Me encantaría presumir que la pandemia me dejó más sabio, más paciente, más relajado. Pero mentiría. La neta es que me dejó más paranoico.
Una de las peores desgracias que me ha deparado este antropoceno, además de que la puta aplicación de Uber bote la tarjeta cuando pido un viaje a las dos de la madrugada, ha sido un tallón de córnea.
No es gratuito que me gusten tanto las drogas. En ácido nunca me he sentido en peligro, la única vez que experimenté algo de turbulencia fue una ocasión que me dio taquicardia, pero tampoco sentí que se me fuera a salir el corazón. Con la coca es común que uno se apanique, pero eso es algo que está dentro del presupuesto. Lo que me malviaja es la puta realidad.
LA SEMANA PASADA se me metió un comercial en el ojo. Igual de cagante que los anuncios que interrumpen tu video de YouTube. Cada tanto se entrometía en el campo visual de mi ojo izquierdo una mancha. Y ya sabemos cómo evoluciona esto. Primero tiras a león. Quién quiere acudir a consulta. Quién quiere gastar más dinero. Quién quiere enterarse de que una enfermedad terrible lo está dejando ciego. Ya se quitará, me consolé. Deben ser los malditos terregales de la última semana. O quizá alergia.
O una basurita. Entonces, se me ocurrió la brillante idea de ponerme una gota de limón en el ojo. Y me ardió como si me hubiera salido una perrilla por haber visto copular a Adán y Eva.
En chinga a lavarme el ojo. Y después gotas de manzanilla. Quizá era ojo reseco. Horas después comenzó el dolor. Y yo seguía en la onda de ignorar. Acaso no dicen los budistas que el dolor está en la mente. Era sábado.
¿Me estaré quedando ciego? ¿Tantas horas frente a la computadora estarán cobrando factura?
Doce del día. Entonces decidí aplicar el remedio preferido del mexicano para todos sus males: embriagarse. Me lancé a la cantina y a la tercera chela se me olvidó por completo. Nunca falla. La gente que te dice disfruta de la vida es la que no sabe disfrutar de las drogas. Lo mismo pasa con aquellos que te dicen que el alcohol no es la cura para todos los males.
Pero el puto lunes, como un Testigo de Jehová, el dolor llamó a la puerta otra vez. Además comenzó a lastimarme la luz, a incomodarme en serio. Lo más malviajante del asunto era esa mancha que me hacía ver borroso y me nublaba una parte de la visión. Después de varios días de molestia no es inusual que la paranoia haga su aparición. ¿Me estaré quedando ciego? ¿Al final, tantas horas sentado frente a la computadora para divertir a los lectores estarán cobrando la factura? Supuestamente me metí a escribir para no tener que matarme en un trabajo físico y resulta que además de joderme la espalda ahora va por mis ojos.
Me comenzó a costar mucho trabajo leer o fijar la vista en la pantalla, lo que me disparó todavía más la ansiedad. Si leer es lo único que me hace olvidarme de la realidad. No bastaba con las moscas volantes. Ahora esto. Es como cuando vas al nutriólogo y te dice que tienes que comer más sano. Pero no puedes entrarle a la quinoa, a la espinaca, no demasiado de esto ni de lo otro. Quién chingados los entiende. Así estuve toda la semana, bastante preocupado. Googleando de qué afección se podía tratar. ¿Glaucoma? ¿Como a Joyce? ¿Rinitis pigmentaria como a Borges? Putos dioses del karma, no me importaría que me tocara esa barajita pero al menos esperen a que de jodido escriba El Aleph.
FINALMENTE LLEGÓ EL MOMENTO de aceptar que tenía que ir al oftalmólogo. Había transcurrido una semana desde el inicio del malestar. El diagnóstico fue abrasión corneal. Es decir, un rasguño en la superficie del ojo a la altura de la córnea. Imaginen una cebolla. Y que le hacen una rajada con un cuchillo. Se abre la piel. Es lo que me ocurrió. Una incisión minimini que no penetró demasiado. Pero que sin embargo puede llegar a ser tan molesta que te invade el pavor. Duele que el párpado esté rozándola constantemente.
El arañazo me lo ocasioné por tallarme los ojos con demasiada insistencia. Seguro que alguna basura anidaba bajo mi párpado izquierdo, como esas arañas que cuelgan de las esquinas del baño y sólo las ves cuando estás cagando. Me dieron unas gotas, tres días después la herida se cerró y todo volvió a la normalidad. Pero pasé verdaderas noches de terror. Es una de las cosas más malviajantes que me han ocurrido en la vida. Peor incluso que ver el cartel del Corona Capital de este año.