Literatura y exilio

El cosmopolitismo inevitable

Uno de los estragos causados por la violencia política del siglo XX es la obligación del exilio, que se impuso en la vida de incontables escritores con un peso determinante para su destino personal y literario. Además de ser arrancados de sus orígenes, en nombre de diversos ideales y promesas redentoras, algunos debieron mudar también de idioma y adoptar otros para continuar su obra. Es el tema del libro que estas páginas revisan, desde la mirada de una autora que, a su vez, comparte la experiencia del destierro.

El cosmopolitismo inevitable
El cosmopolitismo inevitable Foto: Fuente: shutterstock.com

Sin tiempo para el adiós. Exiliados y emigrados en la literatura del siglo XX (Galaxia Gutenberg, Madrid, 2021), de Mercedes Monmany (Barcelona, 1957), establece las relaciones de fenómenos históricos europeos de la centuria pasada —el fascismo, el comunismo, las dictaduras militares y el nacionalismo— con los textos y situaciones vitales de escritores y escritoras empujados a irse de sus países a cuenta de los vaivenes de la política. El exilio y las grandes migraciones han sido trastocamientos mayores de la existencia, que han definido el destino de la humanidad en la época contemporánea. La huida de las grandes maquinarias de exterminio y sometimiento del siglo XX constituyó la única opción posible para preservar al propio cuerpo de los chantajes del miedo, el hambre, la ausencia de futuro, la cárcel o la muerte.

En lugar de ceder a las ensoñaciones nacionalistas o al señuelo de las identidades y los particularismos locales que enturbian el discernimiento con la suspicacia propia de los militantes, Sin tiempo para el adiós define un espacio propiamente europeo, en el que caben lo mismo el alemán Thomas Mann que la croata Dubravka Ugresic, pasando por los rusos Vladimir Nabokov y Joseph Brodsky, la española María Zambrano y el rumano Norman Manea, hasta llegar al irlandés Brendan Behan y al estadunidense por adopción Saul Bellow, entre tantos otros. Tal espacio es prueba de la existencia de un escenario literario mundializado, porque el exilio y la migración están en todos los continentes, sobre todo si hablamos de hombres y mujeres de letras empeñados en sacar de la literatura como arte verbal las chispas de un entendimiento certero de la condición humana. Tal condición es más rica y plena en la medida en que se hace patente que estamos hechos de tránsito histórico, condenados por ello a ejercer la conciencia plena del estar en el mundo, si queremos asumir la existencia como reto ético mayor. Se trata del desafío tan bien dibujado por el polaco-lituano Czesław Miłosz en La mente cautiva, al describir la manipulación ideológica comunista en términos de hipnosis, de claudicación de la voluntad y del discernimiento.

La huida de las grandes maquinarias de exterminio del siglo XX constituyó la única opción posible para preservar al cuerpo de los chantajes del miedo, el hambre...

LOS PRIMEROS CAPÍTULOS están dedicados a la Alemania nazi. La nostalgia de Stefan Zweig por la estabilidad de orden liberal del imperio austrohúngaro y el anhelo de un futuro revolucionario de Anna Seghers chocaron contra la avanzada nacionalsocialista que arrasó la República de Weimar, un fracasado ensayo político que sucedió a la derrota alemana de la Primera Guerra Mundial. La plana mayor de la cultura alemana tuvo que huir del país, más allá de sus convicciones ideológicas e independientemente de que fuesen judíos o no.

Uno de los grandes momentos de la creatividad del siglo XX ocurrió en Berlín, precisamente durante la República de Weimar (1918-1933). Tal explosión de nuevos signos, ideas y valores se desperdigó por el mundo más allá de exilios, suicidios y muerte, marcando uno de los grandes momentos de la imaginación artística, filosófica y científica mundial. Pensemos en escritores como Joseph Roth, Robert Musil, Hermann Broch, Alfred Polgar, Thomas Mann, Erich Maria Remarque, Bertolt Brecht y Ödön von Horváth. También en artistas, cineastas, dramaturgos y pensadores al estilo de Fritz Lang, Erwin Piscator, Max Reinhardt, John Heartfield, Otto Dix, Oskar Kokoschka, Peter Lorre, Douglas Sirk, Max Beckmann, Lotte Lenya, Max Ophüls, Vasili Kandinski y Walter Benjamin.

El exilio es terreno fértil para el extrañamiento y el desasosiego, producto de la renuncia a todos los logros del pasado y a la estabilidad de lo conocido. El exilio significa que el país de nacimiento, que formó en su seno las sensibilidades y razones que dan sentido al nombre y al gentilicio, expulsa a quienes no se arrodillan frente al Estado. En palabras de Stefan Zweig, citado por Monmany:

... Decir adiós es un arte difícil y amargo, que estos últimos años hemos tenido la ocasión de aprender sin apenas un respiro. ¡De qué cantidad de cosas y cuántas veces hemos tenido los emigrados, los expulsados, que despedirnos! De nuestro país natal, de lo que fue nuestra vida y nuestra actividad, de nuestra casa, de la seguridad adquirida tras una dura lucha llevada a cabo a lo largo de los años. Cada día soñamos con todo lo perdido, con los amigos que ya no están, pero sobre todo con la fe que tuvimos en una organización pacífica y equitativa del mundo, la fe en la victoria final y definitiva del derecho sobre la violencia (edición en Scribd, posición 12).

Cuántos venezolanos, cubanos o nicaragüenses podríamos decir con Luis Cernuda, salido de España a raíz de la derrota republicana frente al franquismo, que nuestra nacionalidad no ha sido sino dolor y vergüenza, una imposición del destino que sólo ha traído amargura. Igualmente, cuántos podrían perfectamente identificarse con Vladimir Nabokov, quien jamás regresó a Rusia porque la llevaba consigo para siempre como herencia cultural irrenunciable. En esta época de fácil queja y piel sin curtir, en la que una simple palabra es vista como violencia, los escritores y escritoras que dijeron adiós, sin tener tiempo para hacerlo, han alimentado el coraje con el rencor y la tristeza calladas de los verdaderos rebeldes. Monmany cita a una víctima del franquismo, María Zambrano:

... Yo no concibo mi vida sin el exilio que he vivido. El exilio ha sido como mi patria, o como una dimensión de una patria desconocida. Una patria que, una vez que se conoce, es irrenunciable. Creo que el exilio es una dimensión esencial de la vida humana, pero al decirlo me quemo los labios, porque yo querría que no volviese a haber exiliados, sino que todos fueran seres humanos y a la par cósmicos (edición en Scribd, posición 660).

No puede ser de otra manera para las y los autores estudiados en Sin tiempo para el adiós; sin certezas se sufre el más tremendo desamparo pero se logra la relación de pertenencia con el mundo propia de la modernidad, la conciencia de ser libre, la posibilidad de la creatividad estética, la imaginación política y el cambio social. Puede que esta conciencia sea marcada por el escepticismo, como indica Zweig, de quien vio quebrar su mundo a consecuencia de la irracionalidad, la locura y la barbarie colectiva, pero el escepticismo —la lucidez cruel de los suicidas al estilo de Klaus Man y Walter Benjamin— resulta conveniente ante el dogmatismo ciego de las mentes cautivas.

El cosmopolitismo inevitable
El cosmopolitismo inevitable ı Foto: Fuente: congerdesign / pixabay.com

EL POETA YORGOS SEFERIS fue una de las tantas víctimas de otro caso de barbarie colectiva: la expulsión de los griegos de Turquía, hace más de sesenta años. Que esta circunstancia histórica se conociera con el nombre de la catástrofe no es casualidad, pues significó el fin de grandes enclaves cosmopolitas que, como Alejandría en Egipto, preservaban las huellas del helenismo, herencia milenaria de apertura y mezcla que desafiaba la homogeneidad cultural orquestada desde el Estado. Los caprichos de los cambios de frontera seguían igualmente esta lógica, como bien lo ilustra el caso de Marisa Madieri, nacida italiana en Fiume, ciudad que pasaría a pertenecer a Yugoslavia tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Pero esta historia no termina aquí porque, casi medio siglo después, el nacionalismo haría de las suyas en la otrora Yugoslavia, comenzando así la cruzada nacionalista que ha marcado al postcomunismo en el este de Europa. La escritora croata Dubravka Ugresic ha hecho del exilio tema clave de su importante obra. Irónicamente afirma ser parte de la “chusma cosmopolita”, de todos aquellos que hemos cruzado las fronteras con apenas nuestra vida de equipaje. La chusma no es esperada ni querida porque ya se acabaron los tiempos de la épica de los migrantes, convertidos, en virtud de nuestro lugar de nacimiento, en las sobras de los fracasos nacionales. Uno de los personajes de Ugresic comenta: “Las personas decentes no se mueven de casa”. El sueño americano, que conminó a los ancestros de Saul Bellow, Philip Roth, John Dos Passos y Frank McCourt a abandonar sus naciones empobrecidas o violentas e irse a Estados Unidos, ya no tiene lugar en el mundo de finales de siglo XX y del siglo XXI.

No deja de ser una ironía que Anna Seghers y Bertolt Brecht, luego de sus exilios, hayan olvidado su experiencia con el totalitarismo para entregarse a la causa de la Alemania comunista, producto de la posguerra. En definitiva, rechazar un totalitarismo no excluye la posibilidad de abrazar a otro. Sin tiempo para el adiós comparte la perspectiva del brillante periodista y articulista español de la primera mitad del siglo XX, Manuel Chaves Nogales: tanto el fascismo como el comunismo coinciden en su vocación homicida, convencimiento que, por cierto, daría pie a una obra capital de la exiliada Hannah Arendt, Los orígenes de totalitarismo.

En esta orientación, Monmany registra la intensa labor de resistencia del yugoslavo Vladimir Dimitrijevic, editor fundador de L’Âge d’Homme, la casa francesa que a partir de 1966 publicaría a importantísimos escritores silenciados, encarcelados y exiliados del mundo comunista: Miloš Cernianski, Aleksandr Zinóviev, Vladímir Volkoff, Ósip Mandelstam, Andréi Biely, Stanislaw Witkiewicz, Iván Goncharov, Aleksandr Blok, Vasili Grossman o Ivo Andrić. También destaca la complicidad de tantos intelectuales, cómodamente asentados en las democracias liberales, con el horror comunista, conducta que contrasta con la del inolvidable Albert Camus, quien apoyó al mencionado Czesław Miłosz, incapaz de seguir trabajando con el gobierno comunista polaco. Lejos estaba Camus del servilismo estalinista de Pablo Neruda, por no hablar del vergonzoso silencio de Jean-Paul Sartre ante los desmanes del tirano más feroz del siglo XX. El ruso Joseph Brodsky, a su vez, fue víctima del desdén de los intelectuales comunistas de occidente, pero en este caso Sartre se portó a la altura y prestó su nombre para apoyar la salida del poeta de la Unión Soviética en los años sesenta. Hasta de lengua tuvieron que cambiar escritores como el checo Milan Kundera y el ruso Vladimir Nabokov para conciliar su oficio con el exilio, mientras que las minorías de los países comunistas sufrían al pretender escribir en sus idiomas maternos, como ocurrió con la rumana Herta Müller.

Cuántos escritores han tenido que exiliarse en los dos últimos siglos, sabiendo que no habrá vuelta mientras persistan los regímenes causantes de su salida

EL EXILIO, desde luego, no es una condición privativa del siglo XX ni se trata de un destino europeo. Lo que vale para este continente vale para otras regiones del mundo, entre ellas América Latina. Cuántos escritores no han tenido que exiliarse o simplemente emigrar por razones políticas en los dos últimos siglos, sabiendo muy bien que no habrá vuelta mientras persistan los regímenes causantes de su salida.

Una vez que se dice adiós se dificulta el regreso; como señaló el escritor polaco Adam Zagajewski, la gente podría dividirse entre los sedentarios, los emigrantes y los que no tienen hogar, categoría esta última de la que se sentía parte.

Me atrevo a decir que los faltos de hogar abundan también entre nosotros, los escritores latinoamericanos obligados a marcharnos por razones políticas, económicas e, incluso, laborales. No es posible analizar problemas mundiales sin establecer nuevos horizontes de universalidad: el exilio no respeta fronteras, religiones, culturas ni continentes.

Así que no puede ser más oportuno este libro —en particular para los latinoamericanos sometidos a los vaivenes infames de la política regional—, el cual es toda una lección ética y estética en tiempos tan difíciles para el pluralismo, las libertades individuales y la tolerancia. Se trata de una apuesta audaz, hablar de la literatura para hablar del mundo en una época que podría calificarse perfectamente de postliteraria, dado el retroceso de la literatura ante otras manifestaciones del pensamiento y la creatividad humana. Hacerlo supone una toma de posición frente a las disciplinas llamadas humanísticas y retomar un camino abandonado por la labor crítica: el de señalar la constelación que tejen los textos literarios como guías del sentido en la vida humana.

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