Hace unos días, mientras preparaba una clase sobre la historia de las neurociencias, me detuve a considerar un hecho peculiar de esa disciplina. El descubrimiento de las células nerviosas se debió al avance conceptual y tecnológico logrado mediante el trabajo de muchas personas a lo largo de muchas décadas, pero el nombre del científico español Santiago Ramón y Cajal sobresale en este relato. Gracias a sus observaciones, la humanidad obtuvo por primera vez un conocimiento objetivo sobre la naturaleza de las células nerviosas, lo cual permitió el desarrollo de la teoría neuronal.
Ramón y Cajal obtuvo el Premio Nobel al empezar el siglo XX, a consecuencia de este descubrimiento. Pero quiero referirme al hecho de que comunicó sus observaciones a través del dibujo. Tenía el equipo para observar el tejido neuronal en la escala microscópica, para discernir la forma de las neuronas y sus relaciones estructurales, pero no disponía de un equipo fotográfico para generar representaciones de esas formas y estructuras. Por fortuna, el científico había cultivado las actividades artísticas y culturales desde edades tempranas y mediante el dibujo fue capaz de generar imágenes (artísticas y científicas) para ilustrar la forma y disposición espacial de las neuronas. Esto señala una convergencia inesperada entre las ciencias y las artes, que favoreció el desarrollo y la aceptación social de la teoría neuronal.
Uno de los miembros destacados del Instituto Cajal —fundado por el propio ganador del Premio Nobel— fue el doctor Dionisio Nieto, neuropsiquiatra y neuropatólogo, quien tuvo que huir de España al final de la Guerra Civil, a raíz de la persecución franquista. En México dirigió el pabellón piloto en el Manicomio General de La Castañeda, donde realizó investigaciones notables que fueron publicadas en las mejores revistas científicas internacionales.
Si uno revisa los alcances de su ambiciosa obra, es posible observar que el doctor Nieto desarrolló un método inmunológico para diagnosticar la cisticercosis cerebral, que era un problema frecuente en los hospitales psiquiátricos y en los asilos. Estudió el efecto de los metales en el sistema nervioso, las consecuencias psiquiátricas de la epilepsia, las bases neurobiológicas de la esquizofrenia, el cerebro de los delfines; fue pionero en el uso de litio y LSD en México. También fungió como el primer jefe de la división de neuropsiquiatría en el Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía de México, en 1964; seis décadas después, los investigadores y clínicos que trabajamos allí seguimos sus pasos. Uno de sus alumnos más brillantes —el doctor José Luis Díaz— cumple ahora 80 años y me gustaría dedicar unas líneas a su obra.
El enredo mente-cuerpo narra el cambio de la relación entre cuerpo y eso que ha sido llamado psique, alma, mente o espíritu
EN LA COMUNIDAD DE NEURÓLOGOS, psiquiatras, neuropsicólogos y académicos de las neurociencias cognitivas nos gusta pensar que en México tenemos —para decirlo en el idioma de la cultura pop— nuestro propio Obi Wan Kenobi: me refiero al doctor José Luis Díaz. Es un investigador destacado en el campo de la psicobiología, la farmacología, la etología, la neuroestética, pero también un escritor que cultiva con la misma dedicación el amor por las artes, las humanidades y las ciencias. Su obra más conocida es La conciencia viviente (FCE, 2008), un tratado monumental que sintetiza los problemas filosóficos y científicos más relevantes en el estudio de la conciencia (la atención plena, el dolor, la conciencia afectiva, los fundamentos neurocientíficos de la experiencia consciente, la conciencia y la música, los métodos narrativos, fenomenológicos, hermenéuticos y otras muchas figuras teóricas).
La conciencia viviente anticipó en muchos sentidos el auge contemporáneo del tema en el campo de las neurociencias, y hoy me parece tan acertado y actual como el día de ayer. El doctor Díaz hizo una secuela, Las moradas de la mente (FCE, 2021), que lleva el subtítulo Conciencia, cerebro, cultura, porque analiza las convergencias entre esos tres campos de la investigación académica, que aparecen separados en obras más convencionales y menos atentas a la transdisciplina. La naturaleza de la lengua (Herder, 2015) aborda la relación entre el lenguaje y el cerebro, y es tan útil para los neurocientíficos como para los lingüistas. Frente al cosmos (Herder, 2016) es un conjunto memorable de Esbozos de cosmología cognitiva —como lo especifica el subtítulo—, que explora la relación entre la neurociencia cognitiva y la contemplación del cielo nocturno. Registro de sueños (Herder, 2017) es un ensayo que elabora eso que el autor llama Atisbos a la conciencia onírica desde las ciencias, las artes y la filosofía; presenta las rutas de la investigación fisiológica del sueño, pero también el estudio fenomenológico de la experiencia onírica y su posible explicación en el marco de la psicología y la neurociencia evolutiva.
EL DOCTOR JOSÉ LUIS DÍAZ ha escrito una obra extensa y rigurosa. No puedo detenerme ahora a analizar cada una de sus partes, pero quiero recomendar a los lectores dos libros recientes. El enredo mente-cuerpo (Herder, 2021) es un título erudito que narra el cambio histórico de las ideas en torno a la relación entre nuestro cuerpo y eso que ha sido llamado psique, alma, mente o espíritu, en diferentes épocas, lenguas, tradiciones culturales. El autor estudia las ideas mágicas y religiosas de Oriente y Occidente, luego ofrece una galería de los conceptos filosóficos y científicos de la antigüedad, la Edad Media, el Renacimiento, la modernidad y el mundo contemporáneo. Es una obra de gran valor, a mi juicio, para quienes se dedican a la psicología y las ciencias cognitivas, a la medicina y las neurociencias, a la filosofía, y a todos aquellos que tienen una curiosidad auténtica hacia el problema cuerpo-mente. Por último, me refiero a Neurofilosofía del yo: Autoconciencia e identidad personal (UNAM-Bonilla Artigas Editores, 2022), que hace un recorrido atractivo por las neurociencias y las ciencias cognitivas para plantear diez facetas de la autoconciencia que pueden analizarse por separado, pero que se integran de manera armónica en la interacción ecológica de los agentes humanos, mediante ensayos acerca de la sensibilidad, la corporalidad, los conocimientos situados, el sentido de agencia, la introspección, la autorreferencia, la evocación, la otredad, la identidad y la moralidad —cada uno con preguntas fascinantes y lecciones memorables.
En sus instrucciones para afrontar con serenidad los asuntos terrenales, Cicerón afirmó —hace dos mil años— que atender al cielo nocturno nos da un atisbo de la mente divina, lo cual nos brinda tranquilidad para atender las cosas humanas. A su manera, la literatura nos da un regalo similar: al observar (mediante la lectura) el proceso intelectual y creativo de un autor que investiga la naturaleza de la lengua, del cerebro y de los sueños, quedamos maravillados por las posibilidades de la experiencia reflexiva y podemos volver a nuestra propia vida con la conciencia renovada.