Blackwell, Malden, Massachusetts, 1974 (1991), p. 151.

8 Idem.

9 Idem.

10 Lucía Mier y Terán Rocha, idem, pp. 68-84.

11 Idem, p. 71.

12 Idem, p. 76.

13 Idem, p. 75.

14 Idem, p. 80.

15 Idem, p. 77.

16 Bernal Díaz del Castillo, op. cit., II, p. 78.

17 José Luis Martínez, Hernán Cortés, FCE, México, 1997, p. 387.

18 Lucía Mier y Terán Rocha, op. cit., p. 106.

19 Barbara Mundy, op. cit., p. 159.

20 Carmen Aguilera y Miguel León Portilla, Mapa de México Tenochtitlan y sus contornos hacia 1550, Era, México, 2021.

21 José Luis Martínez, op. cit., p. 410.

22 Idem.

23 Hernán Cortés, Cartas de relación, Porrúa, México, 1967, p. 176.

24 José Luis Martínez, op. cit., p. 396.

25 James Lockhart, The Nahuas After the Conquest, Stanford University Press, Stanford, 1992, p. 27.

26 Charles Gibson, The Aztecs Under Spanish Rule, Stanford University Press, Stanford, 1964, p. 373.

27 Luis Fernando Granados, “Barrios versus traza”, Trace 39, 2001, pp. 30-40.

28 Henry Lefebvre, op. cit., p. 152.