Un concierto de leyenda

Hay un consenso en que la historia del jazz vivió un momento de esplendor hacia mediados del siglo XX, con el surgimiento del bop, un estilo propicio al vértigo que se voló todas las bardas e incursionó en terrenos nunca antes explorados. Sus sesiones grabadas y en vivo, bajo el signo de la improvisación, constan en discos que hoy son objeto de culto. Recordamos el encuentro de cinco gigantes de aquel periodo clásico, reunidos una noche memorable y descabellada que por fortuna está al alcance en streaming.

Max Roach, Dizzy Gillespie y Charlie Parker en Massey Hall, 1953.
Max Roach, Dizzy Gillespie y Charlie Parker en Massey Hall, 1953. Fuente: latin.ca

Charles Mingus se decía harto de grabar discos en los que el sudor y las rabietas de los ensayos no se oían por ninguna parte y todo se supeditaba a la exhibición final de un producto. Más allá de la discografía, que en efecto suele dejar en el olvido circunstancias puntuales, hay momentos no previstos y (tal vez por eso) de gran intensidad en la historia de la música. Por supuesto, las sesiones de grabación ocupan un lugar central en el jazz más o menos desde la posguerra —en la medida en que constituyen el alimento de las compañías disqueras, especialmente luego de éxitos tan rotundos como Kind of Blue (1959) de Miles Davis y The Sidewinder (1963) de Lee Morgan—, pero será también en los ensayos y principalmente sobre el escenario donde los jazzistas se pondrán a prueba en serio, con la práctica que los define: la improvisación.

Así las cosas, los pocos asistentes que la noche del 15 de mayo de 1953 llegaron al Massey Hall de Toronto, habían ido, en su mayoría, a escuchar al saxofonista Charlie Parker y al trompetista Dizzy Gillespie. No era una buena fecha para un concierto de jazz: a esa misma hora la atención general recaía en la pelea por el campeonato de los pesos pesados entre un blanco y un negro: Rocky Marciano vs. Jersey Joe Walcott. Las condiciones dispares de los propios músicos, además, enrarecían el ambiente: antes del encuentro, la adicción a la heroína había llevado a Bird a empeñar su saxofón alto y, a cambio, usó uno de plástico presuntamente raptado a última hora de una tienda de instrumentos; Bud Powell, en malas condiciones físicas debido a reclusiones con electroshock incluido, se sentaba al piano absolutamente borracho; y Dizzy, en algún momento de la presentación del line-up, prefirió abandonarla para asistir incrédulo al knock-out que apenas en el primer asalto de la pelea Marciano le propinó a su ídolo Walcott, por quien, además, el músico había apostado una buena suma.

OTRO FACTOR IMPORTANTE —otra pelea, soterrada— enturbiaba la noche: el desgaste de la relación Bird-Diz, los antaño compadres del bop. “Charlie actuó como maestro de ceremonias imitando un fuerte acento británico”, cuenta Ross Russell en su biografía sobre Parker: “En un tono irónico presentó a Dizzy como mi valioso componente”. Esa noche, los únicos en apariencia limpios del quinteto eran Charles Mingus, en el contrabajo y Max Roach, en la batería.

La célebre actuación en el Massey Hall ha sido reseñada unas cuantas veces. Existe, en mayor o menor grado, un consenso sobre el enorme y hasta cierto punto insólito vuelo de un atormentado Bird (que para muchos estaba acabado), por encima del efectista fraseo del sonriente Diz, quien esa noche, según el mismo Russell, “hizo honor a su nombre, haciendo continuamente el payaso”. Por lo demás, el hecho de ser la primera y última oportunidad en que esos cinco gigantes tocarían juntos se ha magnificado, a fin de conferirle todavía más aura al concierto; después de todo, el show se programó en Toronto porque a Charlie Parker le había sido retirada su licencia para tocar en Nueva York.

Ese mismo año se publicaría Junkie, en la que William Burroughs presentaba una impugnación del orden social 

A ninguno de los músicos le importó gran cosa lo que luego se comentaría de esa noche; Powell se fue tan borracho como llegó, Gilles-pie debía pagar una apuesta y a Bird le urgía recuperar su sax, luego de haber fundado, junto al jazz moderno, la inusitada escuela del plástico (años más tarde revalidada por Orne-tte Coleman).

A diferencia de la industria del rock, el escándalo en el jazz se halla directamente conectado a las presiones ejercidas sobre la cultura negra en general. Max Roach diría cincuenta años después: “Las condiciones de trabajo no eran las mejores en aquellos tiempos. Era una batalla cuesta arriba para todos. Trabajábamos en entornos donde había toda clase de distracciones. Aquello hizo mella en muchos de nosotros”. Como sea, hoy podemos escuchar el resultado (que por suerte Mingus grabó y editó para Debut) y viajar por setenta minutos de un ensayo sobre la marcha, de creación incesante.

SIN EMBARGO, aún en sus versiones más editadas, Jazz at Massey Hall obliga a una escucha dividida en dos partes muy marcadas; a los primeros largos temas en los que Bird es sencillamente arrollador y Dizzy, aun “haciendo el payaso” (y soltando cada tanto sus acostumbrados gritos), aprovecha al máximo la potencia de Roach —en standards como “Perdido”, o en hits del bop como “Salt Peanuts”, “Hot House” y “A Night in Tunisia”—, les sigue un curioso momento en el que la sección rítmica se queda sola, abandonada a su suerte hasta el final. Se podría pensar que, al modo de Thelonious Monk, tanto Bird como Diz se han ido del Massey Hall para después regresar; pero lo cierto es que a partir de “Embraceable You” —el séptimo tema— no vuelven a poner los pies sobre el escenario. Se largan sin más, cada uno por su lado, a lo suyo (la droga, el box, quién sabe), y entonces es el momento en que la retaguardia, al ver la pista despejada de estrellas, pasa al ataque con Bud Powell, Charles Mingus y un deslumbrante Max Roach, quien con su solo en “Wee” ya anunciaba lo que vendría.

En condiciones totalmente opuestas, una década más tarde se grabaría en Nueva York el extraordinario Money Jungle (1963), donde Mingus y Roach tocaron con Duke Ellington al piano, ni más ni menos; quizá esa noche en el Massey Hall se asomara un fermento de aquella grabación, con un pianista ciertamente más nervioso como Bud Powell, el intoxicado, pero gracias al cual aún fue posible evocar las aventuras de la legendaria época del Minton’s, cuando sólo contaban las intuiciones o lo que sea que los músicos tuvieran en la cabeza.

Powell aprovechó especialmente el vértigo de “Cherokee”, composición de George Gersh-win que conocía bien y que en el Massey Hall aceleró a su antojo, hasta dar con un explosivo solo de Max Roach; y todo esto, luego de una ejecución asombrosamente barroca de una pieza tan popular (y tan americana) como “Sure Thing”.

A estas alturas, la sección rítmica, convertida en un poderoso trío de solistas después de la huida de trompeta y sax, parecía ceñirse al viejo formato de los discos de 78 rpm: en un máximo de tres minutos y medio, los músicos debían arreglárselas no sólo para salir bien parados, sino también para improvisar algo innovador y alzar una voz propia.

Charlie Parker
Charlie Parker

A “Cherokee” siguió “Jubilee”, un tema de Mingus poco conocido (no se encuentra fácilmente en sus discos posteriores), en el que Powell y Roach rematan con un contrapunto lleno de swing. Después, el standard “Lullaby of Birdland”, engrandecido ya por cantantes como Ella Fitzgerald y Sarah Vaughan, es el terreno para una introducción improvisada de Powell, que culmina con la persecución furiosa del contrabajo (aunque por momentos no se sabe quién persigue a quién, ni tampoco dónde estamos); y, por último, “Bass-ically Speaking”, es decir, el bajo de Charles Mingus que con el gutural quejido del arco cierra un concierto cargadísimo en lo musical y con tantas historias gravitando.

ES MUY CURIOSO PENSAR que cosas así sucedían mientras el mundo entraba en la Guerra Fría (dos meses antes había muerto Stalin) y en Estados Unidos, particularmente, se refrendaba a gran escala una estandarización de la vida cotidiana, proceso cuya banda sonora, en el terreno del jazz, corría por cuenta de orquestas tipo Glenn Miller. Pero ese mismo año se publicaría Junkie, novela en la que William Burroughs presentaba, a su modo, una cruda impugnación del orden social en Estados Unidos, en consonancia con las exploraciones posteriores de Allen Ginsberg, Gregory Corso, Jack Kerouac y Julio Cortázar, quienes, a su vez, ya observaban en el jazz y en la misma cultura hip’ de los boppers un camino a seguir.

Dos años después de esa velada moriría Bird, y con su ausencia comenzó a girar aceleradamente el mito alrededor de su personalidad, pero sobre todo en torno a un lenguaje.Con el bop de los cuarenta, decía el poeta Leroy Jones, había brotado una nueva raíz, tan decisiva como la del blues y cuyo peso cultural, musical y político sin duda se dejaría sentir más tarde en la radicalización de la lucha racial. Roach y Mingus tomarían esa dirección, uniéndose a una pandilla de músicos abiertamente politizados, la de Ornette Coleman, Don Cherry, Archie Shepp y Cecil Taylor. Antes, el concierto de Toronto demostraría, por lo menos, que la creatividad revolucionaria de quienes protagonizaron el momento quizá más álgido de la música negra permanecía intacta y, pese a las distracciones, seguiría teniendo nuevas cosas por decir durante la década del rock and roll.