Crímenes del futuro, de David Cronenberg

Filo luminoso

Crímenes del futuro.
Crímenes del futuro. Foto: Fuente: larazon.es

La cultura popular tardó cuarenta años en entender el significado del cine del canadiense David Cronenberg. La importancia de su obra radica en la construcción de los paradigmas de lo que hoy llamamos el horror corporal, subgénero cimentado sobre cuerpos que sufren metamorfosis, descomposición y explosión, en filmes como Shivers (Parásitos asesinos, 1975), Rabid (Rabia, 1977), Scanners (Telépatas: Mentes destructoras, 1981) y Videodrome (Cuerpos invadidos, 1983).

El público masivo tuvo el primer indicio de la relevancia de este subgénero con La mosca, de 1986, que muchos entendieron como un entretenimiento grotesco y una provocación de efectos especiales particularmente abominable. En realidad se trataba de una exploración filosófica de la posibilidad de seres híbridos que a través del horror larval cuestionaban la normalidad de la carne. La biología aparece como revelación: el ser se desprende de la crisálida de piel para manifestar su enajenación, inseguridad y muy especialmente sus congojas sexuales en tumores, secreciones ácidas y órganos inútiles. Como expone William Beard en su libro The Artist as Monster: The Cinema of David Cronenberg: “La mosca es por supuesto la representación de la otredad monstruosa que Brundle [el científico protagonista, interpretado por Jeff Goldblum] ha admitido en su alma al abrirse a sí mismo a humanos y al contacto sexual, a ‘la carne’... La cercanía humana, el apego romántico, la intimidad sexual son consideradas inexorablemente conducentes al horror visceral”. De esa manera cobraba forma la inestable relación entre horror, sexualidad y deseo.

Los humanos han perdido la capacidad de sentir dolor... Algunos son capaces de desarrollar nuevos y extraños
órganos inútiles

SU MÁS RECIENTE CINTA, Crímenes del futuro, es una obra sórdida y apacible, situada en un tiempo aparentemente cercano, donde rige una monótona y gris desolación que ha contaminado todo y eliminado el frenesí de la ambición humana. La vida en un anónimo puerto abandonado y decrépito es mostrada con austeridad punzante por el fotógrafo Douglas Koch y el editor Christopher Donaldson, como una pesadilla claustrofóbica. El tono es de humor ácido, de comedia de horror especulativo, que parece sostenerse en una atmósfera de expectación, como si las actividades estuvieran paralizadas por una gran plaga que hubiera destruido toda actividad productiva. No hay mención ni evocación a la epidemia pero el protagonista se viste con una túnica negra, se cubre la cara y cabeza, casi evocando al personaje de La Muerte en El séptimo sello (Ingmar Bergman, 1957).

Los humanos han perdido la capacidad de sentir dolor (el concepto de placer también parece haber sido arrebatado a los genitales) o de sufrir infecciones. Algunos son capaces de desarrollar nuevos y extraños órganos aparentemente inútiles, debido al síndrome de evolución acelerada. En ese mundo, Saul Tenser (Viggo Mortensen) y la doctora Caprice (Léa Seydoux) se han convertido en artistas del performance al ofrecer shows donde ella le practica cirugías a Saul, quien padece del síndrome, ante un público extasiado. Sobre una mesa de operaciones biomórfica con apariencia de insecto, la doctora controla en remoto los bisturís mediante un artefacto de luces que parece joyería. Así corta, tatúa, expone, mutila y retira de su cuerpo los órganos que va engendrando. “El sexo de antes” ya no les provoca nada. La cirugía ha tomado su lugar. Ambos parecen sentir un placer extático y casi religioso al abrir la piel y manipular los nuevos órganos de Saul, tan fascinantes que el director del Registro Nacional de Órganos o RNO, Wippet (Don McKellar) lo invita a participar en el Concurso de Belleza Interna.

El RNO es una institución extraña y absurda, digna de Samuel Beckett o de David Lynch, que tiene la función de catalogar la aparición de nuevos órganos. La asistente de Wippet, Timlin (Kristen Stewart), es una burócrata titubeante y silenciosa que apenas puede controlar su excitación ante los prodigios morfológicos que produce el cuerpo de Saul, quien se comporta como un mártir, un asceta o un iluminado que va perdiendo la capacidad de alimentarse debido al caos orgánico que lo asalta. Quizá no siente el dolor, pero vive cargando sus cicatrices y heridas en un estado de sufrimiento permanente. Caprice y Saul convierten la monstruosidad en un acto de creación y de esa manera se apropian del capricho biológico. Otras tramas se entretejen con la historia de Saul y Caprice, paradójicamente y sin resolución, como la del detective Cope (Welket Bungué), de la nueva Unidad de Justicia Antivicio y la de dos mujeres técnicos (Tanaya Beatty y Nadia Litz) que asesinan desparpajadamente con un taladro.

La cinta comienza con la historia de un niño que es percibido y temido por su madre como si fuera un monstruo. Sin justificaciones ni moralismo ni glamur, ella lo asesina y ese crimen define el tono de angustia corporal predominante en la narrativa. El niño era el resultado del proceso evolutivo corporal que algunos esperan como si se tratara del instante de “singularidad orgánica”. Es el primer humano en haber nacido con un organismo capaz de alimentarse con plásticos. Su padre, Lang Dotrice (Scott Speedman), es líder de un culto de personas que tratan de digerir plásticos tóxicos para adaptarse al nuevo ecosistema o morir. El padre guarda el cadáver y se lo ofrece a Saul para crear un performance que sea una autopsia y así mostrar al mundo el futuro de la visceralidad.

Cronenberg ya había usado en 1970 el título de Crímenes del futuro, en un filme sin relación alguna con éste, su primer largometraje en ocho años, que marca un regreso a sus viejas obsesiones. Aparte de temas que evidentemente están en sintonía con La Mosca, hay citas a The Brood (El engendro del infierno, 1979), Dead Ringers (Extrañas relaciones, 1988) y eXistenZ (Mundo virtual, 1999) principalmente.

Después de filmar películas tensas y crípticas que muestran la decadencia opulenta posterior a la crisis financiera del 2008, marcadas por un sofocante tono realista, como Cosmópolis (2012) y Mapa a las estrellas (Maps to the Stars, 2014), Crímenes del futuro parece casi un video de arte, un experimento nostálgico cargado de reencuentros afortunados, no sólo por los temas y la colección de artefactos biomecánicos inspirada por el phylum artrópodo, sino por la música hipnótica de Howard Shore y la siempre brillante producción de Carol Spier.

CRONENBERG REFLEXIONA CÁUSTICAMENTE en torno a la aridez y solemnidad del mundo del arte y el sensacionalismo crudo de la cultura como última veta creativa en un mundo agotado de ideas. De esa forma se percibe a la vez cierto sarcasmo y un dejo de nostalgia por la era del arte corporal, en particular en la evocación del trabajo de artistas del performance en el periodo de las cirugías plásticas de Orlan y los implantes de oídos de Stelarc.

En un tiempo de puritanismo y cancelaciones, el director de 79 años lanza una feroz provocación: el sexo ha muerto, larga vida a nueva carne del colapso ambiental.

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