Crear desde la otra orilla

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A Claudina López

Es posible que la estima y admiración que sentí por la figura de Francisco Toledo (1940-2019) empañen este breve relato. Sin embargo, no existe otra manera de acercarse y ponderar honestamente su obra, ya que su mismo trabajo reclama que uno se involucre con él de manera frontal, subjetiva, franca, e intente evitar a toda costa la retórica funeral o festiva. Sus acciones morales y ciudadanas, sostenidas en la gravedad de su obra gráfica, se orientaron siempre hacia la libertad de pensamiento, la creatividad del individuo y la crítica constante del abuso y de la tontería gubernamental. Sería un desaguisado convertirlo, ahora que por desgracia ha fallecido, en un santón de feria o en un adalid inmaculado. Un artista de su estatura intelectual, de su calidad pictórica y de su visión cultural e histórica es un ave rara en el mundo de las artes. Siempre he creído que, si en cada estado de la república hubiera existido un Francisco Toledo, el arte como expresión de la libertad y de la belleza habría transformado el rostro de las infames burocracias analfabetas que comprenden y aquilatan el quehacer artístico como un mero pasatiempo ornamental.

[caption id="attachment_1006920" align="alignnone" width="696"] Arlequín, dibujo, acuarela y gouache, 1965. Fuente: fr.artprice.com[/caption]

Toledo creó una teoría práctica a partir de las tradiciones que lo nutrieron; conformó una imagen utópica de su tierra, Oaxaca, y se esforzó en imaginar un mundo menos arbitrario y más alejado del progreso trágico de la civilización aventurada. Propuso un muro inteligente para tratar de contener el desarraigo del mercado avasallador y de la empresa superficial. No lo hizo como un activista reaccionario ni por mera exhibición humanista, sino como fundador de instituciones y voz genuina de quienes fueron sus compañeros de viaje a lo largo de su vida: los marginados del bien económico y los desterrados de esa cultura que conmueve y libera al individuo de los prejuicios que lo depositan dentro de una mazmorra, en apariencia invisible. Su vasta obra gráfica no miente, en ella la zoología lúdica, la oscuridad que ilumina y el movimiento continuo de una imaginación primitiva, pero moderna y personal, fueron una constante en su trabajo. Somos los beneficiarios de un universo que no esperábamos y que, en esencia, ni siquiera podíamos sospechar. ¿No es éste el horizonte creativo de un artista? ¿Transformar el mundo de las cosas previstas en un campo de acción emotivo e inesperado? Toledo representó una fortuna, no del todo merecida, para los habitantes más sensibles de su época, y para quienes conocimos su obra o tuvimos el privilegio de tratarlo o conversar con él. Como a todo hombre de saber, la curiosidad lo delataba, la observación minuciosa del devenir contemporáneo, su pasión por la lectura, la erudición de quien no permite que el mundo escape a sus sentidos, su rotunda confianza en la acción, su generosidad expresiva, más su filantropía institucional y su crítica implacable al dislate político confirman su singularidad en una época marcada por la acción atorrante e irreflexiva. Rufino Tamayo inventó un mundo de colores intensos y formas insinuadas; Toledo entró en la tierra, en la danza sexual de las bestias y en la insolencia de la realidad cotidiana para obtener de allí sus imágenes rebosantes de muerte y vida. No creaba obras para estimular la fantasía y la cándida sorpresa del turista, ni tampoco para explotar o promover el carácter indígena; ahora sabemos que la paciencia fue su mayor fortaleza, la paciencia y el horizonte avizorado.

"No perteneció a ningún partido político, ni  utilizó el respeto que le teníamos para su beneficio: sabía pensar en los suyos —que somos todos aquellos que sufrimos su influencia— y en nuestro futuro".

Si Rodolfo Nieto nos mostró que la imaginería infantil, la simplicidad en la composición de su pintura y su tosca y emotiva sensación del color, daban pie a la personalidad de un artista inédito, Toledo, en cambio, nos hizo cómplices de un dolor festivo que nos concierne a todos porque va más allá del monumento personal o de la intimidad muda. Cualquiera que conozca la obra de El Bosco reconocerá en mi descripción la capacidad que posee un artista para confeccionar la historia de un universo que nos entrelaza, nos satiriza y nos devuelve a lo que siempre hemos sido: tierra y gesto, color y ceguera, animalidad y ridículo, fealdad y belleza confundidas. Rodolfo Morales, Maximino Javier, Sergio Hernández y otros pintores oaxaqueños han sido distintos a Toledo en un rasgo fundamental: ellos son parte vital de un mundo en movimiento, pero no llegaron, como Toledo, a ser movimiento que impulsa, al mismo tiempo, la vida, el conocimiento y la crítica de la civilización.

[caption id="attachment_1006921" align="alignnone" width="696"] Mujer atacada por peces, óleo sobre tela, 1972. Fuente: museotamayo.org[/caption]

La muerte de Toledo es una tragedia y esto lo puedo afirmar porque he advertido la orfandad que su ausencia ha provocado en todos aquellos que nos acostumbramos a su paternidad crítica y artística. Él no perteneció a ningún partido político, ni tampoco utilizó el respeto que le teníamos para su beneficio: sabía pensar en los suyos —que somos todos aquellos que sufrimos su influencia— y en nuestro futuro. La animación de un progreso no destructivo, la necesidad de legar obras para el bienestar común, su insistencia en la educación como forma de apreciar la vida en su diversidad, la resistencia contra la depredación del medio ambiente, la creación de centros de irradiación cultural, el enfrentamiento constante contra las políticas cerriles de los gobernadores y presidentes. ¿Quién ha llegado a estas alturas de creación y crítica civil a través de la acción perseverante de su obra artística? Desde la periferia del poder constituido o impuesto, Toledo rezongó, marchó, acaudilló protestas, promovió desplegados, negoció desde una posición respetable y desde un lugar sólido y firme que él mismo construyó con su trabajo y su visión fuera de lo común. Fortaleció la cultura a través del arte —hecho que escapa a las miopes políticas de la cultura embebidas sólo en la particularidad indígena o comunal—, comprendió que una sociedad carente de arte no es más que un avispero sin gracia, y denostó la velocidad y el desarraigo productivos. Tuvo una vida larga que, pese a todo, nos parece breve. La producción incansable de obras artísticas lo llenó de vida, pero también lo agotó, su desesperación resultaba elocuente, su desprecio por el reconocimiento oficial fue una señal genuina de sabiduría. Crear desde la otra orilla, pensar y divulgar, imponer un respeto ganado a lo largo de una vida, mas sólo con la finalidad de un bienestar compartido. El artista es un hombre solo, pero su soledad lo lanza al encuentro con los otros.

Guardo en mi memoria aquella larga conversación que tuvimos en Oaxaca, en la que tocamos los temas más mundanos, y aludimos a los libros que nos apasionaban. Él deseaba charlar sobre literatura y reafirmar o ampliar su conocimiento. Contra lo que se piensa, fue un conversador que escuchaba, un caminante que se detenía para mirar: vivió lo suyo y ahora se ha marchado. El tiempo es una ilusión perturbadora y nimia. Siento su muerte.